Noches en Poderna

Vida del salvaje Roc VIII

Finalmente, el salvaje Roc echa abajo la puerta, irrumpe en la celda y la toma en sus brazos:

—Prô quina follia és aquesta?!

Ella, una sombra pálida de la que fuera Caterina, tiembla de pasión.

—R-Roc? Eres tú?

Frente a ella, apenas queda nada del chaval que la pidiera a la ventana del patio de los naranjos. El hombre que la tiene en sus manos no juega. Está furioso. Hay en su mirada sombras de un fuego pavoroso, que arde muy adentro. Si se para a escuchar, lo oye crepitar con avidez dentro de su pecho:

—Pot ser que t'hagis tornat boja?

Pero el Roc, por más que busque, no la encuentra en sus grandes ojos negros. Están vueltos al techo, que no al cielo, y no derraman una sola gota blanca de cera por las mejillas. Tiene la color del semblante demudada. Agita la boca, fuera de sí. Dice:

—Eres tú, mi tierno amigo?

—Digues que n-no t'has tornat boja, dona… Parla, parla!

«No, no y no» lo habla con dulzura extrema. Sus labios están cárdenos de frío y el Roc, que los mira con ansia, desea besarla y echarla en el suelo y despojarla del hábito mortal. El fuego lo devora por dentro como nunca antes. Le quema en las entrañas, con gran daño del ánimo. El salvaje Roc muerde su propia sangre con angustia de la vida y ella, que lo advierte con dolor, le ruega, muy blando:

—Suéltame. Déjame. Deja que…

Y el Roc la devuelve al suelo con cuidado. Luego le arrancaría las ropas y la tiraría sobre el lecho de esparto como un trapo sucio. Luego la tomaría por la fuerza y la rendiría a su voluntad. Luego le besaría los pies descalzos. Luego le suplicaría por su vida. Se pondría de rodillas y diría su nombre una y mil veces. Rogaría por su favor. Es ella, sin embargo, quien habla de nuevo, con ternura:

—Por qué has venido, Roc? Dime, ¿qué haces aquí?

—Caterina…

Y se mira su figura empobrecida. Es más pequeña, más enjuta y más frágil. Parece que vaya a quebrarse en un montoncito de huesos. Parece cerca de hundirse en una fosa sepulcral. Al Roc le causa horror el paño del hábito. Niega la vida. Niega el deseo por la vida. Niega el hambre de vivir. Y no es posible, a los veintipocos años, que la carne pida tierra. No cabe en cabeza mortal, ni está conforme a natura. La Caterina, la que fuera su Caterina, se ha abandonado. Se ha envuelto en un sudario fúnebre y hace por olvidarse de sí y de todo y el Roc, aborrecido de tanta ceniza, querría amarla y que lo amase. La vida, si atiende al negro de la noche en la ventana, podría ser otra, muy distinta:

—Podria have'stat d'altra manera.

—El qué, amigo?

—La nostra vida.

La mirada triste del Roc va de sus grandes ojos negros a las paredes sin nada; de sus grandes ojos negros, al nicho en el fondo; de sus grandes ojos negros, a los útiles de obra; de sus grandes ojos negros, al ventanuco en lo alto; de sus grandes ojos negros, a la oscuridad impenetrable del cielo. El mundo, ahí fuera, está muy quieto. Parece callado, como el que aguarda el fin. La noche cierra en difuntos.

—No permetre c'ho facis.

—No puedes. Es mi voluntad.

—No, Caterina. Això, no.

Y sigue negándolo con la cabeza un rato más. La negrura de la noche es más turbia de pronto. Si no se ha espesado en sus ojos, el Roc diría que mana más oscura desde la oquedad en el muro. Chorrea lo mismo que la sangre de un hombre derramada a sus pies. Va con asco. No quiere perderse por las rendijas del enlosado. El salvaje Roc siente una náusea sin consuelo, recordando sin querer. Siente que el fuego le consume el ímpetu. Querría rendirla, y ya. Está cansado de tantas consideraciones. Debería obrar como un bruto y arrancarle los trapos del duelo. Debería arrojarla sobre el camastro, sin miramientos. Necesita poseerla de una vez. Quiere cubrirla como una bestia. Quiere amarla hasta hacerla feliz.

—No'ts tu. Tu

—No, Roc. No lo sabes. No puedes saberlo.

—Sí, sí c'ho sé.

—No. No me conoces. No has podido conocerme.

Aquellas últimas palabras, dichas por piedad, buscan la caricia en el rostro, pero él no se deja tocar. A ella, su repudia, no le importa gran cosa. Ya se ha dejado ir de este siglo y, por ende, de su lado. Sin embargo, recuerda con cariño y, más tierna, confiesa:

—Mi dulce amigo… No te he dejado. Soy yo quien no te ha dejado conocerme. Yo, Roc. Yo, Roc… Me voy del mundo.

—Prou he dit. Prou de tot això!

—No, Roc. Mi voluntad es apartarme del mundo tras una pared de ladrillos.

El escándalo que provoca aquella idea en la sesera del salvaje Roc le conduce a locura una vez más: en la primera ocasión, le ha empujado por encima de los muros del convento de las beguinas junto a su cuadrilla. Han entrado a violar, matar y quemar: «El que calgui, animalots, prô no toqueu'n pèl de monja!». Luego se ha precipitado por los lúgubres pasadizos del casalote y la ha buscado de puerta en puerta. Iba dispuesto a derribar cualquier pared que los separase a ca-be-za-zos si era necesario. Estaba decidido a impedir su emparedamiento por cualquier medio. En esta segunda ocasión, «mi voluntad es apartarme del mundo tras una pared de ladrillos», el salvaje Roc no lo piensa tampoco: se abalanza sobre ella y, agarrándola de la pechera, la introduce en el nicho que hay al fondo de la celda. La deja tirada en el suelo y pone la primera piedra del tabique. Luego la segunda, la tercera, la cuarta. Son cuatro y media por fila. Echa el mortero en el capazo y aprovecha el agua de la jofaina para preparar la mezcla a golpe de paleta. El Roc, en contra de su voluntad, levanta una pared de ladrillos para su amada Caterina.