El misterio de Sant Mena

11 de diciembre de 1985

Hora del patio

Mientras los otros jugaban a la pelota como si no pasara nada en el mundo (lo que venía siendo su puto pueblo de mierda), el Míguel se castigaba la mollera a la sombra de un pino. Después de que vieran lo que había dentro de la fábrica y de que se colaran como unos campeones en la ermita de Santa Caterina, había pasado lo del cementerio y ellos, los chavales del 7ºC, seguían sin hacer nada porque el profe de naturales se lo tenía dicho: «La próxima vez llamo a vuestros padres». Pero allí no estaban hablando de robar unas cintas del super, ni de fumarse unos pitis a escondidas, en los lavabos. No se habían escapado de clase para bajar a la riera a por serpientes, ni habían reventado a pedradas ningún cristal. Ellos, de hecho, no habían sido porque (últimamente, al menos) no habían hecho nada.

«Buah, tío», tenía ganas de soltarle un patadón a la pelota (que era de cuero) para romper (lo menos, lo menos) la ventana de la secretaría y «que se jodan todos». Si acababa en el director, pues vale, pues perdona, que «ha sido sin querer» (si supieran, como él, que iba a pasar algo gordo, como que muy-muy chungo, lo mismo le hacían caso y se dejaban de hostias). Sus propios colegas, los cabrones, no querían saber nada del asunto. «Están todos rilaos». El Óliver, desde que le dieron la paliza en la calle, que se daba el piro si se decía cualquier cosa de la fábrica, la ermita o el cementerio. Y, si se mentaba a Satanás por lo bajo, salía corriendo (bueno, al trote cochinero) por no oírlo.

El Míguel se acordaba de que le había pillado la revista más de una semana después de que volviera a clase. «Toma». «Gracias». Y poco más, la verdá. Al Míguel no le salió de dentro pedirle perdón (él, a fin de cuentas, era quien lo había enviado a la biblio, solito) y, desde entonces, no habían hablado mucho que se dijera. Le sabía mal. Era su amigo y le habían partido (literalmente) la cara por ir solo por la calle. Es más, por culpa de aquella paliza se había encerrado en su casa igual que si estuviera enfermo. Por miedo y por vergüenza, «está claro», pero, por una u otra cosa, pasó varios días sin verlos ni ir a clase.

«Pobre chaval». El Óliver jugaba al fútbol con los demás, pero, como era muy malo, los muy cabrones lo ponían casi siempre de portero para tirarle trallazos de lejos (que el Oli, si podía, se quitaba de en medio). El Míguel lo estuvo mirando un rato (el chaval se estaba de pie, entre dos montoncitos de chaquetas, viéndolas venir). Era raro. Lo que estaba pensando del Óliver se le hacía extraño. Aquel niño gordo del que no sabía gran cosa había estado siempre ahí, a su lado. Hacía mogollón de años que se conocían y no tenía ninguna noticia de su padre, por ejemplo (ni si estaba vivo, ni si se había muerto de cáncer, ni nada). De hecho, no habían hablado nunca si le gustaba alguna niña de la clase. Él, el Míguel, daba por sentado que no, como si no fuera posible que un niño gordo como el Óliver tuviera su propio corazoncito en el pecho, pero aquel gordo de mierda, le molaran las chavalas o no, sería su amigo hasta el fin. Si tenía que partirse la cara por él, se la partiría sin falta. Y, si acababa en el director, pues vale, pues perdona, pues «no lo volveré a hacer». Pero estaba dispuesto a hacerlo las veces que hicieran falta, chaval.

Aquella forma de no decir una palabra para pedir perdón era su forma de disculparse con su colega. Y aquella chispa que le ardía en el pecho (mientras miraba a su amigo, el gordito de mierda, en una portería inventada) era la misma que le empujaba a resolver por su cuenta el puto misterio de Sant Mena.

—Qué haces, chaval?

La Laia del Dani estaba con él. Había venido por detrás (ella sola) y le había dicho «hola» y le hablaba directamente a él (a él, el Míguel pelo polla, el chaval que no se gustaba en el espejo y que tenía que madrugar todas las mañanas para ir a la piscina porque tenía el pecho de pollo).

—Hola.

—Ya m'he enterado…

—De qué?

—De lo que'stáis haciendo, vosotros.

Si no tuviera los ojos azules, ni fuese tan guapa, se lo habría dicho como le venía a la cabeza: «De qué hablas, chavala?» o, peor aún, «pírate d'aquí» (que era lo que hacía con las otras niñatas del cole), pero aquella era la Laia del Dani y era la hija del Carles y de la Toya, sus profes, y le hablaba a él, directamente.

—Sí.

—No lo niegas?

—Yooo? No.

—He visto la foto.

«Buah», la Laia había visto la foto de la calavera con cuernos y el Míguel estaba flipando por muchas cosas a la vez. Podía explicarle todo lo que habían hecho hasta entonces. Pensó que podía contarle cómo se colaron sin permiso en la ermita de Santa Caterina o el día que oyeron las voces de muertos al lado de la fábrica abandonada de Can Baixeres, que aquello sí que era la hostia. Podía decirle lo que habían averiguado durante las últimas semanas. Tenía la revista de la prueba en la mano. Iba a flipar. O podía, simplemente, dejar de quererla. Levantó la vista del suelo y miró a la Laia a los ojos (unos ojillos vivísimos detrás de los cristales redondos de unas gafas de aumento) y no supo qué decir ni qué pensar. «Uf», le parecía que era preciosa (había algo en aquella chavala que la hacía distinta a todas las demás). Tenía que ser eso, tío.

El Míguel, al mismo tiempo, estaba padeciendo en carne propia la carga de que le había hablado alguna vez su amigo el Dani. No lo había pensado antes, pero, a lo mejor, podían ser novios (la Laia y él). El Dani tenía que entender como nadie que quisiera salir con ella (él, el Míguel pelo polla, con su Laia). Otra cosa sería que, al Dani, no le sentase nada bien que su mejor amigo le quitase la novia, pero ellos dos no eran novios, ni nada (ni la Laia era algo que pudiera ponerse y quitarse de los sitios). A lo mejor, se lo pedía sin más. Pensó que le preguntaría si querían ser novios, los dos. El pecho de pollo era cada vez más grande y el Míguel, aquello, no podía saberlo (le sonaba que podía ser un flechazo o algo así).

—De verdá la hicisteis vosotros?

—Sí.

Luego, justo antes de que pudiera decidirse, se había lanzado.

—Tú tienes novio?

—Yo? Para qué?

—No sé. Para salir.

—Adónde?

—No sé. Por ahí.

—Pues no.

—Pues…

—Qué?

—Que yo te llevaría por ahí, si quieres.

—Adónde?

—Donde digas tú.

—Vale.

La Laia había dicho «vale» y aquello, al Míguel, le valía por un «sí».

—Espera un momento, chaval…

—Qué pasa?

—Tú quieres salir conmigo?

Y, en aquel «tú», el Míguel puso de inmediato un «yo, el pelo polla» y le daba que «sí» igualmente.

—Sí.

—Vale.

A sus doce años, la Laia tenía por norma coger las cosas de la vida como le venían. Había un montón de cuestiones en el mundo que no entendía todavía, pero tenía claro que, si no le gustaba algo, lo dejaba estar y «a otra cosa, chica. Qué se le va a hacer». No se podía vivir con miedo. Ni se podía tener asco por todo. La naturaleza (así, en general) sólo le provocaba una grandísima curiosidad. Quería verlo todo. Tocarlo todo. Probarlo todo. Porque todo, de algún modo, estaba por descubrir. Aquel Miguel Ángel del C, por ejemplo, seguro que aún estaba por darle algo precioso (le gustara o no).

—Entonces… A ver, que yo m'entere, chaval…

—Qué?

—M'estás pidiendo para salir?

—Sí.

—Así, por la cara?

—Fijo.

—Vale.

—Venga.

—Y cómo lo hacemos?

—El qué?

—Esto.

—Pues no sé.

—No querrás hablar con mis padres, no?

—No. No hace falta, no?

—No.

La Laia estaba dos ó tres cursos de la vida por delante de sus compañeros. Sonrió de puro contento. Aquel chaval no era guapo como el Jesús H. de su clase, ni simpático como el Álex R., también del A, pero tenía el carácter suficiente para colarse en una ermita del pueblo si hacía falta. Se lo había oído decir a su padre. Estaba decidido. Le tendió una mano con franqueza.

—Vamos?

El Míguel estaba flipando. Le cogió la mano y se puso en pie.

—Va.

«Alucina, chaval». Tenía la mano de la Laia entre los dedos.

—Dónde vamos?

—No sé.

—Damos una vuelta?

—Vale.

—Por ahí?

—Sí.

Y caminaron de la mano hacia el patio de atrás, por debajo de la pista de arriba. Era un paso a la sombra del edificio más antiguo del colegio, pero, al Míguel, le daba todo igual. Tenía la mano de la Laia en la mano. No cabía en sí. Estaba loco de alegría. Tenía ganas de gritarle su nombre al cielo, para que se enteraran en todas partes, «hostia puta», de lo bonita que podía llegar a ser la vida (así, de pronto). Llegaron a la pequeña cuesta que subía al patio de atrás, donde los abetos y la montaña, y el Míguel, de tres ó cuatro zancadas, se puso arriba. La Laia hizo igual. Entonces vieron frente a ellos el llano (aquel páramo inhóspito que estaba casi siempre vacío de niños) y el gris del cielo les cayó encima como una llovizna sucia de barro y de polvo. El Míguel no se entretuvo un segundo con aquella mierda. Tenía que decirle tantas cosas a la Laia que, por contárselas todas de golpe, le dio un besito en la mejilla.

—Pero qué haces, chaval?!

—No querías?

—No, tío!

—No somos novios?

—Qué va, tío. Todavía no.

—Ah, no?

—No, no. Primero tenemos que salir, no?

—Ah, vale.

—Me has llenao la cara de babas, chaval.

—P-Perdona.

—No me quieras dar morreos, eh?

—No, no.

—Eso se avisa, eh?

—Sí.

—Ni me toques el culo, que te doy.

—No, no, no.

—Buah, tío, qué asco…

Al Míguel no se le había pasado por la cabeza tocarle nada más que la mano. Su beso, sin que él lo supiera, era entre blanco y muy bonito (como los que le daba su abuela cuando se pasaba muchos días sin ir a verla). Un pequeño susto se le puso dentro del cuerpo (la Laia se estaba pasando la manga de la camisa por la cara). Ahora que la tenía, podía perderla. Ella, lo mismo que le había dicho que «sí», podía decirle «ahora ya no» y, entonces, qué, macho?

—Anda, vamos.

—No nos queda mucho rato, eh?

—Ya. Nos ponemos ahí?

—Vale.

Y se sentaron sobre una piedra grande, de cara al horizonte. Seguían cogidos de la mano. La Laia no dejaba de sonreír y, a ojos de aquellos dos chavales, la montaña no podía ser tan vieja como les habían dicho en clase. Los millones de años del mundo no eran nada frente a unos minutos de felicidad. El Míguel apartó la vista de la alambrada que los separaba del bosque y miró a los ojos claros de la Laia R., tan feliz.

—Estoy muy contento.

—Y yo.

La Laia, entonces, cuando parecía que estaba todo hecho, reparó en la revista que llevaba el Míguel en la mano. Hacía rato que se preguntaba por ella. Se titulaba algo así como Karma 7 y, según había podido ver, traía en la portada una foto de un hombre sentado frente a una mesa negra donde se veía una estrella roja de cinco puntas. Habían velas por ahí, también.

—Qué llevas ahí?

—La revista.

—Yo quiero saberlo.

—El qué?

—Todo.

—De lo nuestro?

—Sí.

Pero el Míguel, por un recelo extraño, no se atrevía a mancharla (a ella, la Laia).

—No sé.

—Qué?

—Es que's un poco chungo todo esto.

—Ya. Pero yo también quiero enterarme, tío.

—No sé.

—Trae.

Y le soltó la mano y le cogió la revista.

—Es de la biblio?

—No, qué va. Ésta la compramos entre todos…

—Dónde?

—En la librería del Menna.

—Y qué hay dentro?

—Mira… Es por aquí.

El Míguel pasó las páginas rápidamente, «flas, flas, flas». De tanto mirarla, la tenía por la mano. En cuanto vio aparecer la ilustración del macho cabrío que llaman «baphomet» desde antiguo, se detuvo («es aquí») y señaló unas líneas que los chavales del 7°C tenían subrayadas a lápiz: «Esto y esto».

—Esto d'aquí?

—Sí.

La Laia lo leyó en voz alta (por lo visto, además de todo lo otro, también declamaba de puta madre): «Desde los oscuros tiempos del medievo, las misas negras no han dejado de nutrirse de sacrificios victimarios, consumando la ofrenda con la sangre de una doncella». Llegado este punto, aunque el texto se extendía en pormenores escabrosos de la tradición satánica de la Europa occidental, la Laia se calló. Le podía la curiosidad.

—Qué es la misa negra?

—La misa satánica.

—Y matan gente?

—Sí. Mira, lo pone aquí.

Y el Míguel señaló otro párrafo, subrayado en su totalidad.

—Le dan su sangre al Maligno.

—A quién?

—A Satanás.

—Qué mal, no?

—Sí. Ya te lo he dicho.

—P-Pero… por qué?

—Porque son malos. Por qué te piensas que se meten en los cementerios?

—No sé. Son satánicos?

—Fijo.

—Cómo lo sabes?

—Por las cruces que pintan.

—Qué cruces?

—Unas que ponen bocabajo.

—Tú las has visto?

—Sí. El tapón tiene las fotos. Y hay otra grande en la puerta de la fábrica…

—Qué fábrica?

—La fábrica abandonada de Can Baixeres.

Por fin alguien le escuchaba. Y tenía que ser ella.

—Estoy seguro de que va a pasar algo chungo.

—El qué?

—Un sacrificio humano o algo.

—Qué dices, tío?

—Ya tienen las hostias con…

No recordaba el vocablo exacto. «Piensa, Míguel, hostia puta (cómo era, joder)».

—Consagradas… Las hostias consagradas. Y ya tienen los huesos de un muerto para hacer los rituales de la magia negra. Mira…

Pasó el dedo por otra columna, rápidamente.

—Aquí. La necromancia.

La Laia, que quería saberlo todo, leyó de seguido: «la necromancia, según acertó a definirla Collin de Plancy en su Diccionario infernal, era el arte de evocar los muertos ó adivinar las cosas futuras por la inspección de los cadáveres». Luego, como no veía la relación de una cosa con la otra, lo volvió a leer sin avisar (pero ¿qué tenía que ver el sacrificio humano del Míguel con adivinar las cosas del futuro?).

—Esto no me gusta.

—T'he avisado.

—Se lo habéis dicho a alguien?

—A quién?

—No sé, a los mayores.

Entonces sonó el timbre. Tenían que volver a clase (cada uno a la suya).

—Tu padre nos quitó la foto cuando se lo queríamos decir.

—Ya. Y a nadie más?

—No. Pa'qué?

—Es peligroso, no?

—Sí.

—Tendríamos que decírselo a alguien, chaval.

—No se lo creen. Si se lo decimos nosotros, fijo que no se lo creen.

—Ya. Qué pena. Y si consiguiéramos una buena prueba, qué?

—Eso digo yo. Pero'stos s'han rilao…

—Y si vamos tú y yo?

—Adónde?

—A la fábrica esa.

—Yo? Contigo?

—Claro, chaval. Los dos juntos.

—Vale.

—Vamos?

—Claro, claro.

Y, después de ponerse en pie para sacudirse los pantalones, volvió a tenderle la mano con la misma franqueza. El Míguel, aunque ella dijese que no todavía, sentía que eran novios para siempre. A su edad, no se podía estar más en contra del cielo gris de aquel once de diciembre de 1985. «Que os den». La felicidad no le cabía en el pecho. Por más que quisiera confundirse con la inquietud que le provocaba cierta figura oscura, el Míguel la notaba en las venas, circulando a toda hostia.

Era un hecho. La Laia y el pelo polla salían juntos.

Tercera hora de la tarde

Con el tema de la modorra, la clase de las tres era la clase que más palo le daba de todas, pero, como le diera por no ir, luego le costaba un huevo meterse en el insti para veinte minutillos de mierda. A las cuatro y media, se pusieran como se pusieran los profes, tenía que estar en la puerta del cole para llevar al enano a casa. «Eso's sagrao». Luego se suponía que tenía que volver corriendo a clase, para llegar a tiempo para la tercera hora, pero encerrarse en un aula a las cinco de la tarde era lo peor. En invierno, además, se hacía oscuro muy pronto y el Rafa no soportaba la idea de verse entre las cuatro paredes de una clase cuando, afuera, en la calle, se estaban encendiendo las luces de las farolas y la noche hervía en sombras vivísimas.

«Yo me largo d'aquí (yo's que me voy, yo's que me tengo que ir)». Las más de las veces pedía permiso para ir al lavabo, a fumarse un piti, pero, muchas otras, se daba el piro sin decirle nada a nadie. «Qué agobio, tío». Cogía la puerta de la calle, se montaba en la variolo y se piraba lejos de allí, zumbando a toda hostia por las carreteras del barrio, «rem-rem-reeem». No lo aguantaba. No podía. Se le caía el techo encima. «Que no, tío». Y pensaba en serio en no volver nunca más por el insti, pero, yendo en la motillo por las calles vespertinas de Sant Mena, se le pasaba todo pronto. «Buah», el aire fresco era la hostia de frío y las noches, de un tiempo a esta parte, eran negrísimas, pero cualquier cosa antes que encerrarse en una habitación con cuatro pringaos, cuatro colgaos y un profe de mierda. «A tomar por culo el metal», el Rafa tenía otros rollos en la vida.

Sabía adónde iba. No sabía cuándo lo había decidido, pero tomó la primera calle a la derecha en Anselm Clavé (viniendo de la churrería, antes del cuartelillo). «Rem-rem-reeem». Cualquier cosa antes que cruzarse con los monos. Luego subió por Batlle Joan y pasó por detrás del ayuntamiento. No habían quedado, ni nada, pero el Alex le había dicho que se pasara por su piso cuando quisiera. «Tengo un poco de todo, chaval». No eran las cinco y media de la tarde y ya era casi de noche (había un hálito de niebla alrededor de las farolas). El Rafa le metió gas a la variolo. «Reeem-reeem-reeem». Tenía ganas de hacer cosas en la vida (cosas, quería decir, distintas a pasarse las horas sentado en un pupitre, como si estuviera castigado).

Y no tenía que ver con las chavalas de su edad. A los quince años, el Rafa no estaba para culebrotes. Quería meter (como todos) y quería comerle los morros a más de una, «eso'stá claro», pero le daba palorro toda la parafernalia que había por el alrededor. Las tías eran taco curiosas. Si querías pillar cacho, tenías que hacer algunas cosas que no iban para nada con el natural de un tío, como andar de la manita por el parque o llamarlas por teléfono día sí, día no. «Paso mazo, tío». El Rafa le dio más gas a la motillo. La cuesta de Castellar era la hostia de larga. Él se miraba a las tías de lejos. Las chavalas del insti mascaban chicle como si no le debieran nada a nadie y te miraban todo el rato como si te estuvieran perdonando la vida o algo. Y, encima, se las daban de importantes cuando algún borrego con carné las pasaba a buscar en el coche.

«Imbéciles». Al final, se manchaban la boca de babas igual que todos. Al Rafa, en el fondo, le daba un poco de rabia que no le hicieran caso. «Eres un buen tío» y eso, pero el Rafita sólo estaba ahí para darles un piti y/o fuego entre clase y clase. «Qué majo, el chaval». «Pero qué gracioso». «Si es que'res un trozo de pan, tío». Y luego declaraban su amor a unos auténticos cabronazos en las paredes de los lavabos con un rotulador negro. Si no encerraban letras en un corazoncito, las multiplicaban. El Rafa, por entretenerse en algo mientras gastaba minutos y tabaco, buscaba las erres, por ver si figuraba en el mapa de los afectos de alguna de aquellas tías. Pero nada (ni ce por erre, ni erre por ce).

«Qué comutativa, ni qué hostias». Al Rafa le molaba la Carmen (una chavalita de segundo de administrativo). Era feílla de cara, pero tenía buenas peras. Se llevaban bien (la vérda es que se llevaban de puta madre). Ella le pedía que le presentara a sus amigos de BUP y el Rafita no hacía más que repetirse que tenía buenas peras sin ninguna convicción. Lo cierto es que no había estado nunca (a sus quince años) con ninguna tía, así que no le había tocado nunca las tetas a nadie (ni sabía cómo se tenía que hacer, ni tenía claro cuándo se paraban de tocar, ni nada). Era un poco un misterio, como todo en la vida, pero le daba bastante igual. Él no estaba para cuentos. Tenía sus historias en la cabeza. La Carmen era una tía maja, muy canija a pesar de las peras, pero siempre le estaba preguntando por aquellos tíos del BUP como si fueran más altos, más listos y más guapos que él.

«Le den por el culo». El Rafa quería hacer pasta con los trapis. Más pronto que tarde, se pillaría un carro de segunda mano que lo iban a flipar. Paró la motocicleta en la acera y se metió en el portal del número dos de la calle de Castellar (bueno, allí no había ningún número por ninguna parte, pero estaba después del seis y del cuatro y eso). «Buah», dentro estaba oscuro y no había luz (el interruptor que había a mano, «clic, clic, clic», no funcionaba). No lo decía en serio. No pasaba de la Carmen (sólo que le tocaba las pelotas que le fuera siempre con el mismo rollo). Empujó la puerta (estaba abierta) y entró.

—Hola?

Allí hacía más frío que fuera, en la calle. «Manda huevos» que nadie pudiera meterse a vivir en un sitio así. Aquello parecía abandonado. Las paredes del pasillo estaban desnudas (las tochanas estaban todas a la vista) y el suelo no tenía ni racholas, ni nada. «Puto cemento, tío». El Rafa no se había equivocado de sitio (en todo caso, el sitio se había equivocado de sitio). Le jodía que no hubiera ninguna pintada de okupa en la fachada. Nadie podía haber pagado por aquello. El interior, todo lo oscuro, presagiaba un frío helado impropio de una vivienda. Le parecía el fondo tenebroso de una «gelera» (que eran aquellos pozos de piedra que se ponían antiguamente en la montaña para almacenar el hielo). Si no lo había soñado, su propio padre le había enseñado una una vez. Si no en Castellar, en Castellterçol. Hacía muchos años que no iban juntos a ninguna parte.

—Hola? Hay alguien?!

—Eh, tú! Sube, tío.

No era la voz del Alex y no venía del fondo, sino de arriba.

—Por dónde?

Nada (que, en aquel lugar, valía por silencio y sombra).

—Hola?!

Entonces alguien encendió una luz que se derramó por los escalones de una escalera de obra. Estaba a su derecha, pasada una puerta sin puerta. El Rafa, «pues vale», subió. Fue con cuidado, pisando de uno en uno (no tenía intención de matarse tan joven). En lo alto, le esperaba un chavalito que tenía visto del pueblo.

—Ei, qué pasa?

—Eh…

—Soy el Rafa. Bueno, un colega del Alex.

—Guapo, tío. Me llamo Víctor. Con la ka, eh?

—Guapo.

—Pasa.

—Vale, va.

Aquel chavalito no iba al insti. Le sonaba que tenía que estar en octavo, repitiendo. Aunque estaba a contraluz, medio flipado, el Rafa diría que tenía algo raro en la mirada (era como si sus ojos nadasen en una pena muy negra). «Vente, estamos ahí, tío». Llevaba la ropa típica de los punkitos del pueblo: una chaquetita tejana con sus parches de los Pistols, de la Polla, de Discharge («Hear nothing. See nothing. Say nothing») y unos elásticos cutres con bambas del mercadillo. Fueron por un pasillo estrecho del que colgaban un par de bombillitas. El Rafa, por el camino, no vio nada que le recordase a un hogar (ni muebles, ni vestigios de vida).

—Vaya rasca, no?

—Ya ves, tío.

Cada vez que pasaba junto a un umbral, y contó hasta tres, buscaba en vano en su interior. Estaba negro como la boca del lobo, nen. El Víktor, poco antes de llegar a la habitación del fondo, se metió en un cuartucho de mierda: «Es aquí».

—El qué?

—Tú vente.

—Vale.

El Rafa pasó al interior de una salita con unos sillones cogidos de la basura y litronas vacías por el suelo. En el medio, como si aquello fuese un campamento quinqui, alumbraba una lamparita de gas (su siseo, una forma persistente de mala leche, flotaba en el ambiente). No se lo montaban tan mal, después de todo. Hacía frío para aburrir, pero, quieras que no, los chavales campaban a sus anchas.

—Aquí'stán éstos…

El Víktor se refería al «mellao» y al «cojo». Una vez los vio juntos, el Rafa comprendió que aquellos tres eran los perros del Alex. Él los llamaba así, «mis perros», muy en serio (sin sonreír ni nada). Si el «mellao» le estaba sonriendo con cara de asco desde su asiento, el Víktor tenía que ser el «parao» porque, en todo aquel rato, no lo había visto cojear.

—Estos son el Ruben y el Manolín, tío.

Es decir, el «mellao» y el «cojo» (pero el Rafa, lo mirase por donde lo mirase, no le encontraba la gracia al chiste). Le parecían, con el Víktor, unos pobres aprendices de punkito con un pie en la fosa (y, de la fosa, por el momento, no había vuelto nadie). Tiró de media sonrisa. El Rafa acababa de llegar y no le podía hacer más.

—Yo soy el Rafa, chavales.

—Qué pasa?

—Ei, tío…

—Qué? Qué hacéis?

—Ya ves, tío.

—Aquí…

Fumaban algo que no era tabaco y, según los ojillos que ponían, se habían bebido alguna que otra cerveza. No podían tener más de catorce ó quince años y, al Rafa, sin embargo, le parecía que le llevaban más de diez años de ventaja en la carrera por llegar los primeros.

—Vaya plan, eh?

—Sí, tío.

El Rafa buscó un hueco donde sentarse.

—No tenéis frío, tíos?

—Buah… Al principio, un poco.

—Luego s'está bien, eh?

—Sí, tío.

—Sobre todo si hubieses cerrado la puerta al entrar, mamón…

—Eh?

El Rafa, de un respingo, buscó en la puerta sin puerta del cuartucho. «Qué cabrón». Por no tener, no tenían ni las ventanas puestas. El aire de la noche (siendo la noche, la calle) cruzaba el piso a voluntad. «Brutal, tío». El frío de diciembre resbalaba como un moquillo por la nariz del Víktor (el chavalillo, cuando se acordaba, «shrrrup», tiraba de la vela para arriba). La hoguera del campamento quinqui no calentaba una mierda (joder, la luz blanca de la lamparita era fría de cojones).

—Y el Alex, dónde se mete?

Al Rafa no le costaba nada imaginarlo en la boca de algún lobo.

—No'stá, tío.

—S'ha ido.

—Sí. Tenía c'hacer no sé qué.

—Buah…

—Qué?

—Venía a por una cosilla, yo.

—Ah.

—Bueno, que m'había dicho que me pasase a por una cosilla, el Alex.

No dijeron nada. Como si no hubiesen oído nada, se volvieron a su humo, a sus sombras y a su rincón. El Rafa sintió (por un momento) como si no le hubiesen visto entrar hacía menos de ¿tres minutos? Quiso ponerse cómodo en el sillón de la basura, pero hacía demasiada rasca. No podía estar a gusto. No sabía si era porque olía a meado o qué, pero, si su madre supiera dónde se había sentado, lo metía de cabeza en la ducha. Entonces oyó un gemido (una vocecilla rota que cruzó el pasillo como una bocanada de aire).

—Y eso?

El Rafa lo supo al momento. Algo oscurísimo estaba por pasar.

—Qué ha sido eso?

—Eh?

El Manolín seguía en la salita, con él.

—No lo has oído?

—El qué?

—A alguien.

—A veces, el Alex nos deja mirar, tío.

—Eh?

—Sí, tío.

El Ruben, el «mellao», también había vuelto de la fosa.

—Cuando se folla a una guarra…

—Sí, tío. Cuando se las folla por el culo…

—Las pone a cuatro patas…

—Nos deja mirar, tío.

El Rafa no sabía qué decir. No quería saberlo y, sin embargo, ya se lo habían escupido todo a la cara. La cabeza se le llenaba de imágenes guarras de tías guarrísimas (había visto algunas pelis marranas en casa de un colega con video) y, «flipa», se hacía una idea de las cosas que habían podido ver los perros del Alex en algunas de aquellas habitaciones, pero, por más que se frotara las manos, no podía quitarse de encima el eco helado de aquella vocecilla que había recorrido el pasillo unos segundos antes.

—Tío, tú no conocerás al tío ese de la furgonetilla, no?

Le hablaba el Víktor con ojos de ahogado terminal.

—No. Qué furgoneta?

—Lo has visto o qué?

—No.

—Si lo ves, nos lo dices, vale?

—Vale.

—Sí, tío.

—Tenemos que decirle una cosilla, vale?

—Vale, vale. Si lo veo, os lo digo.

El plan inicial del Rafa después de enterarse de que el Alex no estaba, se había ido a tomar por el puto culo. «Qué mal rollo, nen». La reunión de tranquis con unos coleguitas y un porrito (a pesar del frío) se había torcido de muy mala manera. Aquellos tíos (pero qué tíos, aquellos chavalitos) estaban demasiado idos de la perola. L'Anton, joder, se lo tenía más que dicho: «Acuérdate de cómo acabó el Ramón», pero el Rafa, joder, no pensaba meterse nada. Él, si acaso, se fumaría sus porritos para estar a su rollo, sin pasarse. Él controlaba. Él sólo quería sacarse una pasta para poder pillarse un carro de segunda mano y llevarse las peras de la Carmen a dar una vuelta por el pueblo o algo.

—Bueno… El Alex no os ha dicho nada, entonces?

—Eh?

—No os ha dejado un paquetillo?

—No, tío.

—No. El Alex sólo nos deja mirar algunas veces…

—Sí, tío.

—Tienes que verlo, tío. Seguro que te mola.

—Fijo. Pues… voy tirando, yo.

El Rafa se puso de pie y se sacudió los pantalones compulsivamente.

—No quieres un poquito d'esto?

—No, no, que me voy directo pa'casa y, como me huela mi vieja la ropa, me cruje'l lomo a hostias…

—Ya te digo…

—Que no? Y luego me lo pone pa'cenar, tío.

—Buah, qué no!

—Y me deja finito, eh?

—Ya ves.

—Bueno, chavales…

—Venga.

—Ya… Ya nos vamos viendo.

—Eh, tío…

—Qué?

—Tú no conocerás al tío ese de la furgonetilla, no?

—No, no. S-Si lo veo, ya os lo digo, vale?

—Vale.

—Venga.

—Va.

—Y no quieres probar un poquitito antes de irte?

—No. Ya, si eso, otro día. Venga.

—Nos vemos, tío.

—Nos vemos.

El Rafa salió del cuartucho sin mirar atrás, pero el pasillo volvía a ser un lugar frío y oscuro. Se preguntó dónde demonios podía estar el interruptor de la luz y, aún peor, cómo y cuándo lo había apagado el Víctor con ka. Tiró unos manotazos a la pared (aquello, quieras que no, estaba más o menos siempre en el mismo sitio) para nada. Insistió y, antes de acertar con el «clic», le alcanzó un susurro que le subió por la espalda y le erizó los pelos del cogote. «Cagunlaputa», venía de la habitación del fondo del pasillo. Se quedó parado (muy quieto). Si prestaba atención (si contenía la respiración un momento), diría que se podía escuchar un llanto de mujer. «No me jodas, tío». El chaval quería largarse de allí, pero no podía. Le dio al interruptor, «clic», y avanzó hacia la habitación del fondo del pasillo con mucho miedo.

Fue poco a poco. No estaba seguro de lo que había oído. Lo mismo era el llanto de una mujer que el lamento de un espectro. El Rafa no creía en nada de todo aquello, pero, yendo de camino a la boca del lobo, tenía que estar preparado para cualquier cosa. «Nunca se sabe, tío». Y no podía saberlo, ciertamente. A lo mejor era un puto gato (los putos gatos, algunas noches, sonaban como bebés abandonados en mitad de la calle) y, a lo peor, era el fantasma de una vieja aguardando en la sombra (no acababa de deshacerse del grito espantoso de la bibliotecaria de los cazafantasmas).

La bombillita más próxima quedaba a su espalda. Daba, sin embargo, para iluminar la entrada de la habitación. El Rafa vio un colchón en el suelo con alguien encima. «Vale (nada de viejas)». Se acercó en silencio. Lo mismo estaban durmiendo y decían cosas en sueños (lo mismo estaba despierta y no podía dejar de llorar). El Rafa vio el culo y las bragas de una chavala. «Vale (bien)». Tenía que tener frío porque estaba medio en bolas. Se detuvo en el umbral y buscó un interruptor y buscó dentro, por si había alguien más (una vieja o algo, que nunca se sabe), pero no había más que un colchón con una chavala en aquella habitación de mierda (le dio para ver algunos condones usados por el suelo y diría que una jeringuilla intravenosa con sangre dentro).

«De puta madre, tío». Asomó la cabeza, por ver si le pasaba algo a la chavala. Fijo que no estaba llorando. Ni dormida. El Rafa tuvo un pequeño susto cuando le pareció que la tía del colchón podía ser la Carmen. Tenía las piernas muy canijas y el pelo, visto desde el umbral, era lacio y negro como el suyo. Quiso pasar dentro. Quiso acercarse a preguntar. Lo mismo podía hacer algo por ella. Lo mismo era la Carmen que se había equivocado de coche en la puerta del instituto. Lo mismo no era ella, Rafa. Lo mismo era otra chavalita de administrativo que se había montado donde no debía (con quien no debía).

—Qué putada, nen. Pero qué puta mierda todo…

—Si es que'res un trozo de pan, tío.

El Rafa cruzó el umbral y se acercó al colchón. Miró de no molestarla. Miró de no pisar los condones. Temía hacer ruïdo. Si rompía alguna aguja del suelo, «crec», podía despertar a la vieja de la biblioteca que aguarda en todos los rincones oscuros de las casas abandonadas de Sant Mena. La chavala (que no era la Carmen, menos mal) tenía los ojos abiertos, pero no lo veía. Ni a él, ni a nadie. Estaba ida. El Rafita, mirando los suavísimos espasmos de su brazo izquierdo, temió que no cupiera la vuelta. L'Anton se lo tenía dicho a todos, cabrones. Por qué no le hacía caso nadie era algo que le dio mucha rabia al Rafa entonces.

—É-Él…

—Eh?

Pero ella no decía otra cosa. Muy de vez en cuando, repetía «é-él» y susurraba alguna cosa incomprensible. O suspiraba, sin más. El Rafa entendió que la chavala (si no era la Alba M., fijo que era una que se llamaba Montse, de tercero) seguía allí, entre los vivos. Tenía que irse, tío. De algún modo, el Rafa acababa de llegar y no le podía hacer más. Había coches en los que era mejor no subirse. Se quitó la chaqueta de fardar en la motillo y se la echó por encima (según como se pusiera, se le veían las tetillas y, así, en crudo, le habían dado mucha pena). Al menos, la tía no pasaría más frío. El Rafita, «ya lo siento», tenía que irse, pero, cuando se las folla por el culo, las pone a cuatro patas, tío.