Llibre dels homes

Sots feréstecs

H

e sabido que te han crecido las tetas, que ya no queda nada de aquellos frutos tiernos, delicados, que tomara en tu pecho, que apenas recuerdas. He sabido que vives sola. Que ningún hombre, en todo este tiempo, ha querido ver la huella de mis manos en tu espalda. Que ninguno ha reconocido ni mi rastro ni mi olor (tampoco yo te encuentro entre los dedos, cuando busco, como antes). He de hablarte. Te escribo porque he de hablarte, porque te he buscado en los brazos de otras mujeres, porque temo a la noche, a los rayos, a la oscuridad… Te escribo, si es que los años nos hacen más pequeños, más pobres y fútiles, porque todavía hay tiempo: antes de la tormenta —lejos, con los truenos—, hay tiempo para el verano donde tu cuerpo empieza, para las bicicletas y las mentiras que contábamos. Si recuerdas, decíamos a nuestros padres que subíamos a la balsa a darnos un baño, pero nosotros, los dos, íbamos río abajo, a pasar la mañana donde el bosque de húmedas tinieblas. Donde no seríamos vistos. Era entonces, cuando nos quitábamos la ropa, que te reías mucho, que te reías de mí y de mis piernas, que me llamabas «larguirucho feo» y te reías, y reías porque te lo quitabas todo y no llevabas nada… porque tú no traías bañador y sabías, por el mío, de la erección y el brío, aunque dudase, aunque vacilara entre los guijarros, a tus pies, y la herida bajo tu vientre… Yo no sé si viniste tú o fui yo. Oigo tu voz que dice «¿A qué sabe? ¿A qué huele?» y me oigo decir «ten, toma» y te veo abrir mucho los ojos para verlo llegar a la palma de tus manos, vueltas al cielo: «Ya viene» «¿Ya? (¿Es posible?)» «Sí: pon la boca» y lo recibiste de pronto, sobre la lengua, en gotas calientes y espesas… Dijiste que amargas. «No volveré a tragármelo» (con cara de asco) y yo, sin mí apenas, pude decir «Quiero saber a qué te sabe el coño» y tú, ya sin risas, respondiste «Dímelo tú» antes de echarte en el suelo y dejar que pusiera mi boca entre tus piernas… He vuelto: una vez tras otra he vuelto sobre tu piel (con dedos sucios de tinta) a tentar de nuevo el escalofrío que subía por tu clavícula desde regiones vedadas a la luz —donde pusimos las lenguas, nuestros labios—. He vuelto a la carne dulce, mojada, al trato crudo: al primero, al deleite de los juegos minuciosos en que languidecía mientras tu mano, ahora callada, no dejaba de charlar, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo… Para-para. Espera, que me corro… pero no, nunca esperabas y yo, lo sabes, siempre quise más que dedos fríos y manos calientes. Quería… yo quería… Tus ojos, sólo tus ojos, parecían distraídos (ausentes, ya en otro tiempo). Y veo, miro tu pie… No: está antes tu vestido, una de aquellas telas blancas, ligeras, con que orillabas el principio o fin de tus muslos, y luego tu pie, en su sandalia, se hunde en la hierba alta y seca. Corres. Vas sobre el silencio de cigarras, con los golpes de viento, suaves en el ramaje. Te llegas, como cada tarde, hasta el muro. Te vuelves, me miras. Eres la luz del sol poniente (es, en tus mejillas, la luz y su agonía). ¿Gritas mi nombre? «Voy, ya voy». No había nadie allí (nadie más): aquel pueblo había sido abandonado, piedra sobre piedra, después del segundo brote de viruela. Nos tenían dicho que no pisáramos su suelo, que las casas, enfermas, se venían abajo… Y es cierto. Recuerdo las paredes picadas. Cicatrices. Y el campanario sin voz. Tú nos hablabas, decías «Yo me iré muy lejos» «¿A hacer qué?» «No sé… ¿Tú qué harías?» «Buscarte». No. No fue así. No pudo ser así: no pude decirlo. Yo, yo no sé qué pude decir… pero no, no te he buscado (no es posible buscarte). No tendría, ahora, sentido el vernos: aunque te escriba, aunque vuelva a ti, no podríamos volver (ni al verano, ni a nosotros) porque, ni tú ni yo, somos ya entonces… Ahora que el cielo se rompe, ahora, que, de algún modo, te extraño, me esfuerzo en verte en bragas sobre la cama, tu cama, abierta la ventana a la noche, con estos papeles en las manos… ¡Con estos papeles! Vendrá la tormenta. Lloverá fuera