Llibre dels homes

Rera la tàpia

L

os sipiajos, cada vez más pequeños, se perdían en la salvajura de cañas, zarzas y cantos rodados, al fondo. Rara vez rompían en ondas el caudal miserable de la riera y, más tarde que pronto, la altura volvía a ser la misma de siempre, y aburría, como aburría el vértigo primero de echarse sobre el pretil. Seguían, pues, su camino más allá del puente y seguían, los tres, de vuelta por las calles del casco antiguo, por entre la podredumbre de años, hacia el desierto de esquinas que tenebraba más adentro. La pobreza, piso sobre piso, florecía de muy diverso modo: el musgo en los rincones, los barrotes en las ventanas, la cañarroya en las paredes… O los pedazos, por ejemplo, de botella, que se hallaban así en el empedrado como en lo alto de las tapias, pero ellos, los tres, se asomaban de todos modos, por buscar tierra, y no veían otra cosa que aquellos bancales de escarcha, o solares de penumbra, llenos de barro. De hecho, allí donde mirasen no había más que vestigios de un mundo anterior al suyo, que no les pertenecía, y que siempre había estado ahí, siempre el mismo. No era posible reconocerse en lugares tan viejos: casas y puertas y balcones eran extraños, y todo, alrededor, lo era; allí, sólo ellos dejaban de serlo, y sucedía, así: de pronto, que los extraños, allí, eran ellos… Ellos, que vagaban despiertos donde la ruina dormía, muy quieta, en la entraña de las cosas. Ellos, como pulsos diminutos que arrastran los días, estaban solos, sin nadie. Era como si los vecinos del barrio se hubieran sentado a esperar la muerte y la muerte no hubiese llegado nunca y todo, y todos, se hubiesen muerto de asco y siguieran muertos y asqueados y esperaran, y qué otra cosa, todavía. Ellos no. Ellos reían y corrían y bregaban contra el frío, pero ni los pasos en los adoquines, ni las voces en las fachadas… El frío. Fuera al tropezar el cielo despoblado, fuera al respirar la sombra de los muros, huían dél con repulsa, con la vida, y se subían a los bancos, a llenarlos de barro, o se bebían el cloro todo de las fuentes. Se colaban, también, en terrazas y muladares, y hostigaban gatos, y rompían tiestos resecos… Cualquier cosa antes que volver a las tres de la tarde del maestro de escuela, cuando su voz de ceniza vuelva a declamar ya sin tristeza «aquellos ojos míos de mil novecientos diez / no vieron enterrar a los muertos» y la luz, polvo desmemoriado, caduque en los cristales. Fuera, el patio callará su pena, de combas y pelotas, y un hálito imposible, por vacuo y por helado, caerá apenas sobre el suelo duro. El invierno, de tan cansado, soñará una mañana de primavera —el trino alegre, los muslos jóvenes, la brisa más tierna— y los críos entre las paredes de clase, otra vez. Cuatro, para ser exactos, y las letras somnolientas en la pizarra. «Allí mis pequeños ojos» y el tedio como el sopor de las piedras, fuera. «No preguntarme nada» precisamente. Los escalones, por suerte, todavía subían hasta «escanyacans» y «escanyacans», largo y angosto, seguía a más de dos horas del colegio. Eran muchos los minutos como para que fuese tanta la demora: la muerte aguardaba al cabo del callejón.

Su primo se estaba de pie frente al umbral, a un paso del arco de piedra de las casas antiguas, con la churra al aire, en la mano: como era el más valiente de todos, que tenía ya quince años, había dejado dicho que se iba a mear en la puerta misma de casa la viuda, pero las prisas, que no eran menos, no le dejaban. Miró atrás, por encima del hombro, a los chavales, y no vio abrirse la puerta, ni oyó chirriar los goznes (porque no chirriaron), ni advirtió tampoco la mano aquella, venida de la oscuridad de dentro: eran unos dedos largos, unas uñas de espanto, que lo agarraron de los pelos y lo arrastraron al interior del caserón, tras la puerta cerrada. Los chavales, claro, salieron corriendo.

Eso dijo. Otros días pasaron por allí y tiraron piedras a la casa, pero su primo nunca acertó a darle a la ventana más alta, que era de cristales, y acababa siempre cabreado, echando a los chavales, quedándose solo, y tarde, una tarde, con un trozo de tiza robado, puso «PUTA» en la pared. Nada se leía entonces — alguien, supuso, lo había borrado.

Pasó, ya lo sabía, que se fue a por moras al «roure gros», en bicicleta, y, claro, con la calor, pensó, mejor, en un trago de agua fresca, y se bajó corriendo para la fuente… Sucedió, por el camino, que oyó unas risas en el monte —las risas aquellas, le dijo la otra vez, eran de mujer, y no «como de espíritus de muertos»—; tanto daba: en ambos casos, subió a ver. Cuando llegó, casi era de noche y las voces, en lugar de perderse, eran más vivas y más alegres: algo se celebraba, y justo acababa de empezar… Unas mujeres, y no horribles espectros sin carne, se estaban quitando la ropa allí en medio, en el calvero donde la tierra no se ha tragado aún las ruinas milenarias, y festejaban, tan ufanas, el conciliábulo, feliz encuentro, de sus hermanas y ensayaban unos pocos pasos, los primeros, en torno a las llamas incipientes de la hoguera. Había, al menos, veinte. Y eran de toda clase y condición: viejas y jóvenes, y aun niñas. También había madres. Explicó, con premura, que vio tetas gordas, tetas como ubres de vaca, y tetillas tiernas, muy niñas, mecidas en el dulce vaivén de la danza; lo que no dijo en aquella ocasión fue que allí también se bambolearon colgajos arrugados y pellejos rechupados; que, de los vientres acompasados, los más estaban hinchados, como abotargados, y que eran peludos por la parte de debajo; que el grueso de las canillas, bien cayendo, bien en vuelo, se le antojaron huesudas; que las bocas, aunque risueñas, pozos negros, ya sin dientes… Y contó, entusiasmado, cómo se untaron las partes pudendas con un potingue que traían en unos tarros, y cómo se lo ponían, unas a otras, en el culo, por el culo, y en los muslos también, por la cara de dentro, y que el ungüento, de brillos oleosos sobre la piel, debía estar muy fresquito porque no paraban de reírse… En fin, parecían divertidas, como si no importaran los años, y brincaban alto, cada vez más alto, y todas aquellas mujeres desnudas, no podía ser de otro modo, acabaron por encenderle terriblemente el ánimo (el fuego, los gozos, la edad); sabía muy bien cómo seguía: «tuve que meneármela», igual que la otra vez, y el gesto aquel, arriba y abajo, con el puño cerrado, claro que entonces estaban en el lugar de los hechos, los dos, y hacía mucho calor y no había allí más que bichos y un manchurrón negro en el suelo. En uno y otro caso, mirándolo hablar, no dejaba de ver al niño del pecho pequeño que no pudo contener, por más tiempo, un nombre de niña dentro porque le había crecido y crecido, y ya no le cabía más, y, tanto debía quemarle, que dio al secreto, sin él quererlo, letras de frío para que escapara de entre sus costillas y subiera al cielo, lentamente… Poco después, se deshizo en el aire (sobre sus cabezas). No obstante, aquel eco pervivía en su memoria, apagándose siempre, y le pellizcaba el ánimo cada vez que volvía a temblar, como en la ocasión que se calla, la ocasión que no cuenta a sus amigos, y que le llevó tras la tapia, a buscar. No fue por los desnudos de mujer que el otro evocara, sino por un presentimiento, que se escapó de las tardes de penumbra sofocante, encerrado en una habitación; no fue la curiosidad, sino el miedo: una sombra terrible, puesta frente a él, que era tan poca cosa en el mundo, le acució fuera, al encuentro del sol y del azul sin descanso del cielo. Y vagó, sin salida. Y se acordó, yendo a ninguna parte, del sitio secreto de las niñas, del escondite de sus primas y de las amigas de sus primas, al que no podía ir porque no le dejaban, porque era un niñato… Estaba un poco lejos, como apartado de las casas, y era un claro pobre, vertedero de latas y hierba seca, que se abría apenas espacio entre un paredón y las higueras cerradas, donde nada podía la luz del día. Hacía calor y las niñas, cuando llegó, cuando quiso ocultarse, jugaban de espaldas a los campos oreados, tan felices…

También recuerda la noche, después. El pescozón en la cabeza, menos doloroso que la riña de su madre, que la penitencia de un plato de sopa fría o que los pucheros en la soledad del pasillo. O la cama, con los ojos muy abiertos — el cuarto no estaba del todo a oscuras: una rendija de luz bajo la puerta y, en la ventana, una luna incomprensible que negaba los tejados por el cielo.