Correspondencias y otros mitos

La hija de Alcínoo

Dicen que el padre estaba medio loco

y de la madre nada se sabía.

La hermana todavía era muy joven

como para saber de su demencia.

La mayor de las hijas me encontró

tumbado frente al mar una mañana.

Nos estuvimos viendo varias horas

y luego nos hundimos en el agua.

Nadamos y nadamos como nutrias,

trenzando nuestros miembros en las olas.

Tenía unos volúmenes fantásticos:

se fue nadando, se agarró a una boya

y se estiró tan larga como era.

Batía con los pies, chapoteando,

manteniéndose a flote con las piernas,

yo me allegué hasta ella muy despacio

y me aferré a sus hombros con las yemas.

En el puerto, a lo lejos, se quedaron

el cíclope cegado por el sol

y la piara de amigos de otra época.

Sonaban las sirenas tras los barcos,

creí oír la voz de la hechicera.

Dividía las aguas, las abría,

me dejaba envolver, me deslizaba

auscultando la mar, mirando el cielo.

Ella jugaba cerca de las rocas

a saltar los briosos oleajes

y allá me fui, ansioso y elevado,

a sujetar su glotona marea.

Esos pechos rotundos, admirables,

se abrieron a mis labios y a la luz

tras perder el bikini entre las olas.

Oscurecimos dunas y amasamos

nuestra piel desbocando nuestros besos.

Cruzamos sin saberlo la frontera,

nuestra parcela de algodón morado,

ungidos por el sol, por el esfuerzo,

y a cada vuelco, con cada arrebato

se adherían, punzantes, piedras, conchas,

que dejaban su marca, que rasgaban

aquel solaz de cuerpos rebozados

(velas hinchadas surcando los vientos

y manos blancas recogiendo nácar,

mientras manos más jóvenes se hundían

en las blandas arenas, penetrándolas,

cavando fosas, levantando puentes).

Se alzó, por fin, a sacudirse el cuerpo.

Perplejo, la seguí con la mirada.

Recordé cuántas veces me ayudaron

a sacudirme el pecho y las espaldas

con las últimas luces de la tarde…

Fui también a enjuagarme, pero quise

sofocar el calor nadando un rato.

Luego volví la vista hacia la arena:

estirada en la orilla, tierra dura,

brazos abiertos, algas en el pelo

y el oleaje por su piel tan blanca,

el oleaje entre sus blancas piernas.

La fiel Penélope, allá en su patria,

teje y desteje, tapices y mantas.