Noches en Poderna

Vida del salvaje Roc II-III

Escondido entre unas matas de romero, el Roc acecha el sueño del Ros, que sestea lo mismo a media mañana que a media tarde porque es un ganso a cualquier hora del día. Poco más allá, que es a un lado del camino, el Ros ha dejado el carro cargado de adoquines. El percherón se está quieto en la solana, amarrado a un tronco. Llevaba un rato cabeceando pesadamente, pero ahora duerme en paz y el Ros, a lo que parece, también, aunque a la sombra de los pinos. Si no sueña todavía, está cerca de cruzar el umbral que lleva un poco más allá del mundo. El Roc lo sabe. El Roc sabe que debe actuar ahora, que es ahora o nunca, pero sabe, también, que robarle el caballo a quien sea te echa una cadena al cuello y, sin libertad, no hay Caterina que valga. El Roc, en suma, debe escoger entre la condena de los hombres o la condena de seguir sin ella. Cuenta los pasos que hay entre el bruto y él. Diez o doce zancadas, no más, para luego desatar las riendas de la montura y echarse al monte, a la carrera. No parece difícil. A fin de cuentas, ya está condenado a vivir en su ausencia. Condena por condena, el Roc sólo gana con el favor de su amada. No cabe otra. Tiene que jugársela. Los hombres no le proponen sino trabajar, así que se pone en pie, coge aire fuera de su escondite y se vuelve a agachar, no sea que lo vea alguien. El Roc ha tardado tres años y medio en decidirse: que si zaíno, que si tordo, que si bayo… En cualquiera de los casos, los caballos le han parecido todos, siempre, unas bestias formidables y grandes con la intención de pasarle por encima. Miran raro, desde allí arriba, y pisan con fuerza. No en vano calzan herrajes de hierro y, cuando cae la noche, bufan con espanto. El Roc está seguro de que guardan la furia del demonio dentro del pecho. Recela incluso del percherón al sol. Parece cachazudo y manso, así, tan quieto como está, pero es C O L O S A L y él, en comparación, no es más que un chaval, y pequeño. Es cierto que el Roc ha dado un estirón desde el día que le prometió a la Caterina que la sacaría del barrio y es cierto, también, que no ha dejado de trabajar para librarse del trabajo desde entonces, pero no es menos cierto que, en la empresa, le va el tipo. Y no tiene otro. A veces, por cuestiones así, duda de su amor por ella. Ha ido del brazo de otras chavalas por desquitarse. Porque está en la edad y porque uno tiene sus necesidades. Por olvidarla. Por despecho. Ha pasado por el patio de los naranjos del brazo de otras chavalas y ha hecho por quererlas, porque eran más guapas y más altas y más simpáticas que ella, pero no le ha salido nunca del alma lo de quererlas y ha corrido a su ventana, luego, a pedirle perdón y a decirle que no puede estar sin ella y que no hay pena que puedan imponerle los hombres en el mundo que le haga más daño que aquello, pero ella, antes de que pueda abrir la boca, le suelta sin variación:

—Has traído el caballo?

—No.

—Pues nada.

Antes de decidirse por el percherón del Ros, el Roc consideró robarle la montura al cartero del pueblo, que es un macho barrigudo y anciano, medio ciego. El hurto era cosa fácil. La huida, improbable. Luego se interesó en las caballerías de paseo de los domingos. Era difícil sutraerlas, montarlas y conducirlas porque, dadas las prisas naturales al robo, el Roc no veía la manera de subirse en lo alto. Luego se convenció de que debía apoderarse del corcel del alguacil. Era terrible y era negro y era veloz y la Caterina, al verlos entrar en el patio de los naranjos, quedaría profundamente impresionada… El alguacil, sin embargo, iba armado, así que nada. Luego se fijó en el Ros, que no en su bestia de tiro, y se decidió por él, por una simple razón: era un ganso. El Roc lo mira dormir una vez más. Es ahora. Sale de su escondite y baja, poco a poco, hasta la orilla del camino. Crujen ramas. Cantan pájaros. Se llega al tronco del pino donde está amarrado el percherón y toma las riendas. El aire mece las ramas, más inquieto. Tira del bocado. El caballo avanza. Mira al Ros y el Ros tercia del segundo al tercer sueño. Da unos pasos, los primeros, y el caballo va tras él. Luego sigue adelante, hacia su Caterina, y quiere no pensarlo, pero lo piensa muy fuerte: «qué'stic fent, prô avon m'estic ficant, prô per què no m'hen tornaré a casa corrents» y, pensándolo sin freno, aprieta el paso y el caballo sigue tras él, cuesta abajo.