El misterio de Sant Mena

12 de diciembre de 1990

El entierro de la señora Montserrat P. (el acto físico de lo que entonces era meter la caja dentro del nicho) coincidió en el tiempo con el entierro de su vecina, la señora Pilar N., la Pili en casa, pero ni el Javi ni el Carlos quisieron pararse a pensar en ello un segundo. La muerte avanzaba de puerta en puerta por Climent Humet y la ocasión exigía un día de lluvia blanda que borrase las lágrimas de los rostros y no aquella mierda de cielo gris, como sin nada, que había sobre sus cabezas desde hacía muchos días.

Lo menos, dos semanas. Desde que había empezado diciembre, que no habían vuelto a ver el sol, macho. El Javi seguía de los nervios. Apartó la vista del grupo de los familiares de la señora Montserrat P., a unos pocos metros de donde estaban ellos, y se refugió un poquito más detrás del Carlos, pero, joder, si le daba por escuchar la llorera de los pequeños, el Jaume y el Miquel, se le partía el alma en dos. Porque no podía ser, macho. Ya no les quedaban ni fuerzas para quejarse en condiciones, a los pobres. Lo suyo no era el lamento normal de unos críos que se acababan de quedar sin madre, sino una suerte de ronquera maquinal, que no sabían ni parar, «uuu-uuu, uuu-uuu». El Javi bajó la voz todo lo que pudo y, pegándose aun más al Carlos, le susurró al oído:

—Y'l Carles, tío? Que no piensa venir o qué?

—No.

—Por qué?

—Porque no es de la familia, chaval.

—Ni nosotros, joder.

—Ya m'entiendes, merluzo.

—No te pienses que no, eh?

—No, si ya lo sé, yo.

L'Anton se estaba solo frente a la pared de los nichos. El Carlos se había inventado que, a aquello, a lo que era todo el conjunto, le decían «columbario», chaval. Lo sabía de cuando habían enterrado a su mujer, la Tere, hacía casi un año, ya. Bueno, no tanto… pero casi-casi. Tampoco se iba a poner a contar una puta mierda, chaval. El Javi vio que allí cabían un montonazo de cajas, pero que apenas quedaban algunos sitios vacíos por la parte de arriba. Leyó algunos nombres de las lápidas y echó cuentas a su manera: si se había muerto primero la parienta del Carlos M. y, al cabo de unos pocos meses, la había palmado la Pilar N., luego le tocaba a él, que tenía la o en el apellido. Bueno, en realidad le tocaría a su mujer, la Raquel, que se apedillaba C. y que iría, en verdá, después de la ge de la Tere y de la ene de la Pili.

Vale que aquello no cuadraba del todo, eh? Pero es que ella ya estaba bastante mala desde hacía más de un año, sabes? El Javi sintió un escalofrío chungo cuando se lo planteó en serio, sin avisar: él mismo en el cementerio de Sant Mena, algún tiempo después, enterrando a su propia mujer, la Raquel C., en uno de aquellos nichos vulgares y cuadrados, «plomf, plomf, plomf». Todos verían al paleta poniendo paletadas de mortero en la lápida de su mujer y no dirían una puta palabra porque no habría nada más que decir. Si eso, también sería un día de mierda como aquel, con el cielo sin sustancia ni nada. Todo gris. Y frío de cojones. Pero es que no, tío. Eso no podía ser todavía, joder. Además, pavo, que antes le habían contado que la señora Montserrat era P. de apellido y eso, en todo caso, vendría siempre después de su o, no?

—Y c'hacen cuando no caben más?

—De qué'stás hablando, merluzo? Cuando no cabe'l qué?

—Más muertos, tío.

—Los tiran al río.

—Qué río?

—Al barranco, chaval.

El Carlos señalaba con la mirada más allá de la tapia del cementerio que tenían a su derecha, donde la torrentera d'en Baell. Luego, por una décima de segundo, la imaginación del Javi dio forma a un espacio físico en el que cupieron del modo más natural posible los huesos de los muertos junto a las cañas y el barro de la riera. En aquel sentido, la tradición de su pueblo consistiría (desde tiempos inmemoriales) en retornar los restos mortales al medio del que habían salido al principio, sabes?

—Y no s'emboza, cabronazo?

—El qué?

—La riera.

—No. Tú ves que s'haya'mbozao alguna vez, merluzo?

No. Claro que no. Pero menudo perraco que estaba hecho el puto Carlos con su carilla de pena y aquel bigotillo que llevaba como de chucho apaleado. El Javi bajó la cabeza y sonrió con cuidado de que no lo vieran. Por muy burro que fuera a veces, seguían de cuerpo presente en un funeral extraño, que no era el suyo, y había que comportarse como estaba mandado, joder.

—No, en serio… Dónde los meten, tío?

—En un osario. Todos estos sitios tienen que tener uno.

—Y eso qué es, com'un agujero en el suelo?

—Algo así, sí.

—Y cómo va, tío?

—Pues tirándolos dentro, chaval. Qué quieres que hagan, si no?

—No, ya… Yo digo que cada cuánto los tiran, eh?

—No lo sé.

—Cuando pasen treinta años, por ejemplo?

—No. Tiene que ser más. Lo menos, cincuenta años.

—Y si se llenase de golpe, qué?

—El qué, el cementerio?

—Sí.

—No sé, chaval. Habría que buscar otro sitio, no?

—Otro cementerio?

—Sí. No te pienses que's tan raro… El viejo está donde la iglesia.

—Dónde?

—Justo al lado de la iglesia.

—Qué dices, tío?

—No lo sabías?

—No.

—Pues mira a ver donde pisas, chaval.

El Carlos le señaló con la cabeza la figura triste de l'Anton, quieto frente al «columbario» de los muertos, y el Javi vio a otro hombre solo bajo el cielo. Pobrecillo, el tío. No es que hubiesen hablado mucho a lo largo de los años, que digamos, pero se lo veía un buen hombre después de todo lo que había pasado en el pueblo. El Carlos le tenía mucho aprecio y respeto y el Javi, al pensarlo, no sabía muy bien dónde meterse. Miraba la gravilla del suelo y rascaba los hierbajos resecos con la punta del zapato, «rsss, rsss, rsss».

Era el puto mes de diciembre. Hacía bastante frío ahí fuera. Las charlas con la Concha se habían repetido varias veces después de la primera. Les valía con cualquier excusa para verse. Ella le plantaba delante una taza de café calentito, en la mesa de la cocina, y él se desahogaba un ratillo, con mucha pena del mundo y de sí mismo. Porque «mi pequeña se'stá muriendo, mi madre'stá medio loca y mi mujer… Yo no sé lo que le pasa a mi mujer».

—Pero tú la quieres?

—Yo?

—La sigues queriendo o no?

—Yo… No lo sé, tía. Es que nos casamos muy jóvenes, los dos.

Ya. El «te comprendo» de después iba acompañado casi siempre de una mano franca sobre la pierna, de amiga. El Javi entonces la miraba con tristeza verdadera en los ojos y alguna otra historia de fondo. La Concha no necesitaba más. Al parecer, había visto muchas cosas en la vida. La mano le subía hasta la bragueta y se la bajaba con mucho cuidado de no romper nada. Como si no quisiera molestar a los vecinos del segundo primera. Luego no hacía falta que siguiesen hablando. Ella lo masturbaba con mucha ternura, con un cariño grande de madre, y recogía en un papel de cocina las gotitas de semen que escapaban del pene del Javi, al final de todo.

—Parece agüilla, tía.

—Ya comes bien?

—Lo que pillo, sí.

—Te'ncuentras mejor, por eso?

—Sí. Un poquillo, sí.

El «gracias» que le venía a la boca después de correrse casi nunca le salía decirlo, por lo que fuera. Ella tampoco le decía nada de su relación con el Carlos, pero se sobrentendía que había que callarse lo que pasara allí, entre ellos. El Javi daba por sentado que no irían nunca más allá, vale? Eso seguro, tío. Aunque él tuviera unas ganas importantes de tocarle los pelos del coño, había en las pajas de la Concha una intención sincera de aliviarle la carga a un amigo. En este caso, el Javi. Si ella hubiese sido su colega de toda la vida, como una amiguilla del cole o del barrio, hubiese quedado más bien rarito, no? Pero fijo que, con el tiempo, lo habrían llevado con toda normalidad, tío.

No hacían nada malo, al final. El Javi adivinó antes de tiempo que el pensarlo le sentaría igual que un puñetazo en el estómago. El daño le iba a subir de poco a poco y, si no hubiese estado acompañado, se habría doblado de dolor en el suelo mismo del puto cementerio. Uf, tío. Había ido directo al hígado, joder. Tenía que aguantar de pie. La peña había empezado a marcharse de allí después de darle el pésame a l'Anton. El Carlos le había avisado del tema con el codo, «va, vamos».

—No, tío.

—Qué?

—Que no puedo.

—Qué pasa ahora?

—Que no, tío. Que no…

—Que no qué?

En su cabeza, las aguas ácidas de Kastol que llevaban años enterrando en los terrenos abandonados de Can T., bastante más arriba de los yermos del castillo, habían acabado envenenando de forma fatal los depósitos naturales del pueblo y aquellas dos mujeres muertas del doce de diciembre de 1990, la Montserrat P. y la mujer de l'Anton, la Pili, sólo eran las primeras víctimas conocidas de su delito. Habían cometido un crimen en masa contra la población de Sant Mena, tío. El propio Carlos le había comido el tarro durante tanto tiempo con su miedo a la corrosión de los metales que, al final, chaval, se lo había creído todo. Además, que el Javi, después de oírle contar al Carles su historia del cornezuelo, se pensaba que prácticamente todo era posible en la vida, sabes? Porque, si la peña estaba intoxicada por culpa del agua del grifo, lo podían estar flipando mucho, vale? Y, a él, joder, ya le estaba doliendo el estómago igual que si le hubieran dado un patadón muy fuerte en la barriga, «uuuch». Porque él, joder, no sería menos que nadie si tenía que beberse un vaso de agua detrás de otro, vale?

—J-Javi… Estás bien, chaval?

No. Mientras la muerte avanzara de puerta en puerta por Climent Humet y no le hicieran nada, ni el Javi, ni nadie en Sant Menta, podría estar bien. El Carlos se le puso corriendo debajo del brazo y lo sostuvo en pie. Unas arcadas repletas de sangre estaban a punto de manchar para siempre el recuerdo de la pobre Pili y los suyos.