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La quimera de Vulcano

Sus amigos nacieron en octubre.

Y regresó al calor artificial

de la calefacción y de las mantas.

Corrió desde su cama hasta el taller

llevando con cuidado

aquel regalo extraño

de latitudes índicas u oníricas.

Su mujer, distraída,

lo miró por encima de los muros

de una antigua novela bizantina.

Después de tantas leguas

le habían revelado aquel secreto.

Procedió, yesca y brasas, en los hornos.

A base de pulmón y fuelle

y fuelle y más paciencia

caldeó sus infiernos y demonios,

en la fragosa danza de la forja

que riega con la sangre de su fragua.

Arduos trabajos de hierro colado

para arropar vidrieras de colores.

Abruptos caballajes nebulosos

para sembrar la duda de las luces.

No encofró bien, o no era de metal

aquel capricho que evaporó el agua.

Subió a la torre, arrollando frascos,

probetas y otros útiles de alquimia;

se abalanzó al estrecho ventanuco

y gritó: «¡Natitud de natitudes!»

Abajo, en la calle,

asomaba el invierno con cautela.