Flor varia de leyendas

Le récit sans âme

Versión original subtitulada.

hace que corre, como que escapa. Lleva una mano sobre el pecho (el escote) y no esconde una sonrisa blanca, muy grande. El Señor sale por la puerta de la cocina. No la busca (no la pretende): antes respira los prados, escucha la voz del maizal… Parece que ella le ha dicho algo. Él la mira y va sobre sus pasos —botas negras, altas, de montar— a su encuentro: ella huye de nuevo, se mete en el establo… Es, cree, la engreída aquella, una temporera hija de temporeros con la que ha hablado otras veces:

Llega el Señor y se entra tras ella; queda la puerta entornada… Dentro se ve muy negro. Mira un rato más: nada, muy negro. Se seca el sudor de la frente y levanta, con dos manos, el cubo lleno de agua. Cruza a duras penas el día claro, del pozo a la casa… tira una patada a una piedra, espanta a las gallinas… Su madre está ahora en el porche con una cuchara de palo:

Algo (se lo ha dicho antes) bulle a fuego lento: huele bien… Pone el cubo sobre la mesa («¡au!») y se mira la palma de las manos: el asa ha dejado en ambas un surco rojo de dolor y, por más que sople, nada de nada… qué fastidio… su padre, además de aparecerse en las riñas de mamá, se está de normal descuidado en un rincón de la cocina: son dos inciales en el puño de una navaja.

La deja en su rincón. Su padre, le habían dicho, la había puesto allí para un hijo suyo que estaba por venir cuando, cosas de la vida, tuvo que marcharse… Volvería un día, insistía su madre, con una fortuna que daría, por lo menos, por lo menos, para una huerta y un corral propios. Poco le importaba, la verdad: sólo en las tardes más lluviosas, si no tenía qué hacer, preguntaba por él, preguntaba «¿Y dónde está?» «Marchó a otro valle» «¿Al otro valle?» «A trabajar» (la conversación era siempre esta, más o menos, y el otro valle, lo sabía, no es sitio para niñas).

Y corre, de un salto, afuera, al bochorno, al blanco radiante — sin matices. Piensa un momento: si el perejil está en el huerto, el huerto, pasado el establo, y la puerta, puede verla, sigue entornada… nada, no se ve nada… aunque puede que, al pasar, se los oiga hablar […] del barreño. Saca una camisa de hombre, muy amplia, y la tiende —como está mojada, huele a jabón y un poco a bayou—. Saca un mantel de mesa grande y lo tiende sobre el alambre: huele a limón. Saca un calcetín y tiende una media: quedan al fin las sábanas… ¡de camas tan grandes! Se agacha y, estando en cuclillas, empieza a cargar con la primera de las sábanas… con tanta, tanta desgana que resbala de sus brazos y cae en la hierba, muy verde: «¡Ncht!»; esté o no sucia, siente la brisa que sopla de pronto, que puede apenas con la colada; siente las manos frías, metidas en los pliegues del lienzo; siente el sol temprano de la mañana, los olores que se desprenden del bosque; siente (de pronto) el bravo relinchar de un caballo: es el corcel —negro de ojos negros— del Señor, que llega al trote de lejos, muy lejos… y llega, la camisa abierta, empapado en sudor… No se detiene. Todo allí es suyo: la roca del pecho, el látigo enroscado en la silla, el revólver de seis balas al cinto… o la niña que sirve en la casa: «¿Me mira a mí?». Arden sus ojos con un fuego que no es del cielo: es un fuego de dentro de la tierra que le sube, le entra por los pies y la deja […] de charol o el lazo de todos los domingos en la cabeza porque son los mismos de hace dos años: si bien los zapatos no le bailan, la falda le queda corta: «Mira: me se ven las rodillas» «Bien bonitas que son» — pero su madre, en verdad, no le echa mucha cuenta: está hablando con otras madres de cosas de madres, mientras esperan al aire libre… Y queda, lo sabe, un rato largo para la misa: se aburre (allí, de pie, se aburre).

Huye cerro abajo. Pasa el lindero del bosque y se esconde tras unos arbustos donde oye, sólo agacharse, unas voces, unas risas: hay un muchacho enorme sobre un riachuelo —tiene un pie en cada orilla y a una niñita en alto, por los aires—; asiéndola de la cintura, la lleva sobre las aguas revueltas, y aun el barro, al feliz encuentro (al otro lado) de tierra firme: «Ahora te toca a ti», dice el muchacho, sonriendo a la segunda de las hermanas —son tres: todas preciosas, todas de blanco— antes de cogerla en brazos, sus brazos mayúsculos, y acercarla un poco más al cielo… Sus ojos, de negro brillante, no han dejado, entre tanto, de buscar, de pretender, a la más mayor… y ella, con los dedos entrecruzados en el pecho, aguarda su turno: el momento, sobre todo, de sus manos en su cintura… Pero no: gritan (alguien grita) «¡Hola!» — todos miran: es ella, la niña, que sale a la voz de «¡Yo, yo!» con pasos precipitados, tan gallarda como le permite la prisa, para brincar, en llegando, sobre el riachuelo.

Saltan (la una antes que la otra): la mayor de las hermanas cae con los pies juntos; la otra, que ha tenido que tirar de la una en pleno vuelo, resbala y bracea y va de espaldas al agua —tan adentro la riña de sus padres— de no ser por los brazos del muchacho: éste, alzándola en el aire, la aleja del turbulento curso del riachuelo y le dice, casi al oído […] me sé un senderito para bajar». Y bajan de la mano: ruedan piedrecitas; crujen, muy secas, ramas de matojos; se precipitan, con la pendiente, las miradas — unas espinas le arañan la pierna por encima del calcetín: «Escuece», cuando alcanzan la playa; «Déjame ver… (No es nada)» «Pero escuece» «Ven», y se adentra en la arena; ella no: ella se sienta en un pedrusco y se quita los zapatos —el muchacho va camino a las olas—; se quita los calcetines y mete los pies en la arena… tan blanda (tan calentitos), y mira un rato: las paredes altas y rocosas; los hierbajos que amarillean aquí y allá; los recovecos sombríos, de tan recóndita cala, o los pedazos de nube, en el cielo… El sol se sumerge en el horizonte, el mar rompe suavemente. Hay una barca donde está el muchacho (hace señas con el brazo, «¡Ven, ven!») — se levanta y va, con los zapatos en la mano: la embarcación, muy blanca, parece recién pintada.

El muchacho mira antes a los lados: roca, arena y hierbajos — se le acerca (los tablones de madera) y, muy al oído — puede olerla de nuevo, le susurra unos vocablos de espanto (aspira el rastro del sudor en su cuello, acecha el tierno perfil de su mejilla); ella, que se estremece con la posibilidad nueva que van formando aquellas palabras, observa cómo las aguas del mar sofocan las últimas llamas del día — cierta claridad, como un recuerdo, persiste en el aire: «Me tengo de ir» «¿Ahora?» «Es tarde (mi madre)» «Si no […] es más que un beso» «¿Somos novios?» «No» «Entonces nada» «Ven, vamos a la sombra (aquel olmo)» «¿Qué sombra? ¿No te hace bastante la noche?» «Va» «Calla» «¿Qué?» «Escucha…» «¿Qué pasa?» «¡Shh!» — pasos de un caballo en el camino; lejos, la figura de un jinete cruza el claro de la noche (la luna aprieta sombras contra la fachada del caserón).

Corren a esconderse, apenas entre las cañas, y esperan muy juntos, muy quietos: «No se ve» «No»; entre tanto, la tarde tibia, en la ropa, en la piel, se desvanece y olvida, y ella, como él, es entonces más pequeña: fuera está el cielo sin estrellas, muy abierto; fuera las latitudes; fuera los horizontes; cuando el maizal susurra a su espalda, se cogen de la mano: van llegando, jinete y caballo, en silencio: «¿No es el…?» «Calla (no digas nada)», que están más cerca, cada vez más cerca… Pasos en la grava. Pasos pesados: «Ya viene» — la bestia se aparece cabeceando; el jinete pertenece al espectro pálido de la luz, al mármol subterráneo, al quietismo de losas y mausoleos… Nada ve, nada oye, salvo el bufido del caballo cuando pasan junto al olmo centenario: está, de pronto, detenido, mirando: busca en la espesura (el rostro a contraluz) algo, una forma, dos figuras… «Vamos» «(¡No!)» y salen al claro de luna: «Noches, Señor» «Noches», repite ella, antes de la acometida, antes de rodar por el suelo, antes del muchacho, el pecho por delante, frente al hombre a caballo… No teme al látigo: cuando, de pronto, se halla entre la niña y el Señor de la plantación, sabe que no es el mordisco del látigo el que ha de arrancarle la vida; ha de ser, lo sabe, el plomo que descansa al fondo del cañón del revólver… El clac del martillo, listo para percutir, doblega sus rodillas: busca, entre lágrimas busca y pierde todo ardor, toda ilusión; las velas del barco, la promesa de qué mujer, los otros días ¡tan marinos!, se hunden en la negrura sin forma, ni ser, del cañón… Se oye decir: aunque está diciendo, suplicando, el Señor no escucha: pasa a su lado, habla a la niña: «Ven conmigo (ven a mí) por tu propio pie»; ella, tosiendo polvo, niega con la cabeza (el terror arruga horriblemente su carita niña) y el Señor, desde su caballo, le muestra una flor rara: «la he traído del valle (la he traído para ti)». Ella la mira