Llibre dels homes

La vinya ombrívola

A

la hora en que la calor se impone a todas las cosas, sean horribles, sean hermosas, da el labriego con una porción de sombra y fresca bajo una parra salvaje, entre matas de hinojo, para matar el rato y dormir otro poco. Cierta algarabía del aire en las ramas, o las espigas de trigo verde dando cabezadas, arrastran consigo la fatiga; le distraen sombras, de hojas, por encima de los calzones y mira, de tanto en cuanto, más allá, al cielo brillante, en lontananza, poblado de nubes mansas… La mansedumbre, precisamente, vence su gravedad y decoro, rinde su diestra (por fin libre). Piensa las mujeres yacentes del maestro italiano, la mano siempre pudorosa, las mejillas encarnadas. Piensa la festividad de las mujeres floridas. Piensa sus piernas, frutos todos del Criador, sueltas por prados… ¡Oh, sus piernas, sin saya ni calza, brincando, entre risas, hacia fuentes…! Se quiere mito y es, de pronto, un mito: las muchas ninfas que van tras él tiran de sus cuernos, cuando tiran de sus cuernos, y lo hunden en las profundidades de la foresta… Piensa, luego, en aquellotra que se pone de pechos en la ventana que va y le dice que suba un momento, que está en un aprieto, que los senos, duros, prietos, le rebosan, que los tiene de leche llenos, que su marido no está, que es un mercader barrigudo, oriundo de un valle tramontano, y que ha partido lejos, de viaje, a unas islas remotas, donde el Oriente… Y él va y se aparece en la puerta de su dormitorio, donde cantaba el canario un madrigal, y se arrima a unos pechos, redondos y grandes, que ella le ofrece, desnuda, sobre las sábanas, para beber largamente, largas horas, el jugo, dulce, bueno, que diera sustento a Cimón para seguir con la cuenta de los eslabones de su cadena… «Siempre me salían nones», solía decir, con la boca ya negra, sin dientes. Es entonces que el labriego, astado y obtuso, sueña muy bajito la vigésima de las horacianes, sin apenas memoria de las trescientas de Mena, sin tetrástrofos, ni monorrimos, muy bajito…