El misterio de Sant Mena

12 de marzo de 1990

Primero, el tío de la seguridad social le había contado que su hija tenía «anemia perniciosa» y luego le había soltado a la cara que si no le daban de comer a la cría o qué? Por poco que no le parte la boca allí mismo, joder, pero el susto que se escondía dentro del nombre, de «anemia perniciosa», le pudo más que la rabia que le daba el pavo aquel. De hecho, el susto que se llevó nada más oírlo le pasó por encima como un tráiler de cuarenta toneladas y lo dejó tirado un buen rato en un banco de plástico que había en un pasillo del centro.

En uno cualquiera, no sabía cuál. La luz era blanca y aséptica y el Javi sabía que había hecho algunas cosas mal. El tío de la seguridad social, con el tono más bajito, como menos subido, le había explicado que no era necesario ingresarla «por el momento», pero que debían comenzar a suministrarle dosis diarias de vitamina B12, además de cuidar su dieta, etcétera, etcétera. El Javi dejó de escucharle en cuanto entendió que su hija Maruja no se iba a morir de un momento a otro como se venía temiendo desde que había salido de casa con la niña en brazos, medio desvanecida, «gracias, doctor. Muchas gracias por todo, pero me tengo que ocupar yo mismo de todo. Mi mujer no ha podido venir, no se encuentra bien, la pobre».

Porque, a aquellas horas de la mañana del lunes doce de marzo de 1990, la Raquel seguiría metida en la cama, como siempre. Desde que se había pedido la baja del curro, que se pasaba el día tumbada, sin hacer nada. Él, al principio, se pensó que estaría depre por lo que fuera, pero es que habían pasado mogollón de meses y cada semana que pasaba estaba peor de lo suyo, tío. Le había dicho de ir al médico no sé cuántas veces, pero la Raquel, en cuanto le sacaba el temita, se ponía hecha una furia y lo mandaba a tomar por el culo más pronto que tarde, «puto imbécil de mierda».

El Javi miraba desfilar al personal del hospital por delante de él y se ponía malo sólo de pensarlo. Olía como a desinfectante, verdá? La enfermedad se tendía como una mancha de humedad sobre las paredes de su hogar y le empañaba la mirada y los ojos, al final. Él estaba esperando su puto turno, joder. Desde que se había muerto la mujer del Carlos, se había instalado en la idea de que el siguiente en recibir era él. Si su mujer no estaba criando un cáncer tumoroso por dentro, los análisis que le estaban haciendo a la Marujita les iban a descubrir un soplo fatal en el corazón.

Fijo, tío. Era cuestión de tiempo. Un día iba a sonar el teléfono de casa y él sabría por el tono de voz de quién fuese que habría llegado la hora de encajar la hostia en mayúsculas. Joder, si se iba a partir por la mitad, pavo. El Javi iba de duro por la vida, vale, pero porque, en el fondo, era muy buen chaval y tenía mucho miedo de que le hiceran daño. Pero del que no te salen moratones, sabes?

Sentía pánico de quedarse solo. Había vivido varios meses con el temor de que lo dejasen tirado en casa. La Raquel le había contado varias veces que una tía de su curro, de Kastol, se había largado con otro (así, sin avisar) y el Javi, joder, se había puesto mogollón de veces en el sitio del pobre pavo al que habían dejado abandonado solo en su piso. Además, que, si la Raquel se lo decía, sería por algo, no? Pero, desde que estaba metida en la cama, medio mala, medio no sé qué, el miedo se había ido transformando en algo muchísimo peor, más negro y más sordo. Porque, al final, podía perderla del todo, tío. Para siempre, sabes?

—Puedo llevármela ya?

Tuvo que levantarse a preguntarlo cuando se le encogió el corazón de mala manera. Pensaba todo el rato en la muerte reciente de su mujer. Sin quererlo, se había estado imaginando que, al entrar en casa, de vuelta del centro con su hija, se la encontraría fría sobre las sábanas de la cama. Estuvo a puntito de llamarla por teléfono. Tenía que haber una cabina cerca. Él llevaba monedas encima, pero el tío de la seguridad social le dijo que tenían que acabar de hacerle algunas pruebas a la niña, «algo rutinaro», y que no tardarían mucho en poder marcharse para casa.

—Vale, tío.

El Javi pensó en su hijita pequeña en manos de unos amables desconocidos y le dio no sé qué en el pecho. Por lo que fuera, había relacionado la sensación helada de la otra noche, cuando se la metió a la Raquel en el coño, con el frío de nevera que tenía que desprenderse por fuerza de su cadáver el día que se la encontrase muerta sobre las sábanas blancas de la cama de matrimonio. Fue algo chungo, tío. Él no tenía ganas de una mierda, pero se despertó de repente, en mitad de la nada, con la Raquel encima. Le había estado chupando la polla como nunca antes, con babas frías y la boca muy sucia.

—Q-Qué haces? Qué pasa?

Hacía muchísimo tiempo que no follaban por follar. El Javi tenía que pedirle muchos sábados que le dejase ponerse un ratito entre sus piernas, «pa'descargar tensiones, nena», pero, aquella noche negra de invierno, la Raquel se le montó arriba y jodió con él porque sí, porque le venía en gana, pero el Javi, en lugar de subir, se hundió en un pozo espantoso de repugnancia. Una náusea grande se le fue creciendo por dentro. Estuvo cerca de potar y todo, pero la Raquel siguió dándole y dándole hasta que se le escapó el semen de la polla como un sipiajo aguado, sin apenas sustancia, «tsss, tss, tss».

Lo peor de todo fue la frialdad de después. El Javi empezaba a creer que la madre y la hija compartían un mismo tono de piel. Era algo jodidamente enfermo, como ceniciento, igual que las sombras del pasillo, donde la mancha de las humedades. La Raquel le decía siempre que tenía «mucha hambre», tío, y el Javi, viendo desfilar al personal del hospital por el pasillo, frente a él, sentía en el alma el lento gotear de los bidones que había enterrado en los terrenos abandonados de Can T., no tan lejos de allí, después de todo.