Llibre dels homes

El boch de vall

ploran, se gità en terra dién: «Ho Déus mot aut, perdona a mi peccador per so cor l'ornament d'una fol femma en un dia de tota la mia vida ha sobrada tota la mia certessa; aquel hornament d'aquela fol femna me confondrà davant («tanta calor») l'esguardament de la tua Magestat, per so («¡Por estas!») cor ela s'és enbelesida ab gran estudi per les terrenals causes, e eu («…tu hombre?»), Séyer Déus no mortals, prepaus de plaser («Lejos, en la mar») a tu, mes per ma negligència no u he complit». Más allá de los tipos de aire gótico, ve venir a las tres mozas de cántaro: como cada tarde, lo primero que advierte es el dibujo de sus figuras a contraluz, la silueta alta de mujer y cántaro, la herrada en la cabeza. Cierra el libro, en octavo, y lo deja a un lado, sobre las losas del balcón. Respira solamente. Antes de recoger la vihuela, antes de ensayar nuevos acordes que trae pensados, vuelve a buscarlas a través de la balaustrada: entran, entre voces alegres, a la plaza franca, castellana, donde murmulla la fuente de piedra vieja; entran y van con donosura, con vestires sencillos: camisola, encaje por blonda y saya de amplio vuelo, hasta la taza en que rompe el agua. Cruzan las golondrinas, en bandada, el cielo último del estío. Su canto, puro chillido, se desvanece entre juegos y las mozas, menos divertidas, descansan su carga en el empedrado: la primera, que es la mayor, pone el agua clara, fresca, de la fuente sobre el encarnado de sus mejillas y al pie de un moño alto, prieto; la segunda, que va en cabellos, bebe a morro, moja, por descuido, largos mechones que quisiera del color del oro; la tercera, la más niña, no se ha movido: cuando se ajusta el lazo precioso que pende al cabo de la trenza, el diletante, atento en su vihuela, sorprende su mirada de ojos negros. No dura mucho.

—Y ¿cuándo ha de volver?

—Pronto… Con la primavera.

—Si no lo traga el mar…!

—Ay, calla…

—¡Burra eres!

—Que no le vale con uno, ¡que se tiene de cruzar dos!

—Es porque…

—Porque lo que sea. Tú no le hagas caso a esta.

—¿Que no llevo razón?

—Poca… ¿o tan poco te acuerdas de tu novio el soldado?

—No sé qué hablas.

—¿Tuviste un novio soldado?

—Por correspondencia.

—¡Un poeta, vamos!

—¿Sí? ¿Qué fue dél?

—Marchó a la Italia. O al Argel.

—Y ¿no ha de volver?

—No, lo tiraron de una escalera y dio con la cabeza en el suelo.

—¡PLOM!

—No seas bruta tú tampoco…

—Entonces, tu hombre, ¿se estará a tiempo o no?

—Pues son, con esta, doce semanas…

—Justo a tiempo.

—Sí. No te preocupes por eso.

—Nada, mujer…

—Lo cierto, que es verdá, es que está la niña cada día más bonita…

—Sólo hay que verle la color de la cara…!

—Y ese bruto tuyo por ahí…!

—Y dale…

Los versos que trae recordados siguen a las cuerdas de la vihuela: ha surgido de pronto, su tañido, como su voz, y todo parece que escuche callando. El gato en el tejado. Geranios en macetas. La cruz de granito. Antes, antes de las espinas por la garganta, tan adentro, tan clavadas, ha sido ella, ojos negros, quien ha sorprendido su mirar cautivo…

El eco de tus susurros

suena como el trigo suena

al silencio de los campos

que mece la primavera.

Tres vueltas sobre la tornada de su «segon chant de la fonteta» y el cielo, antes pálido, cárdeno ahora. No es silencio, que es paz, y una claridad soñolienta que se derrama, como derrumbándose, por los rincones en sombra. Murmullo de agua. Un suspiro. Cae la mano, desmayada en el pecho, al vientre: hay una posibilidad, amable entre los posibles tan dulces en otro día, donde mirarse sin rubor, donde encontrarse sin temor a nada o a nadie, donde llamar a la sangre por su nombre, y la sangre, a las cosas, por el suyo. Alienta la noche. Lejos, en el olivar, despierta el chotacabras. Las mujerucas, solas en su pena, se resisten a otro crepúsculo y, dadas al tiempo de la fuente, se aferran, el sol ausente, a los postreros rayos del día. «¿Por qué no nos cuentas una de tus historias?» y la historia, aquella tarde, es la conseja triste de las dos enamoradas; si la ha preferido a las antiguas leyendas, a los sucesos maravillosos en reinos remotos, se debe, sobre todo, a la inmediatez del componente trágico y al duelo, al cabo de la relación, por los amores que no han sido. Más viva, de puro amargo, declama, y su voz emocionada, sola en la plaza, sube a los balcones y, en el diletante, más callado y sombrío, se detiene a recordar. Ladridos de un perro. Cipreses del cementerio. Luces de candil. Las palabras se suceden con viveza. Vagamente traen la mañana confusa, de un día cualquiera, y el perfil impreciso de un pueblito entre campos de trigo, sotos y peñas. Evocan, vagamente, a la mujercita en flor que va, el cántaro en la cadera, por el ejido. Está el campo soleado, las florecillas hermosas, el cielo muy azul. Si piensa en cantar «agora que soy niña / quiero alegría, / que no se sirve Dios / de mi monjía», la disuade el trino suave de la cardelina. Si cuenta, muy ruiseña, abejas en margaritas, se aparece en su camino el chavalito aquel, un poco zote, que anda todo el tiempo por ahí, sin nada que hacer, esto es, cogiendo moras, tirando piedras, cazando lagartijas…

—¿Dónde vas por agua?

—¿Qué te importa a ti?

—Vas allí abajo

—Si tanto sabes, ¿qué preguntas?

—Está más lejos…

—Es más dulce.

—Quiero ir contigo.

—Ni hablar. Yo me voy sola.

—Te acompaño.

—Quita, que no.

Y se va y lo deja allí, mirando, y, mirando cómo se aleja, gallarda, con más luces que letras, flota apenas sobre el caldo turbio que cuece en sus entrañas porque, donde está ella, podría estar él. Podrían ir juntos, de la mano. Podría, si se lo pidiera, subirse a un almendro o, mejor, podría auparla a ella, cogerla fuerte de la cintura y entonces, puede, le daría un beso… Sería en la mejilla. Sería, piensa, tan bonito, y siente, de seguido, cuánto querría que fuese y luego, todavía allí, de pie, se teme lo peor: ¿y si se enfada? ¿Y si no le gusta…? Se suceden, y no siempre en este orden, la bofetada, los vocablos gruesos y el escupitajo al suelo. La canción, viva en su voz, llega después:

Envíarame mi madre

por agua a la fuente fría:

vengo del amor herida,

vengo del amor herida.

Y el chavalito, preso en la tonadilla, se pregunta, no puede no preguntarse, quién será ése que la ha herido… Quién, ése que no es él. Por más que haya torcido el camino, ha de saberlo. Aunque lejos, se la oye cantar y, si se da prisa, puede darle alcance. Puede seguirla. Acecharla por aquella que en su día fuera vereda. Y corre, serpea por entre encinas y olivos; cruza, a través, matojos y matorrales; brinca, sin vía, sobre raíces muy viejas; pasa, y porfía, bajo ramas muy bajas. Allí donde supone sus pisadas, holla el suelo. La hierba está alta. No hay otro rastro que, en el aire, el cristal de su voz. Y parece, por momentos, como en otra parte o en todas a la vez. Parece que ni las ortigas, ni las espinas floridas, han demorado sus pasos o la dicha que trasluce en sus palabras —palabras, de pronto, más lejos—: «et satyros eluserat illa sequentes / et quoscumque deos umbrosaque silva feraxque / rus habet». ¿Quoscumqué? Los tallos verdes de la iniesta, enhiestos y altos, le alcanzan, y arañan sus carrillos: si poco antes tornaban su carrera incierta, ocultando la pendiente, puede decirse que lo han arrojado contra el vacío y las piedras, al fondo. Ha rodado, más que caer, entre las páginas de la historia. Ha penado. Se está quieto. Mientras alzan su queja las muchas magulladuras, mientras despierta a la penumbra silvática el escozor de rodillas y codos, se restituye la soledad sonora de dentro del bosque. Canta el cuco. ¿Y ella? Ella no canta, está hablando: muy entretenida, dice «mañana tan bonita», o algo parecido, y el chavalito, que no se lo piensa, se asoma tras la espesura y la ve, allí abajo, donde no moran, ni han morado nunca, los rayos del sol. Está en cuclillas, sumergidas las manos en el caudal medroso de un arroyuelo; está lavando sus brazos, blancos y descubiertos, y está, aunque lejos, feliz. Poco más allá, murmulla un salto de agua. Otro cántaro, extraño entre juncos, rebosa bajo su chorro y, echada sobre su falda, otra muchacha teje una segunda corona de flores humildes y deleznables. De otro pueblo, se dice el chavalito, y, como no se sabe si traía cosa pensada, se agazapa de inmediato tras unas matas de romero. Y mira, por cerca que zumben los abejorros, cómo la una toca a la otra con las amapolas y las violetas, con las malvas y las nomeolvides, con los narcisos y las primaveras; y contempla, fuertemente embobado, cómo gira a su alrededor y, entre saltos y risas, advierte el blanco desnudo de sus pies: ¡allí están, ahora los ve, los borceguíes de terciopelo…! Pequeños en la orilla, con los cordones desatados. Terriblemente solos, frente a la maleza. Otro nudo cede y la cinta, desmayada y roja, se desvanece entre espigas, puebla el aire de cabellos del color del oro. La voz que brilla es suya, y los ojos claros como el cielo. También la gracia, huyendo, cuando gotas de cristal rompen en su blonda: «¡Mira qué has hecho!», y más gotas saltan de entre las ondas a su encuentro… Apenas salpican su falda, corren, las dos, en pos de un abrazo, furtivo en la brega, confuso en el juego. Ahora te cojo. Ahora me dejo. Y siguen, bajo los sauces, con cosquillas, y los pellizcos, muy tiernos, llevan a las muchachas a rodear troncos vestidos de yedra, más adentro, donde la verdura, paisaje umbrífero, crece inculta. Tampoco la maraña, nota el chavalito, impide su alegría o el vuelo de los púrpuras, y aun los azules, de las prendas que visten, ni estorba la fronda la dulce carrera, ni la zarza parece capaz de prender un cabello o de tomar, siquiera, un velo de tantos, hasta que, de cuatro que pasan, atrapa una manga y la retira: la muñeca más preciosa pende en el aire, presa de espinas, y vacila o se aflige, límpida sobre la greña musgosa, sobre el vello rocoso, sobre el perfil incipiente de un muslo, porque hay rodilla y hay, por debajo, tobillo y pezuña, y, si busca, da con su par al otro lado, velludo también, entre hojas de helecho; el chavalito, que no alcanza a concebirlo, recorre, erección arriba, el brote fungoso que trepa a lo alto del hombro, por barriga y por pecho, por monte y por llano, y que, en sarpullido de líquenes, deturpa el sueño de brazos otrora fornidos… Un caracol lame la carne de un carrillo que, sin bufar, bufa, y bufa para no dejar de bufar la flauta que olvida su timbre, cuando no su nombre, suspenso en el eco que fue ayer y hoy florece; el chavalito, que no, encuentra las barbas de chivo y los cuernos de cabrón y sorprende, quietos en la piedra, los ojos que verdean, los ojos que podrían verle, también en su escondite: si se para a pensarlo, aquellas pupilas nunca muertas podrían llegar a descubrirle y entonces, no quiere pensarlo, vendría. Presiente, sin quererlo, que puede brincar en cualquier momento y, con una cabriola, retomar la danza primitiva que lo lleva y que lo ha traído tras su amor aquella mañana, una ninfa esquiva, áurea y nívea, huida al interior del templo. El templo, ruina lejos de sus días, mármoles con lodos, jaramago y sepultura, se figura apenas en la selva, en la distracción del juicio, como una ensoñación que es ahora y es nunca: se adivina, entre sus columnas, un viento más fresco y el fruto de los hombres, geometría, astronomía y aritmética, mengua con lluvias y soles, y han sido, se teme, muchos, tantos que forman edad, la edad del ídolo, antiguo cuando antiguo, aunque menos que el bosque en torno, que vivía antes, antes que los pueblos y sus gentes, antes que sus padres o los nombres, y se sabe, de pronto, fuera, lejos de su casa o muy dentro de aquel paraje terrible y viejo, solo en tierra de nadie, nadie ante aquello, cuando aquello, que es todas partes, está horriblemente a la intemperie. El escalofrío que sobreviene desciende con el quieto vaivén del ramaje, recorre, mudo, espalda y nuca y, metido en el tuétano de los huesos, impele fuera de sí al chavalito: puesta la mano en la rama, quimérica en tanto que monstruosa erección, la hermosa forastera deshace distancias y, labios con labios, se besan… No dura mucho pero, si bien mira honesto, desde su escondite, no ha visto otra cosa que el rojo de rosas encendidas, mientras, por de dentro, trepaba la garganta la repulsa revuelta en pánico. Bilis repugnante o silencio insoportable, el chavalito se ha descubierto y, ciego de celos, señala con el dedo:

—¡Brujas!

—Eh?

—Brujas…!

—¿Qué estás haciendo tú ahí…?

—Si yo lo digo, ¡sois brujas!

—Pero ¿qué dices?

—¡Os he visto!

—¿Qué has visto?

—Yo…

—¿Tú qué? ¿Qué has visto?

—Y ¿quién te iba a hacer caso, mocoso!

—Y ¿qué pasa si lo somos…?

—Eso. ¿Y si lo somos?

—¿Qué? No…

—¿Qué pasaría?

—No, yo…

«Yo» y una nube que pasa. Tumulto del follaje, ulular sombrío. Soga cruda y el chasquido tierno de los cuellos rotos, como rotos los juegos y los amores. No hay más. Al cabo, un susurro antes bramido y las muchachas, enfrente, casi abrazadas, y su gesto, aunque reflejo, es un no tibio por temeroso: vendrán primero las súplicas en brazos de sus padres, seguirán las lágrimas y después, no hay otro modo, dadas a otros hombres. Mutiladas. Dónde surge luego, naturalmente. Pero no es suficiente el horizonte y palidecen y, junto al resto del cuadro, tienden al olvido, se funden en tristezas que se confunden con la pena de quien recuerda, y la historia, en este punto, acaba.

—Y ¿qué pasó al final?

—Eso, ¿qué pasó?

La muchacha alzó la vista y buscó, ya no estaba, al diletante en su balcón.