Noches en Poderna

Muerte primera del Guiraut

Mariposas del olvido… Los pedazos de papel lanzados al aire se le antojan mariposas del olvido. La metáfora no es suya, desde luego. La habrá leído por ahí, a saber dónde, pero la pena, ¡ay, ésa!, pesa sólo en sus hombros de hombre por hacer. Piensa que el Macías, al fin y al cabo, también era muy joven cuando enfermó de amor, sólo que él, el Guiraut de la Escombrera, guarda todo el pelo en la cabeza. Se mira a la Bertrana con tristeza grande del alma. La herida, con todo, es dulce si no dulcísima. Tampoco son suyos los versos que le vienen a la cabeza en ocasión de su pesar:

O llama de amor viua!

Que tiernamente hieres

De mi alma en el mas profundo centro…

Luego sigue aquello del «cauterio ſuaue» y de la «regalada llaga» y el Guiraut se admira del acierto del componedor. ¡Qué precisión, la suya! ¡Qué finura! ¡Menudo el su ingenio! Quién quiera que fuera, también estuvo enamorado como él. Observa, aunque un instante, su voluntad desvanecerse en alegóricas alas de mariposa y se derrumba no poco. La Bertrana no le quiere. De quererle, no habría roto su carta en mil pedazos. La habría apretado contra el pecho y habría suspirado su nombre entre una y cien veces: «¡Oh, Guiraut, mi Guiraut de la Escombrera!», pero, en su lugar, ha quedado sola en mitad de la puente vieja, sola y quieta, pero, un momento… la Bertrana se ha echado a llorar y ¿qué pena ha de causarle un papel roto? El Guiraut se agita en su escondite. La esperanza se abre paso entre lágrimas de desdicha y el joven aprende que, en todo, hay siempre una grieta por donde se cuela la luz. Valga la luz como metáfora de las ganas del Guiraut de que todavía sea posible lo suyo con ella. Sale a su encuentro. Antes de pensar siquiera si debía o no descubrir su ardid, grita su nombre, «¡Bertrana, oh, la meua Bertrana!», y echa a correr. Ella se vuelve, terriblemente afligida y bella. La sorpresa no desluce en nada la sonrisa, que es inmediata y es espontánea, y el Guiraut, en verse viéndola, teme suspenderse demasiado en el aire y perder, de algún modo, el trato del firme bajo los pies. La caída, desde allí arriba, sería definitiva. Habla el alma:

—Bertrana!

—¡Guiraut?

—Bertrana, amor meu!

—Sí?

—Sí, sí, sí!

—Sí?

—Sí?

—Sí…

Y se han besado la boca. Los besos, los primeros que han sido, no les han llevado al rincón donde no alcanzan las miradas. La dicha ha sido mucha al principio y se han querido bajo el firmamento según provee natura: inocencia y ternura a partes iguales. Luego, los besos se han ido amontonando sobre unos abrazos que eran muy sentidos y esa apretura de las carnes, después de tanto besarse, ha ido apartándolos hasta el hueco de la escalera que lleva de la puente vieja al molino. Apenas si dicen algo. Se tocan. Se descubren bajo la ropa. Se quieren. El Guiraut, sin embargo, tiene estudiado en clase que el osculum sigue al tactum y que el factum sobreviene en último lugar. Es natural, de hecho, si uno lo piensa. La Bertrana se deja hacer. El Guiraut también está abrumado por todo lo nuevo. Se echa en brazos de la dulzura y besa el cuello y los pechos desnudos de la Bertrana. Todo es más hermoso, de pronto. Se ha sacado el pene, no sabe cuándo, y está penetrando a la dulce Bertrana mientras se miran a los ojos. Tiene pensado echarse atrás antes de tiempo y la decisión es firme, desde luego, cuando sobreviene la eyaculación.

—Ya?

—Ja.

Y es tanta la esperma que arroja y tan agradable el trato de la carne que empuja un poquito más adentro y se deja llevar de la caída amable que sigue a continuación. Aún dice algunas ternuras antes de vaciarse del todo. Después, cuando vuelve un poco en sí, cuando atiende a los acidentes que ha dejado a su paso, mira con horror a la dulce Bertrana, todavía encendida, todavía encarnada, y trata de verbalizar las razones de su horror: preñada, tu padre, mi amor, tu deshonra… aunque sólo alcanza a decir «prò què'm fet?» antes de salir corriendo. Se sube los calzones al subir las escaleras. Otra vez ha roto lo que era bonito. Otra vez sucio. Otra vez lo ha manchado todo con sus grapas de escombrera. Otra vez se ha sacado el pene de los puñeteros pantalones… y el Guiraut se los está abrochando, los pantalones, cuando cruza la calle sin mirar y, por no mirar, no ve el carro cargado de adoquines que le pasa por encima y lo deja en el suelo, todo chafadito y roto.