Noches en Poderna

La desdicha de la Remei o La determinación de los miserables II

para nada. Dan las diez en el reloj de pared. Hoy era el día. Hoy tenía que ser el día. L'Enric vuelve la vista a los versos de la égloga primera. Afuera, las paredes son las mismas. Todo sigue igual. Ella no llega. Ella, que está por llegar, no le deja pasar del endecasílabo que dice: «Que no ay ſin ti el biuir para que ſea», que es un poco la verdá: «el biuir para que ſea». L'Enric resuelve que ya está bien de esperar. Cierra el libro. Si la Germana no está en casa a aquellas horas, es que está en el mercado. Va a ir por ella. Todavía hay tiempo. Tiene que encontrarla. Sale en su busca y baja las calles del barrio a toda prisa, entre enardecido y esperitado. Está resuelto. No quiere pensar un momento en qué se dirán cuando se vean. Hoy es el día. Tiene que serlo. L'Enric se precipita en el casco antiguo de la vieja Poderna. El mercado está en la plaza y sus alrededores. Poco le importa si la Germana sirve en casa. Será suya. Suya. Y no será un día más la fregona de los Clotet.

—Bon dia. Bon dia.

Pero las mujerucas, lejos de contestarle, reniegan por lo bajo y tuercen después por una callejuela. Las pierde de vista. L'Enric sigue su camino. En aquel momento, se tiene por un hombre llevado de una causa mayor. Pasa junto a la puerta de la muralla. Se cruza luego con un viejo que viene de la plaza, lo saluda, «hola, bon dia», y el viejo hace que no con la cabeza: «¡el jovent!». Alcanza los primeros puestos de venta: salazones, olivas en su caldo y conservas en aceite. De primeras, l'Enric no encuentra la imagen de su amada entre las gentes, aunque tiene que estar allí, en alguna parte. Continúa adelante, hasta el centro de la plaza, y ve en su tenderete a una conocida de la Germana:

—Ep, tu!

Vista de cerca, l'Enric comprende muy bien a qué responde la desdicha de la tendera. Es una pobre criatura que se pasa el día intentando vender un género de fruta que nadie compra en una tienda miserable del mercado municipal de la vieja Poderna. De la vieja y huraña Poderna. Si mal no recuerda, responde al nombre de Remedios:

—Tu: ets la Remei?

—Sí. Voldràs res?

Pero la sonrisa, aquella expresión sincera y franca, no puede esconder la sombra de fatiga que, a sus veintipocos años, se cierne sobre su figura, menuda y triste. L'Enric repara antes en las ojeras que en el escote. Luego observa la piel tostada del rostro, las horas de sol en las mejillas, y le busca las manos brutas de tanto laborar. Vale que no caben manos blancas y delicadas en una pastora, pero las manos de la tendera son toscas y están ya arruinadas… L'Enric arruga el morro.

—No pas. Tu coneixes la Germana?

—Sí, pe

—L'has vista?

Vista de cerca, con más detenimiento, l'Enric no se explica cómo soporta nadie tanta desdicha. Hace por entender que vivir en la miseria, o sus inmediaciones, debe de ser duro, pero no puede no pensar todo el rato que la tendera debería revolverse ante su desgracia. Es más, está convencido de que debería bregar mientras esté en su mano. Tiene que cambiar su situación… aunque no imagina cómo. Supone, por un momento, que le echa muchas horas al puesto de frutas y que no saca gran cosa de allí. Bien mirado, no es posible sacarle más. L'Enric estima que la tendera paga a duras penas un cuartucho en los bajos de un edificio. Probablemente, una habitación sin ventana en un portal de las Cent Cases: una salita para una silla, una cama y poco más. Vive sola. Nadie la espera en casa cuando vuelve del trabajo. Dadas las circunstancias, l'Enric concluye que la tendera es una mujer derrotada, sin ánimo para luchar. Está condenada a miseria perpetua.

—No.

—No?

—No.

Entonces l'Enric vuelve a ocupar su pensamiento en la Germana, que sigue sin estar, y se cuestiona con severidad si su amada hace algo por cambiar su status de fregona. Y no parece, según recuerda. No. La fregona no discute su condición de ordinario y la Germana, de pronto, le parece también una criatura abatida y domeñada por entero. Al igual que la tendera, no hace sino subsistir y l'Enric se remueve, lo dice en sus ojos, porque no concibe que nadie pueda contentarse con tan poca cosa… Parecen, las dos, sometidas a la determinación de los miserables: resistir como cucarachas en tierra. L'Enric se espanta gravemente. L'Enric siente que su Germana, que no aparece, que no está, puede que no sea ya más [sic] y entonces, qué horror, «el biuir para que ſea».

—I el pijama, nostramo?

Lo pregunta un pollo con pintas, medio noctámbulo, medio idiota, que tiene las manos metidas en los bolsillos. Mirándole la cara, l'Enric diría que se calla una maldad. Está masticando algo, un trozo de fruta.