El misterio de Sant Mena

12 de enero de 1986

Fuera, en la noche del invierno, cuando la sombra y el frío se confunden en una sola cosa, como algo que no considera la vida, como algo que se aparece al hombre de un modo horrible y hostil, un coche (un seat ritmo color ceniza) entró en el llano que se abría delante del caserón del viejo Menna, a las afueras de la población, pisando lentamente sobre la grava, «crrr». Aparcó junto a una furgoneta (blanca, de currela, donde se leía «Instalaciones y reparaciones Carlos M. Buenos servicios») y apagó el motor y las luces (más abajo, se indicaban las señas de contacto: número de teléfono y dirección fiscal). Luego, quien quiera que hubiese en el interior del coche esperó a oscuras, pacientemente.

Dentro, en la quietud de un salón rústico y pobre, la Concha R. (Conchi para los amigos) se servía un vasito de coñac (que era lo primero que había pillado en el mueble bar) y le daba vueltas a la cabeza. Aunque estaba decidida desde hacía un rato, necesitaba algo, un empujoncito, para lanzarse en brazos de aquel hombre. El Carlos, su amante del último mes-mes y medio, estaba harto de tanta mamada y pedía más, «otra cosa». Perjuraba, «por lo que más quieras», que no habían dejado de gustarle sus mamadas, porque no era posible que no le gustasen a «ningún hombre vivo sobre la faz de la tierra», pero el Carlos necesitaba más y estaba dispuesto a dar un paso adicional en su relación con ella, «si tú lo quieres, Conchi».

Se había presentado sin avisar a eso de las nueve y media en su casa y, después de que ella le chupase la polla en el sofá del salón (donde todavía seguía sentado), él había empezado a soltar todo lo que traía pensado de casa y le había dicho que, si ella lo quería, él abandonaba a su mujer y a su hija, «hoy mismo», y se venía a vivir con ella, «los dos juntos», cuando se lo dijera. Es más, si ella se lo pedía, él lo dejaría todo atrás sin pensarlo (según contaba, estaba harto de la vida que llevaba y ya no podía más). «No puedo más, Conchi. No lo aguanto» y la Concha, mirando reposar el licor en el fondo del vaso, no sabía qué decirle porque, en el fondo, las palabras no eran más que palabras, chica.

Después de dar un primer sorbito de coñac, por cogerle el gusto y por quitarse el sabor a semen del paladar, la Concha (Conchi para los amigos) temió que el Carlos fuese en serio después de todo. Eran las diez y ocho minutos de la noche de un domingo, el doce de enero de 1986, y el tipo no estaba en su casa, con su mujer, sino que seguía en su salón, con ella, «hablando las cosas (porque digo yo que tendremos que hablarlo, no?»).

La Concha se tomó otro sorbito y consideró (de nuevo) que, echándole un polvo, a lo mejor le quitaba las tonterías de la cabeza y se olvidaba de todo. Tenía que hacer un poco más de tiempo. Tenía que dejar que se repusiera (nada, un momentillo). En la medida en que el tipo no se la había podido follar todavía, tenía que estar encoñado por fuerza (por fuerza, su petición de más, su «otra cosa», implicaba que ella se bajase las bragas). La Concha necesitaba otro traguito. Si lo mejor para los dos era que se lo follase allí mismo, en el sofá del salón, antes tendría que ponerse otro vasito de coñac. Todavía tenía que darle otra vuelta al asunto (al menos, una más).

—Conchi?

Porque la Concha, aunque estaba decidida, no se decidía.

—Qué?

No podía ignorar que cabía la posibilidad de que el polvo, al tipo, le gustase no poco y, lejos de desquitarse, quisiera repetir y volviese a por más, otro día. La Concha, en principio, sólo estaba dispuesta a dejarse follar una vez (al fin y al cabo, ella había empezado con todo aquel asunto de las mamadas de polla). Aunque nadie se lo había pedido, ni esperaba de ella otra cosa (sólo que estaba sola y necesitaba desesperadamente abrazarse a los pantalones de un hombre), sentía en el alma que debía zanjar aquella cuestión por sus propios medios, cuanto antes.

Aquel hombre (¿su amante desde finales de noviembre?) no tenía culpa de nada, tampoco. Todo aquello había sido cosa suya, que se metía su polla en la boca cada vez que asomaba por la puerta de casa, antes de que pudiesen hablar nada. «Está bien, chica», podía acostarse con él una vez porque, de algún modo, se lo debía, pero no veía nada claro que le saliera del coño follárselo una segunda o tercera vez (la Loli estaba muerta, y el panadero Juan, sin consuelo desde el pasado dos de enero).

—Concha, me oyes?

—Sí, sí.

—Que hay un coche en la puerta.

—Qué?

—Que ha llegado alguien.

—Quién?

—No sé, mujer.

—Voy?

—Es tu casa.

Pero la Concha, después de apurar el vasito de coñac, no se movió del sitio. Algo le decía que era mejor no abrir la puerta de casa. Miró por la ventana de la cocina, que daba a la parte de atrás del caserón, y no vio a nadie merodeando por allí. «Joder», el coche que decía el Carlos había parado delante y, que se viera desde el mueble bar, ningún hombre con ninguna máscara los estaba acechando en las sombras del patio trasero.

—Pasa'lgo, Conchi?

—No, no (no creo).

—Quieres que abra yo?

—No (espera). No han llamado, no?

—No.

—Pues no abras.

—Esperabas a alguien?

—No.

El Carlos, que la miraba desde el sofá del salón, se puso en pie (se abrochó los pantalones) y se dirigió a la ventana que daba a la puerta de la calle, por saber quién había llegado, pero la Concha (mucho más rápida que él) comprendió que, en cuanto asomase la cabeza tras la cortina, lo acabarían viendo, no? «Joder», si las luces del salón estaban encendidas, cualquier movimiento en la ventana tenía que verse (por fuerza) desde la calle.

—Dónde vas?

—A echar un vistazo, mujer. Igual pasa algo.

—El qué?

—No sé, alguien que s'ha perdido.

La Concha pensó en apagar las luces del salón, pero ya era demasiado tarde. Algo (un pálpito) le decía que corrían peligro y, de sobras, sabía que las puertas de su casa no le iban a servir de nada. Quiso beber un sorbito más, pero el vaso estaba vacío, sin gota. No se puso más coñac porque estaba pendiente de la entrada de la calle y del Carlos, en la ventana del salón. «Malo», el tipo hacía que no con la cabeza.

—Mieeerda.

—Qué pasa?

—E-Es tu… tu…

—Quién?

—El padre de tu hija.

—Eh?

La Concha se olvidó del vaso vacío y se acercó al Carlos, a mirar afuera, por encima de su hombro. Entonces lo vio. A la sombra del viejo caserón, junto a la furgonetilla blanca del currela, había otro coche aparcado, completamente a oscuras. Era el seat ritmo color ceniza del Alex T., el cabronazo de su ex.

—C'hace éste aquí?

—No lo sé (nada bueno).

—Tranquilo, vale?

—Yo'stoy bien.

—Tú no digas nada, vale?

—Vale, vale (es cosa tuya).

La Concha, que solía andar en pijama por casa desde que se ponía el sol, se puso la bata de las noches perras y salió a la calle en zapatillas, sin pensárselo dos veces (sería mejor no abrir la puerta, desde luego, pero ya los habían visto y no se podía hacer otra cosa, chica). El Carlos se quedó frente al cristal de la ventana, mirando. Un hombre grande (sin machete) se bajó del seat ritmo y apuró la última chispa de vida de un cigarrillo. Luego comenzó a caminar (poco a poco) hacia el caserón destartalado del viejo Menna.

—Qué pasa, guapa?

—C'haces aquí, Alex?

El Alex siguió adelante, poniéndose cada vez más cerca.

—Tenía ganas de verte.

Y la Concha, en lugar de echarse atrás, dio un paso al frente.

—Pues ya m'has visto. Ya te puedes ir por donde has venido.

—Tengo c'hablar contigo, joder.

—Tengo visita.

—Qué? Quién?

—Un amigo. No t'importa.

—No me jodas… Yo me preocupo por ti, Conchita. No me lo quieres decir?

—No. Vete.

—No, Conchita. He venido a por una cosa.

—Qué quieres?

—No m'invitas a pasar?

—No. Tengo visita (te digo).

—Y lo tenemos c'hablar aquí, en la calle, por cojones?

—Joder, sí.

—Antes quiero verle'l jeto a tu amigo.

—No.

—Cómo se llama?

—Que no t'importa.

—Vale, vale… Me callo.

—Mucho mejor.

—Sólo dime una cosa, Conchita…

—Qué?

—Te da todo lo que quieres?

—Cállate la puta boca, joder.

—Tú y yo sabemos que no, eh, pequeña?

El Carlos (puesto detrás del cristal de la ventana) no sabía de qué estaban hablando. No se los oía bien. Las palabras iban cargadas de vaho y de sombra y no se les entendía gran cosa desde el interior de la casona, pero la figura menuda de la Concha se erguía frente al corpachón del bestia del Alex como si supiera lo que estaba haciendo (como si lo hubiera hecho otras veces antes). Daba la sensación, sin embargo, de que el tiparraco aquel podía echarse sobre ella en cualquier momento y quebrarle el espinazo como una ramita, «crec», si le daba la puta gana. El Carlos no se equivocaba de mucho. El Alex, de repente, se abalanzó sobre la Concha y la agarró del brazo, con violencia. La mujer forcejeó en vano. Estaba atrapada, sin posibilidad de huir. Gritó «¡suéltame, animal!» y aún gritó otras muchas cosas sin miedo de despertar a nadie (como a su hija, dormidita en una habitación de la segunda planta del viejo caserón). No serviría de nada. Ella misma lo sabía. Estaban solos en mitad de la nada y del bosque, expuestos a su suerte (la que quiera que fuera). El Carlos, entonces, abandonó la seguridad del salón a la carrera. No lo pensó un segundo (cuando sabía, por su vida, que debería haberlo hecho). Saltó como un resorte por la Conchi, «joder, joder, joder», dispuesto a partirse la cara si hacía falta (por el camino, apenas un momento, oyó más voces confusas con gritos, «que m'haces daño, joder»).

—Eh, tú…!

—Qué?

El Carlos sintió los ojos de la víbora en la carne, como dos agujas de saliva bajo la piel. Su mirada de veneno y de odio estaba enmarcada en los duros contornos de su calavera. Tenía los pómulos afilados (como si los placeres de la vida, «schrup», le hubiesen sorbido el jugo de las mejillas) y los dientecillos que enseñaba a través de una mueca estúpida (que ni era alegre, ni era sonrisa) despertaban el vivo recuerdo de la muerte. El Carlos sintió asco de verlo. Aquel chaval no podía tener más de veinticinco años en la vida y ya corría como loco hacia la boca del lobo.

—Suéltala, haz el favor…

—Por qué?

—No la oyes o qué?

—Joder, sí. Eh, Conchita?

Y volvía el rostro hacia ella y le escupía un aliento de mil demonios a la cara, cerca de la oreja. Iba cargado de babas y de malos recuerdos (la Concha, devuelta por un momento al borde del foso, cuando aún no tenía veinte años, se negaba a mirar con todas sus fuerzas).

—Que me sueltes, joder!

—No. Antes me tienes que dar una cosa…

—El qué?!

—Tu hija. Me la tengo que llevar un momentito, para una cosa.

—Qué? Mi hija?!

—Suéltala, te digo!

—O qué?

El Carlos no dijo nada. Aquel tipo le sacaba (por lo menos) una cabeza y dos espaldas. Tendría que haberle preguntado a la Conchi por las armas de caza que guardaba el caserón del viejo Menna. Antes de salir, tendría que haber ido a la cocina a por un buen cuchillo. Desde que se había enterado de quién era el padre de la criatura, el Carlos se debería haber puesto en lo peor y, sin embargo, no había hecho nada (aparte de buscar su coche por los sitios, en el espejo retrovisor). Si tan dispuesto estaba a seguir adelante con la Conchi, tendría que haberse procurado la manera de hacerle frente a la bestia. En la furgonetilla, sin ir más lejos, tendría que haber dejado una barra de hierro o algo. Apretó los dientes y cerró los puños. Pensó en volver adentro a por un cuchillo de cocina, pero era demasiado tarde. La Conchi (en sus manos) se retorcía de dolor, «joder».

—Déjala.

—Trae a la niña.

—Eh?

—Trae a la niña y me voy.

—Qué?!

—Que la traigas (que me la llevo).

El Carlos sintió que se encogía ante la firmeza (y la negrura) de su voluntad. Las voces de aquel hombre resultaban espantosas bajo el cielo nocturno de Sant Mena. Tanto si quería llevarse a la cría como si se proponía quebrarle el espinazo a la Conchi, «crec», el Carlos tendría que plantarle cara con las manos desnudas (que no eran ya dos puños cerrados, sino dos puñados de miedo y de nervios). Estaba claro (por no decir clarísimo) que, si nunca llegaba a pelearse con él, le daría de hostias a placer, a su puñetero antojo. El Carlos no tenía ninguna posibilidad. No tenía nada que hacer contra un hombre así de grande y de monstruoso. Aquel tipo no tenía un gramo de piedad en el pecho. Le pegaría (si lo quería) hasta matarlo.

—Déjala (le'stás haciendo daño).

El Carlos tenía miedo de morir tirado en el suelo, lejos de su casa. En lugar de morir en una cama (calentito, con los suyos), exhalaría su último aliento sobre la tierra helada, en una noche fea de invierno. Pensó en decirle que «sí», que le traería a la niña, como una manera de ganar tiempo (tiempo para seguir viviendo, tiempo para pensar). Si lograba volver al refugio de la casa, tendría ocasión de buscar las armas de caza o, a las malas, de huir por detrás sin ningún cuchillo de cocina en las manos. Podía llevarse a la niña, campo a través. La mala ánima del Alex no había venido a matar a nadie (todavía). Quería, por lo que fuera, a la cría. Después de todo, era su hija, no?

—Déjala, te digo.

—No (la niña).

—Déjala y te traigo a la niña.

—No!

—Calla, Conchi (calla, por favor).

—No, no! No se la traigas, no…

—Suéltala, Alex.

—Eh?

Le hablaba la Rosa, a su espalda.

—Déjala, tío. Nos vamos.

—No, la niña.

—Que no. Que nos tenemos que pirar, tío.

—No (el huevo).

—Ahora, no, Alex.

—Joder. Joder. Joder.

La Conchita gimió de dolor porque el Alex cerró su zarpa con furia en torno a su brazo (justo por debajo del hombro). Luego la soltó y la pobre mujer, quieras que no, salió rebotada contra el suelo, «au, au, au». El Carlos estuvo a punto de correr a su lado, para levantarla, pero el Alex aún tenía que decirle una última cosa. Sin mirarle a la cara, se lo dejó muy claro con babas de víbora sedienta:

—Esto no se queda así, me oyes?

—Sí.

—M'estás tocando mucho los huevos últimamente…

—Ya.

El Carlos no podía olvidar el incidente del cementerio: «Trae'l machete».

—Ya? Tío, al final, alguien se la tiene que cargar. Al final, siempre es una cosa por otra. Si tú me jodes hoy, aquí, yo, mañana…

—Alex, va (nos tenemos que largar d'aquí).

—Que sí (que ya voy).

El Carlos no se tuvo que callar nada porque, en aquellas circunstancias, era mejor no decir una puta palabra. Sin quitarle el ojo de encima al bicho, se preocupó por el estado de la pobre Conchi (no podía tener nada serio, sólo se había caído al suelo, sobre los guijarros). La mujer no se movía del sitio. Era un bulto que sollozaba sin consuelo, a los pies del Alex. En aquel punto, la Rosa (con su carita de niña buena, preciosa y triste) no quiso esperar más.

—Vamos, va!

—Que sí, joder.

La mala ánima del Alex se volvió y, por el momento, se fueron los dos en el coche.