Llibre dels homes

La sagristia sota la volta grassa

L

a noche se derrumba en la calle a las tres de la tarde. Negros nubarrones arruinan el cielo a su paso: llegan cargados de ira y con ánimo sedicioso. El tañido de la campana se levanta contra el trueno gravísimo que brota de las entrañas del abismo, en lo alto. Es en vano. La tormenta rompe en lluvia y viento. Es entonces que la figura ominosa del clérigo se aparece en la puerta de la iglesia. Emerge de una tiniebla para sumergirse en otra más profunda: la que bulle en el interior del monumento. Trae gotas de agua en el manteo y un silencio horrible en el gesto. Cruza la nave en el vuelo severo de su capa, se persigna ante la cruz y no alza la vista: el bisbiseo de las beatas no le distrae un segundo de su propia jaculatoria: «Sum uermis et non homo». Hoy hay pocas mujeres en el templo, por desgracia. Y están todas de rodillas, en sus bancos. Tienen el rostro vuelto al suelo, aunque busquen a escondidas el cuerpo desnudo del cristo. Hay no poca adoración en sus miradas. El clérigo murmura «jo só un no-rès, mes mon no-rès es vostre» antes de guiar sus pasos hasta el cajón del confesionario. Una devota solicita su atención. Él declama los latines y ella le habla de sus cuitas maritales. Fuera, braman los truenos. El mundo amenaza con desmoronarse a trozos y la mujer, según habla, es una pobre infeliz y su marido, un bruto que sólo conoce el trato que se da al ganado. Es, según calla, incapaz. El clérigo refiere algunas cosas de memoria. Repite fórmulas que versan sobre la paciencia que se debe al esposo, y más en su caso, pues el que no sabe tiene ocasión de aprender. La mujer se lamenta y el clérigo musita, más apenado, «voldría ser quelcòm per oferirvos, però vos me volèu petit e inútil» y sale a su encuentro. Es una mujer cualquiera, muy usada por los años, que tiene vista de otras veces. No es, desde luego, una Brunhilde o una Aurelie. No es su Clarimonde soñada, pero toda hembra sirve a sus propósitos, pues la obra está en él. La toma de la muñeca, una pequeña y fría, y se la lleva a la sacristía, donde no ha de confundirles el escándalo del cielo. La mujer hace por protestar cuando el ruïdo de la tormenta se duerme un momento en los muros del edificio, pero es en vano. Llueve con fuerza. Languidecen los velorrios en la negritud de la capilla, al fondo. El clérigo cierra la puerta tras él y la sienta en un camastro humilde. La bóveda es baja y es pobre. La luz, al través del polvo en los vidrios, mortecina: «fèu de mi lo que us placia» dice a otro, que no a ella, y se deshace de sus vestiduras. Descubre primero su torso de hombre atormentado. Hay llagas por cerrar sobre el pecho y feos costurones que van del hombro a la espalda. Lleva, además, una faja de hierrecillos alrededor de la cintura: su carne mortal está fuertemente lacerada. Después vuelve la cara al techo de la habitación y, mirando más allá, exclama: «veyéume aquí, despullat de tot bé, malalt y pobre». La mujer se está muy quieta de pronto. Lo deja hacer. El clérigo se baja entonces los calzones, se coge el pene con la mano y muerde algunas palabras por no decirlas en alto: «cuch de la terra vil, per una estona he vingut en la cendra a arrossegarme». Y luego le habla, al fin: mediante parábola de raigambre escolástica, le da a entender que tiene la obligación de devolver al demonio que ha atrapado en su puño al infierno, grosso modo, de su vágina, de donde no debería de haber salido nunca. Acto seguido, la echa en el lecho y, con mucho tiento, la desviste: «veníu a mi», va diciendo entre tanto, «congoxes del martyri» y desnuda sus pechos de madre abundante. No los toca, ni los besa. Nada lo detiene en su liturgia: sigue desabrochando los botones del vestido, todos y cada uno de los botones del vestido, hasta que advierte la bajeza de la ropa que hay debajo y la aparta con cuidado. Después respira hondo. No necesita quitarle más: el suyo es un cuerpo gastado y sencillo, de carne lívida y sombra pesarosa. Bien mirado, hiede a vida: todas las criaturas, de alguna forma, anticipan su propia podredumbre. El clérigo aparta los ojos del coño y ruega con ardor: «morfonèume, atuíume, anihilàume». Luego se abre paso entre sus piernas y la hiere con pasión. Sucede en un momento, entre la angustia y el frío: el falo penetra la vulva y se hunde muy adentro, como si ansiara hendir las raicillas del grito, pero no puede ya nada, en verdá. Aun así, insiste, insiste e insiste. La mujer busca gotas de lluvia en la ventana de la sacrístia. Busca algo, si no agua, que pueda lavar aquello que le está pasando, pero no sabe, no puede imaginar, qué cosa podrá limpiar nunca una mancha como aquella. No halla una respuesta en las cicatrices del cura. No espera que haya días suficientes por delante. No soporta que le siga encima, ni quiere comprenderle tampoco cuando vuelve a referir palabras a la nada más absoluta: «muyra aquest còs insoportable, muyra!». Ya acaba, a lo que parece. Rinde su voluntad a la compulsión que lo consume, se queda tieso un instante y después cae rendido sobre su figura de mujer maltrecha. El clérigo brega con algo más que el aire de la estancia. Hay lágrimas en su mejilla, y no son sin razón, pero la mujer no se inclina a perdón por más que sucumba a la anagnórisis finalmente: «cançat estich de tan fexuga càrrega… Devórel lo fossar, torne a la cendra d'hont ha sortit!». Después, menos solo, regresa sobre sus pasos y confiesa «sum uermis et non homo» con gran temor del ánimo.