El misterio de Sant Mena

11 de octubre de 1989

Una sombra larga se tendía sobre las calles de Sant Mena y pringaba el aire de una mezcla de inquietud y de zozobra. La Laia R. notaba la cosa pegajosa en la piel, al pisar en la acera. Todavía andaba por ahí con sandalias y pantalón corto (que no faldita) y su madre se seguía metiendo con ella cuando la veía vestida de aquella manera y le decía de broma que aquello era cosa «de tíos», pero que le quedaba bien «de todas formas» porque tenía diez y seis años y, «con esa edá, hija mía, te sienta todo bien».

—Ya.

—Pero qué te voy a decir yo a ti, no?

—Que sí, mamá.

Había cogido dos mil quinientas pesetas antes de salir de casa. Tenía que comprarse un diccionario. Eso, al menos, era lo que le había dicho a su madre y eso, aunque tenía su poquito de trampa, era la pura verdá. Bajó las escaleras renegando de todo un poco. Eran demasiadas cosas a la vez. Llevaba la cabeza como un bombo, la pobre. Desde que había empezado el curso, que no había parado. Se había medio enamorado, medio encaprichado, del Albert S., un tío muy majo de letras mixtas, pero, el otro día, sin venir a cuento, se había morreado (poco y mal) con el Oscar R. en las escaleras del insti, a la hora del patio, y todavía no sabía por qué. El pobre chaval, normal, tía, se pensaba que eran novietes y el Dani V., como se había enterado de todo, seguía pasando un montón de su cara. Pues vale, tío, tú verás lo que haces con tu vida, joder. Porque luego estaba la pava aquella, la Montserrat D., la profe de catalana, que la había tomado con ella porque le había dicho la verdá, que es que no le daba la puta gana de meterse todos aquellos «pastelotes burgueses» antes del puente de la constitución. Es que, además, se lo había dicho así, tal cual, y la tía, claro, la había castigado y había llamado personalmente a sus padres y la Laia, desde entonces, que no se presentaba en su clase ni de broma, tío, y la tía, claro, tenía que estar a punto de llamar otra vez a sus padres por teléfono y, al final, joder, se iba a liar parda.

—Pero yo paso mucho, tía.

Con todo lo que estaba pasando en Sant Mena últimamente, tercero de BUP se le estaba poniendo un poco cuesta arriba, vale? Pero no pasaba nada, tía. Ella tenía sus planes en la cabeza y lo tenía todo (más o menos) controlado. Aún estaba a tiempo de arreglar las cosas y, como el Dani V. no quería saber nada de ella, la Laia había estado buscando por su cuenta en la biblioteca municipal del pueblo. Comenzó por buscar «satán» en una enciclopedia grande, de muchos tomos, y dio en su lugar con «satanàs», que la llevó de inmediato a «llucifer», que resulta que era, además del príncipe de los demonios, una «estrella brillante» que no le servía de nada para su investigación. Ella estaba averiguando cosas de los rituales satánicos que se habían realizado en Sant Mena hacía unos años, así que volvió a «satanàs» y siguió con el dedo hasta «satanisme». La Laia, yendo más allá del montón de nombres extranjeros que salían mencionados por ahí, se quedó con la única alusión que se hacía al culto a Satanás: «la missa negra». Y, a decir del artículo correspondiente, la misa negra era una parodia de la misa católica en la que se le pedían favores al demonio, pero la Laia, que tenía la parodia por una broma, no lo veía nada claro cuando pensaba en los hechos de su pueblo durante el invierno de 1985 ó 1986.

Aquello no iba del todo bien, pavo. Se tuvo que levantar a por un diccionario para descubrir que los «actes lúbrics» de la misa negra eran actos sexuales y/o viciosos. En cuanto al «àdhuc» de después, luego de leerse las tres acepciones del diccionario, lo dejó en «incluso». La misa negra, aunque fuese una parodia de otro rollo, como una broma, podía acompañarse «incluso» de sacrificios humanos. Aquello ya era otra cosa, tía. La Laia, de camino a la librería del viejo Menna, recordaba cómo había levantado la vista de las páginas del librote para buscar en las mesas vacías de la biblioteca municipal de su pueblo. La luz de aquella tarde ya estaba teñida de pesadumbre. La Laia no sabía si leerlo como un presagio de algo chungo o como un aviso del propio Diablo. Buscó en «sacrifici» por probar, porque tenía el tomo a mano (el 20, rossell-Segr). Se hablaba de la sangre derramada como ofrenda vital. Se ve que era una forma de complacer a un dios (y, en este punto, la Laia colocaba al Satanás que se invocaba en las pintadas de la ermita). Luego seguía diciendo que habían prácticas en que se comían a la víctima, pero la Laia, de aquello otro, no se quiso enterar mucho, sabes?

Tenía el asesinato de una chavala del pueblo y tenía a la gente de la secta satánica, pero no tenía el «para qué» lo habían hecho, que podían ser muchas cosas del mundo: coches, dinero, poder. O vete tú a saber. La Laia se acordó de buscar «diable», pero los animales muertos de las granjas no le encajaban en su esquema. La sombra del Dani ya era otra cosa, joder, pero el diablo de la enciclopedia no le valía de gran cosa, al final. Allí se hablaba de fuerzas reales que influían en la bondad y en la libertad de las personas, pero, que ella no fuese creyente, no tenía nada que ver con que le pareciese que los hechos de Sant Mena no guardaban ninguna relación con el cristianismo y su sistema de creencias. Según lo veía ella, aquella figura que se cernía (de alguna manera) sobre su pueblo era mucho más antigua y natural que la idea pintoresca de un ángel caído de no sé dónde. Esto, quieras que no, tuvo que pensarlo durante un buen rato. La Laia quería venir a decir que aquello que acechaba en Sant Mena no era (ni podía ser) una invención del hombre. Porque aquello no era algo hecho a su imagen y semejanza, sino que era algo previo al propio hombre, algo que el hombre había aprendido con el paso del tiempo. Porque lo había conocido. Porque lo había visto pasar delante de sus ojos. Igual que había sabido del rayo o de la tormenta, había reconocido en aquella fuerza un principio más oscuro de la naturaleza que era mejor no tocar (lo que los cristianos, siglos después, habían identificado con su serpiente y con su Satanás).

—D'alguna manera tenían que llamarlo, no?

La Laia había dado un buen rodeo por el pueblo, al final. Había subido por la avenida de Can Baixeres, luego había bajado por Anselm Clavé y, por último, había vuelto a subir, chino-chano, por la calle de Montserrat, siempre sombría. El caso es que necesitaba salir de casa como fuera y, entre las referencias culturales de la entrada de «diable», se había quedado sólo con un nombre: Collin de Plancy, que se ve que tenía un «diccionario infernal» donde se profundizaba veramente en las cuestiones demoníacas. La biblioteca municipal, está claro, no disponía de ningún ejemplar entre los títulos de su fondo público y la Laia había decidido que lo encargaría en la única librería del pueblo.

Se detuvo frente a la puerta. Debían ser cerca de las cinco y cuarto del once de octubre de 1989. Su madre no había sabido ayudarle con los animales muertos de las granjas. Ella necesitaba algo así como un término enciclopédico, algo que pudiera buscarse por una letra, pero su madre, la Toya, entre que no se enteraba y que no quería enterarse, se la había quitado de encima diciéndole «ay, hija, cada día tienes más pájaros en la cabeza».

—Qué?

—Que te pongas las pilas, chica.

—Qué hablas, mamá?

—Que espabiles, hija. Que despiertes de una vez, caramba, que un día se te van a comer por los pies!

—Quién?

—El mundo, hija, el mundo…

Luego lo había intentado con su padre, el Carles, pero con mucho cuidado de no llamarle la atención con nada extraño, por no preocuparlo más de la cuenta. La propia Laia tenía la impresión de que estaba más viejo de lo que tocaba. Se lo había oído decir a su madre cuando hablaba por teléfono con las amigas: «está más apagado, sí». Y no sólo se referían al carácter, sino que tenía el pelo de la barba más gris y la piel más fina y arrugadita (como que se le notaban más los huesos de debajo).

—Papá, me ayudas con una cosa?

—Qué cosa?

—Es que tengo que buscar una información de algo que ha pasado en un sitio.

—Cuéntame.

—Es en un sitio, vale? Que ha habido como unos ataques…

—Qué ataques?

—Han matado los animales de unas granjas.

—Ganado?

—Sí, sí. Y otras cosas.

—Qué cosas, otros animales?

—Sí.

—Pues dilo bien, hija, que no cuesta tanto.

—Sí. Algunas mascotas. Algunos animales domésticos.

—Ya. Y qué quieres saber?

—Es que no sé por dónde buscarlo.

—A qué te refieres, Laia?

—En una enciclopedia, por ejemplo.

—Has probado en «ganado»?

—No.

—Pruébalo, pero no creo que resulte.

—Por?

—Porque, eso que cuentas, no es materia de enciclopedia.

—Ah, no?

—No. Tendrías que probar en una hemeroteca, pero te iba a llevar muchas horas de trabajo, hija.

—Hemeroteca?

—Sí. Es un fondo de prensa publicada.

—Aquí hay?

—Aquí, dónde?

—En Sant Mena.

—No. No creo.

—Y dónde…?

—En bibliotecas más grandes, no sé. Que te urge mucho?

—No. Pero tú sabes lo qué podría ser?

—El qué, hija?

—Lo que ha pasado.

—Perros salvajes. Casi con toda seguridad, hija.

Su padre le había explicado que no era tan extraño que los cazadores de la región se deshicieran de los perros que «ya no daban más de sí» y la Laia, por no hablar más de la cuenta, se había callado la boca y no le había dicho nada de que las bestias muertas, más que mordidas, estaban «como resecas». Abrió la puerta de la librería y entró pensando que venía de cruzar una masa de vaho caliente y pegajoso durante mucho más de veinte minutos. Aún hacía calor en Sant Mena. Puede que fuese el aliento pestilente de las alcantarillas, depués de todo. La Laia, al pasar dentro, sintió un golpe en la víscera del recuerdo. Aquel olor a moho, a moqueta caliente por la mañana, la puso de la mano de su madre Toya, yendo al médico con seis ó siete añitos. La penumbra del lugar estaba cargada de polvo y de papelotes antiguos. El viejo Menna estaba quietísimo detrás del mostrador.

—Hola.

—Hola, jovencita.

—Eh…

Había muchas cosas por todas partes. Montones de revistas y de periódicos; tebeos de risa y de aventuras; cantidad de sobres con cromos; mogollón de botes de chucherías; y ningún libro. Que se viera por allí, no había libros en la librería del viejo Menna. La Laia lo flipó un momento (había estado un montón de veces en su tienda y, hasta aquella tarde del once de octubre de 1989, con diez y seis años cumplidos, sólo había entrado allí para comprar porquerías para niños). Luego buscó los ojillos del tendero detrás del cristal ahumado de sus gafas y trató de recordar el nombre exacto de lo que había venido a buscar.

—Puedo ayudarte en algo?

—Eh… sí. Quería… Bueno, sí, venía a ver si tenían un libro.

—Qué libro?

—Eh, sí, se llama el diccionario infernal.

—Sí?

—Sí, sí. De… de Collin de Plancy.

—Colén de Plansý.

—Eh?

—Su autor era francés.

—Ah.

—Pero no lo tengo.

—No?

—No. Lo siento.

—Y… Y no se puede pedir o algo?

—No. Digamos que'stá descatalogado.

—No se hace, ya?

—No, no. No s'ha vuelto a publicar desde entonces, que yo sepa.

—Pues vaya…

El viejo Menna le sonreía divertido.

—T'hacía mucha falta?

—Sí. Bueno, no sé. Diría que sí.

—Puedo saber para qué?

—Bueno…

—No. Digo si no me meto donde no me llaman, eh?

—No. No sé. Estaba… Bueno, estoy haciendo un trabajo d'investigación en el insti, sobre los demonios y todo eso, sabes?

—Sí.

—Y quería mirarme'l diccionario ese, para, no sé… para'mpezar.

—Ya. Pero qué buscabas, más concretamente?

—Eh… Cosas de los cultos satánicos, sobre todo. Sacrificios humanos y cosas d'esas. Los rituales que s'hacen y para qué se hacen, digamos.

—Ya.

—Es un trabajo de filosofía.

—Ajá.

—Sí.

—Y qué se hizo del bueno de Nietzsche?

—Quién?

—No, nada. Vienes conmigo?

—Adónde?

El viejo Menna salió de detrás del mostrador y caminó hasta una cortinilla que había al fondo del cuartucho en el que estaban. Aunque la Laia no lo hubiese dicho nunca, era un hombre bastante más alto de lo que se pensaba. Le dio no sé qué verlo de pie frente a ella. Tenía los brazos y los dedos de las manos muy largos.

—Me sigues?

—Sí.

Luego se metió por la cortinilla de macarrones, «prerec, prerec», y siguió hablando «por aquí tengo que tener algo que te sirva, jovencita». La Laia dudó en serio. Fue perderlo de vista y pensar sin motivo que aquel era el momento justo de salir por la puerta de la calle para no volver nunca más, pero, joder, la Laia no tenía pensado vivir la vida con miedo, sabes?

—El qué?

—Ven. Ven a verlo tú misma.

—Vale.

Y fue a través de la cortinilla de macarrones, «prerec, prerec», con todas las dudas del mundo a cuestas.