La bóveda
Orión tumbado sobre las antenas
—me dijiste con esos ojos tuyos
de maullido nocturno—.
Se ha quedado dormido y esas ninfas
le han robado la espada.
A duras penas pueden entre todas.
¿Las puedes ver ahora, en el carro?
Descansan. Tienen que tener cuidado,
se puede despertar
—no dije nada, escuchaba atento,
sólo seguía el viaje mirando
adonde señalabas con el dedo.
Casi las pude ver
corriendo con la espada,
saltando alegres entre los luceros—.
Ahora se han parado
y la han dejado oculta en un arbusto,
hay un arpa muy grande
y se pelean todas por tocarla,
¿las oyes?, cantan —debe ser la lira,
recuerdo que pensé—. Dos se han subido
al lomo del dragón, y ahora bailan
—creo que algunas de aquellas figuras
nunca las distinguiste,
el cobre de las calles
acechaba al retablo,
les daba un marco sucio, turbio, triste—.
Ese centauro quiere ir tras ellas,
tiene su flecha de oro cargada,
pero el bastardo de Zeus lo retiene,
lo coge por la cola
con tanta fuerza como el otro pisa
hundiendo sus pezuñas en el cielo
—Sólo faltaron coces por los aires—.
Ungido en plata, quien nos trajo el fuego,
acude a la algazara de las ninfas
mientras Andrómeda llora en su casa
—pobre Perseo, tan casto en sus días…
Aquella confusión
me perdió por completo,
al retomar el hilo—…
Él la acaricia con un lirio ciego
—recuerdo una gotita
confundirse en tus labios—,
Ella lo anega en sonrisas y besos.
Una miríada de ojos lucientes
son testigos de Tauro coronado.