El misterio de Sant Mena

10 de enero de 1989

Todos los días sonaba el despertador a las siete y cuarto de la mañana y todos los días se levantaba de la cama muerto de sueño. Y qué quieres hacerle, chaval, si nosotros respondemos ante un cliente y un particular? Pues dormir más. No sé, joder. Por qué no puedo seguir durmiendo si tengo sueño, pavo? El Javi O. se sentó en su lado de la cama sin pensarlo. A aquello, en su pueblo, lo llamaban fastidio. Estaba convencido de que un hombre con sueño tenía que tener todo el derecho del mundo a poder dormir las horas que quisiera, joder.

Pero no, macho. Miró la hora. Buah, ya eran las siete y diez siete minutos y encima no se acordaba de si era martes o miércoles, ni de dónde tenía que ir luego. Se pasó una mano por la cara. Tendría que llamar otra vez al Carlos y el Carlos le volvería con la matraca de la agenda de trabajo personal: «y ahí te lo apuntas todo, merluzo». Que sí, pavo. Que me dejes en paz, joder. El Javi tenía mal sabor de boca. Refunfuñó algo chungo, chascó la lengua y miró por encima del hombro al tronco de su parienta, que seguía roncando en su ladito de la cama, «ngrrr, ngrrr, ngrrr».

Puta vaca burra. Ayer noche, cuando él se metió en el sobre, todavía no había vuelto del curro. Decía que estaba haciendo «horas extras» en la fábrica. Que tenía que quedarse hasta las doce ó la una, «lo menos». Que llegaban no sé qué pedidos de Alemania. Que si se lo habían pedido «los jefes», sabes? Pero el Javi no las tenía todas consigo, no. Últimamente, la Raquel estaba más suelta que de costumbre. Como si estuviera más contentilla o algo. No sé. Las siete y diez y nueve en el despertador y seguía sin ninguna gana de ponerse en movimiento. El mundo le daba palo.

—Caguntodo…

Desde la puta cena de empresa, que la Raquel estaba como rara. Como cambiada. Como si estuviera más alegre. El Javi O. tenía que ocuparse muchas mañanas de la nena. Tenía que vestirla y tenía que llevarla a casa de la suegra para que la señorita trabajadora pudiera seguir durmiendo hasta que le saliera del coño, «ngrrr, ngrrr, ngrrr». No te jode, macho. Y encima la nena lo volvía a mirar con cara de susto, como si él fuese el extraño en la casa, pero él no era ningún puto intruso que se hubiese puesto a dormir allí porque sí, sabes? Él era el puto imbécil que se eslomaba todos los putos días del año para pagarle el techo y la comida a la nena, vale?

—Qué miras, tú?

Pero la nena, la puñetera Marujita, sólo lo miraba con sus grandes ojos redondos (detrás de los barrotes de la cuna). No decía nada. Aunque ya hablaba bastantes cosillas, por las mañanas, solía quedarse callada, como preguntándose «i quin sirá isi siñor que dorme con mi mama». El Javi podía notarlo en el pecho, como una cuchillada que se le hundiese hasta la empuñadura, pero la Raquel, cuando él comenzaba otra vez con el rollo, le soltaba «que no, Javi, que no vayas por ahí, que la nena no te mira raro, a ti».

—No, qué va. Cagunlaputa ya…

Cerró el puño. Iba lleno de mala hostia. Luego se levantó de la cama y salió de la habitación sin buscar a la cría en su cunita, «anda y que te den por culo, niñata de los cojones». Se metió en el lavabo y encendió la luz, «clic». Tenía que mear. Y mucho. Se agarró la churra y se puso a pensar en la última vez que se la había follado, a la Raquel. Buah, ni se acordaba. Después de parir a la nena, se había pasado muchísimos meses en casa con cara de asco. No podía ni tocarla y, cuando se le pasó (si es que se le había pasado), era como si se hubiesen olvidado de dónde lo habían dejado. Como que no sabían por dónde seguir y el Javi, joder, estaba de muy mala leche. Quieras que no, eso se va acumulando con el tiempo.

No tiró de la cadena. Se guardó la churra en los pantalones del pijama y se plantó delante del espejo. Tenía mala cara. El Carlos lo había convencido para que dejase de pelarse al cero, como a él le gustaba, para que no asustase a la clientela y el tipo que se le había puesto en frente (aquella mañana de martes o de miércoles de principios de 1989) le parecía un manso. Un puto payaso que se dejaba mangonear lo que hiciera falta, eh, Javi? Estaba claro que le estaban dando bien por el culo, joder. Ni él fichaba todos los días a las ocho, ni las señoras que le abrían la puerta de su casa tenían turno de tarde, pero, al final, todos ellos andaban con la puta aguja del reloj clavada en el cogote.

Abrió el grifo del agua fría, el azul. Metió las manos debajo del chorro y sintió el hielo líquido de las tuberías mordiéndole la carne tierna y roja. Todo él estaba helado. El frío que tenía en los huesos era el frío de los campos de Sant Mena, la otra noche. El puto Carlos le había dejado al cargo del tema de los bidones de Kastol porque él ya no podía ni acompañarle: que si la niña, que si la mujer, que si no sé qué. El Javi se lavó bien la cara y pensó «venga, vale, va».

El Carlos estaba hecho polvo, el pobre. Se le iba mucho la olla, últimamente. El Javi se buscó la jeta mojada en el espejo. El tío, cuando estaban a solas, le insistía en que se fijase en la oscuridad, por las noches. Le decía que tenía que ver algo «anormal» en ella, como que era «más densa que antes», chaval. Y el Javi, vale, no hacía coña con eso, joder. Porque el Carlos le hablaba en serio y podía ser perfectamente que se le estuviera yendo la pinza con lo que tenía en casa, sabes?

El Javi volvió a mojarse bien la cara con el agua del chorro azul, «brrr». Después cerró el grifo y se quedó mudo frente al espejo. No sé, macho, cuando alguien te cuenta cosas así, como muy raras, es mejor hacer como que sí, no? Y no preguntas mucho, por si acaso. Las chaladuras del Carlos, al Carlos, no se lo parecían. El otro día le había soltado que la oscuridad «ya» había llegado a la otra punta del pueblo. Porque, por lo visto, «aquella oscuridad» bajaba de las montañas, cargada de lo más malo del bosque, para no sé qué mierdas satánicas.

—Hostia puta, nen.

Había que comprenderlo, tú. Su mujer se había quedado calva de un día para otro. El propio Carlos le había contado que le habían comprado una peluca de pelo natural «mientras tanto pasaba todo», pero los meses se iban sucediendo sin remedio y las cosas no mejoraban ni un poquito, al final. Daba pena verlo, al pobre. Lo veías por ahí, andando, y veías a un hombre cargándose a sí mismo como un puto peso muerto. El Javi se secó la cara con la toalla y pasó muchísimo de afeitarse.

El niñato de la otra noche le había tocado mucho las pelotas.

—Se puede saber c'haces aquí?

Era uno del pueblo, que se llamaba Víktor y gastaba pintas de macarrilla. El Javi estaba liado con el tema de los bidones en los terrenos abandonados de Can T. y el niñato se había presentado cerca de las doce en el camino que venía directamente del caserón en ruinas (donde decía el Carlos que había acabado todo).

—Tú, c'haces aquí, eh?!

—Y tú?

El Javi se lo quedó mirando un momento. No podía saber de qué palo iba el pavo viéndolo de lejos, en mitad de la noche. Los faros de la furgonetilla no daban para tanto y, sin embargo, el Javi estaba seguro de que el cabrón se estaba mofando de él (en su puta cara, con una sonrisilla).

—Pero tú qué quieres, que te parta la cabeza o qué?

Pero el chaval no dijo nada. Se quedó quieto en el sitio, mirándole.

—Me oyes?!

El Javi agarró la pala por el mango y estuvo a punto de hacer una tontería. Quieras que no, el agujero en la tierra ya estaba hecho, sabes? Luego se lo pensó mejor. Tenía una casa, una mujer y una hija, pero… y si aquel imbécil largaba, qué? Tenía que hacer algo, macho. Tenía que cerrarle la boca. Tenía que achantarlo, joder. Estaba a punto de salir en su busca (yendo de los terrenos abandonados de Can T. al margen del camino que venía directamente del caserón en ruinas) cuando lo vio pasar a su espalda. Cruzó por detrás del Víktor, un segundo nada más. El Javi, varios días después, diría que vio una sombra en las sombras, como si la oscuridad fuese «más densa» en «aquel punto» durante «un instante», tan sólo. O algo así, macho. Pero daba igual lo que fuera, en realidad. El Javi no tuvo cojones de moverse del sitio. El cuerpo le pedía que se estuviera quietecito y callado y el Javi, aunque no había visto una mierda, al final, aceptó que lo mejor de todo era hacerle caso y no hacer nada por si acaso.

El Javi aún veía el miedo en sus ojos. Cerca de las siete y veintitantos minutos de la mañana de aquel martes o miércoles de primeros de enero, seguía sintiendo un cosquilleo horrible en el estómago. No había nada que hacer, macho. El espejo no engañaba y, si no lo había flipado muy fuerte la otra noche, había algo chungo en los campos de Sant Mena, suelto.

—Pero tú te oyes, chaval?

Alto y claro, pavo.