El misterio de Sant Mena

12 de noviembre de 1985

Medianoche

Aunque el cielo seguía preñado de negrura, l'Anton no había vuelto a pensar ni en los misiles de los hombres, ni en el fin de las plantas y las bestias sobre la faz de la tierra. Su miedo, aquella noche del doce de noviembre de 1985, era otro. Andaba de camino a casa por la cuesta del Doctor Fleming y no dejaba de volver la vista atrás, hacia la carretera comarcal que partía Sant Mena en dos mitades. Y no veía nada. No había nadie en la calle.

Pasadas las once y media de la noche, l'Anton había visto pasar un coche a toda velocidad frente a la gasolinera donde dejaba pasar su vida. No recordaba apenas nada del vehículo (ni el color, ni el modelo), pero conservaba un vago temor en los huesos, como si el metal, el motor y la furia de aquella máquina se propusieran destrozarle el esqueleto mortal de un momento a otro. Y le dolía pensarlo. Lo mismo que le dolían las orejas por culpa del frío después de tantas horas a la intemperie, le mataba imaginarse que un coche como aquel (sin color, ni modelo) pudiera pasarle por encima a su hijo pequeño, el Miquel.

L'Anton arreció el paso y miró dos veces antes de cruzar la calle solitaria. A aquellas horas de la noche, todas las persianas estaban echadas. No había luz en las casas. Estaba solo bajo el cielo. En la esquina con Climent Humet, l'Anton no pudo no buscar la efigie del castillo en la oscuridad, a su espalda. Aunque la vieja mole de piedra se levantaba a poco más de tres cientos metros de allí, la niebla lo envolvía todo más allá de la encrucijada entre las calles del Doctor Fleming y Climent Humet. Menudo mal rollo. Si se quedaba a mirar un poco más, aquella espesura (de sombra y de nada) lo acabaría engullendo también a él.

L'Anton no quiso estarse parado un segundo más, «¿pa'qué?», así que siguió su camino de vuelta a casa. Topó (volvió a encontrarse) con los obstáculos de siempre. Su calle era estrecha porque era de planta antigua. Daba para que pasase un carro tirado por dos bueyes, pero no para que los coches no aparcasen sobre la acera. Tuvo que andar por en medio de la calzada (como cada día de su vida en Sant Mena). Pero no le importaba. Si aquella noche del doce de noviembre de 1985 llegaba un vehículo a toda velocidad por la cuesta del Doctor Fleming, tendría tiempo de sobra para esconderse. Lo oiría venir de lejos. L'Anton andaba extrañamente atento a las variaciones del aire nocturno, a su alrededor.

El ruido (algo arrastrándose en el suelo) le llegó del interior de la ermita de Santa Caterina. El templo era un pequeño edificio de piedra encajonado entre dos casas de vecinos (los Ramoneda y los Clapés) y, a l'Anton, siempre le había parecido una construcción muy antigua, del tiempo de los carros y de los bueyes. La puerta estaba entornada. Había luz dentro. Y voces. L'Anton se quedó quieto en mitad de la calle y de la noche, escuchando.

Nada. Nada y la risa pequeña de una mujer. Un hombre que l'Anton imaginó grande y oscuro arrastró otro banco por el suelo de la ermita y la voz de otra mujer (eran tres, en total) recitó unas palabras en latín (o eso creyó escuchar l'Anton). Después oyó cierto chapoteo sobre las paredes y el rumor grave de alguna forma de rezo, que subía para perderse en las entrañas del templo, como el humo de una vela.

L'Anton quiso acercarse para saber más, pero algo muy dentro del pecho le retuvo a unos metros de la puerta de Santa Caterina. Luego pensó que, si alguien salía del edificio, le vería y, si se veía con alguien en mitad de la calle, él le sabría el rostro y el otro le reconocería sin falta a pesar de la oscuridad de la noche. Malo (muy malo). Al cabrón del gasolinero lo conocía mucha gente del pueblo. L'Anton titubeó unos segundos, sin embargo. Tenía frío (las orejas heladas) y veía una rendija de luz en la puerta de la ermita. Luz de velas, a juzgar por la manera en que vacilaban las sombras del interior.

Quiso acercarse unos pasos, tan sólo. Quizá podría mirar dentro un momento y, después, largarse corriendo a casa (tres viviendas más abajo), pero la fuerza de dentro del pecho (como un pellizco muy grande de la vida) le apartó, sin dudarlo, a grandes pasos del misterio de Santa Caterina. No era sensato quedarse en medio de la calle a aquellas horas. Hacía frío. Era de noche. Así que se metió en casa a toda prisa y echó la llave y el pestillo. No se atrevió a encender la luz del recibidor. Podían verla desde fuera. Subió a oscuras la escalera del primer piso y buscó tras los cristales del balcón. Apenas alcanzaba a ver dos casas más allá. Si no se asomaba a la calle, no podría ver quién salía de la ermita ni qué estaba pasando allí.

Esperó detrás de las cortinas. No se oía nada. L'Anton se escuchaba respirar en la soledad del salón y se comprendía como un hombre pequeño en la inmensidad del mundo y de la noche. Miró, a la luz de una farola, el mono azul de gasolinero que llevaba puesto. Estaba sucio de grasa y de frío. Todavía tenía que meterse en la ducha si quería volver a encontrarse en la vida. El misterio de Santa Caterina no era para gente como él. Si se asomaba, si lo pillaban, si lo cogían… Su mujer y sus dos hijos estaban durmiendo en la habitación de al lado. Aunque algo lo retenía frente a la puerta del balcón con ardor indecible, l'Anton decidió que no quería saber nada de la profanación de la ermita aquella noche del doce de noviembre de 1985.

Media mañana

La Concha (Conchi para los amigos) no entró sólo a por pan al negocio de Juan P. en la mañana del martes doce de noviembre de 1985. En primer lugar, antes de abrir la puerta, miró bien quién había dentro. El panadero estaba solo, detrás del mostrador. Era el momento que había estado esperando. La Concha se armó de valor y pasó al interior, muy decidida. Luego, a mitad de camino, se acordó de dar los muy buenos días como se había propuesto.

—Hola.

El hombre no era muy expresivo, tampoco. La Concha no pudo saberle el ánimo ni por el gesto, ni de palabra. Parecía (como solía) entre aburrido y fastidiado. La mujer se llegó al mostrador de todos modos y le sonrió como buenamente pudo:

—Hola, Juan.

—Qué te pongo?

—Una barrita de cuarto, por favor.

—Una de cuarto, vale.

Y se volvió a por el pan de la cesta, a su espalda. No era un hombre grande, pero estaba fornido (que no fofo). La Concha quiso morderse el labio, pero acabó arreglándose el flequillo con tres golpes rápidos de dedos. Rumió qué podía decirle a continuación y se encontró, sin embargo, abriéndole la bolsa del pan al panadero. El Juan metió la barra de cuarto dentro:

—Tuya.

Pero la Concha quería más (mucho más que una barrita de cuarto). El Juan, entre tanto, picó una tecla de la caja registradora («clinc, clinc») y la Concha, por no sentirse despachada tan pronto, no se detuvo a pensar lo que se escuchó decir de seguido, casi sin respirar:

—Qué tal todo por aquí? Yo bien, aunque estoy sola-soltera todavía, no? Pero no importa mientras estemos sanos, verdá? Que lo importante, después de todo, es la salud. Estar bien en la vida.

—Sí.

El panadero la miraba a los ojos por primera vez desde que había entrado y la Concha hacía por dejar de reírse nerviosamente. Aquel hombre buscaba en su gesto si estaba bien, si le pasaba algo, por si podía ayudarla. Ella bajó la cabeza. Entonces se acordó de buscar una moneda de cinco duros en el monedero. Se hizo la ocupada, mientras le iban subiendo los calores a la cara. «Qué vergüenza, Conchi». Sentía que tenía que estar toda roja. «Pero qué haces, burra, que no piensas las cosas». Y el monedero que no aparecía en el bolso…

—El médico ya me lo dice, a mí.

El Juan, aunque de lejos, se hacía cargo de la situación.

—Me ve, bueno…

Y se tocó la barrigota a dos manos. La Concha sonrió con tibieza, como salida de un tumulto que la arrastrase calle abajo, y quiso corregirlo de inmediato:

—A ti? Pues anda que yo…!

Pero ella no tenía ni barrigota, ni tetas grandes, ni el culo gordo. Sólo era pequeñita y mona. Según veía en el espejo todas las mañanas, tenía la cara redonda, dos ojazos negros, muy bonitos, y poca cosa más. Su mano, que no había dejado de rebuscar en las tripas del bolso, dio con el monedero:

—Ten.

Le dio los cinco duros.

—Nada más?

La Concha buscó en el rostro del panadero si no habría algo más en aquella pregunta. No pudo saberlo. Sólo estaba cansado, sudado y quieto y la Concha, observándolo, tenía claro que el Juan quería irse a casa, ya. Desechó varias veces preguntarle si le quedaba mucho en el trabajo. Los dos sabían de sobra que la panadería cerraba a la una y, en aquel momento, todavía faltaba un buen rato para las doce.

—Gracias, guapa.

—No t'has enterado de lo que ha pasado?

—No. El qué?

La Enriqueta O. había llegado a primera hora de la mañana a la librería del Menna y les había contado que alguien había entrado en la ermita de Santa Caterina por la noche y la había «profanado».

—Cómo, profanado?

—Se ve que…

Entonces apareció la Loli por la puerta de la panadería.

—Hola.

—Hola. Buenos días.

—Hola, qué tal?

—De puta madre, tío.

Y el tío derramó los ojos por el cuerpo de la Loli sin quererlo y la Concha, entonces, le supo el ánimo al panadero. Qué mal. La Loli no era más que una fresca mal vestida. Llevaba las tetillas sueltas debajo de la camiseta y se ponía cualquier trapo de casa para taparse las vergüenzas. En aquella ocasión, una faldita tejana para su gran culo de guarra. La Concha no entendía cómo nadie podía pintarse la cara de aquella manera. Se le había ido la mano con el colorete y la sombra de ojos. Parecía una fulana. Un payaso después de una mala noche.

—Tienes crusanitos?

—Crua-sanes minis?

—Como se llame.

—Cuántos te pongo, bonita?

—Un mogollón, va.

Lo peor no era el rojo subido de los labios, sino la manera que tenía de mascar chicle de fresa todo el tiempo. Agitaba la lengua dentro de la boca como si no se cansase nunca de chupar pollas en los portales de Sant Mena. Era una desvergonzada. Una golfa. Y la Concha no soportaba que el Juan le riera las gracias sin gracia a una cualquiera como aquella:

—Marchando un mogollón de crusanitos!

—Venga.

El Juan se puso manos a la obra: lió un cucurucho de papel y lo llenó de crusanitos de mantequilla. La Concha, entre tanto, sintió que ya no pintaba nada allí. Tenía su barra de cuarto y había pagado sus cinco duros. Podía marcharse, y ya, pero temía muy hondo que, si no estaba allí, se metían los dos donde los sacos de la harina. Aquella perra de pelo encrespado estaba deseando bajarse las bragas en cualquier parte. Andaba como loca por abrirse de piernas.

—Y tú qué?

—Yo?

—Perdona si m'he colao un poco, eh?

—No, si yo ya'staba.

—Ah, vale. Guay, no?

—Le…

La Concha no sabía si dirigirle la palabra.

—Le'staba contando a…

Desde que la Loli estaba en boca de la gente, la Concha había oído contar muchas cosas sobre ella y ninguna buena. Era una chavala muy joven todavía como para ganarse un mal nombre en el pueblo. Tenía sólo diez y nueve años (tres menos que ella) y ya la daban por perdida. La Concha la miró a los ojos (rodeados de sombra de humo) y continuó diciendo: «le'staba contando que han profanado la ermita de Santa Caterina esta misma noche».

—Po'si que's pequeño'l pueblo, no?

—Eh?

—Los crusanitos, bonita.

El Juan le tendió el cucurucho de crusanitos a la Loli por encima del mostrador. De reojo, echó un vistazo a la Concha. No entendía por qué narices seguía allí aquella mujer si ya tenía su «barrita de cuarto» en la bolsa. No podía verla. No se detuvo a pensarlo, pero sentía cierta aversión por la figura de la pobre Concha (Conchi para los amigos). Era un mal negocio. Si a ningún hombre se le ocurría meterse en la cama con la madre de Sofi T., se iba a topar más pronto que tarde con la mala bestia del padre. Que se supiera, Concepción R. era madre soltera, pero, en Sant Mena, todo el mundo sabía que la criatura le debía el apellido al mal bicho de l'Alex T. El panadero, en cualquier caso, no tenía ninguna gana de cargar con la hija de nadie. Entregó el cucurucho de crusanitos a la Loli y miró a la cara de la pobre Concha una última vez. Aunque no llegó a pensarlo, ni quiso decirlo, lo soltó de todos modos:

—Algo más?

—No, si yo ya me iba.

—Vale. Adiós.

—Adiós.

—Chao.

La mujer salió en silencio por la puerta y la Loli hizo estallar un globo de color rosa en frente de sus narices. «¡Plop!». La masa de chicle se le pegó en la barbilla y en los labios y la muchacha se valió de la lengua (brillante de saliva) para recogerla toda. Mientras tanto, Juan P. la miraba divertido. Ella hacía como que se reía:

—Qué asco, no?

—Qué va.

—Qué te debo?

—Nada, mujer.

—Guay.

—Tú eras amiga de la Rosa S., verdá?

—Claro, por?

Al panadero Juan P. le bailaban dos ideas (si idea eran) en la cabezota: pedirle a la Loli que le diese a la Rosa saludos de su parte y cerrar un rato, cosa de diez minutillos, la panadería. Pensaba fuertemente que podía enseñarle una cosa a la Loli donde los sacos de la harina.

Mediodía

El Edu no estaba jugando con sus amigos de clase porque el Edu prefería quedarse delante de la ventana que daba al patio para buscar nubes (nubecillas o nubarrones) en el cielo de Sant Mena. Detrás de la verja, un poco más allá de los montoncitos de arena fina, se veía la calle, que estaba vacía y sin gente. El coche de los hombres no había llegado todavía y el Edu pensaba que aún estaba a tiempo de conseguirlo: si lo quería muy, muy fuerte, empezaría a llover mucho y mucho, mucho rato (al menos, al menos, hasta la hora de comer).

El Edu cerró los puños antes de enfrentarse al firmamento. Tenía que apretar la vista muy fuerte si quería conseguirlo. Tenía que llover. Tenía que llover ya. Tenía que llover antes de que vinieran a buscarlos a todos o su hermano Rafa cogería otra vez la motillo y, si su hermano Rafa cogía otra vez la motillo, vendría por la carretera, por donde vienen todos los coches, pero, si llovía como él quería, su madre no le dejaría coger la motillo a su hermano Rafa porque la carretera estaría mojada y podían caerse los dos y matarse por ahí. Por eso, le decía a menudo «¡En malhora te compró tu padre la dichosa motito!». Y le decía también eso de «un día t'abrirás la crisma» que el Edu no sabía muy bien qué quería decir porque no sabía qué cosa era una crisma (aunque tenía claro que estaba mejor cerrada).

El Edu, de primeras, no consiguió mover una nube en el cielo de Sant Mena. No era fácil. Miraba por encima de las montañas y quería querer más fuerte. Pensó luego que, si las llamaba por su nombre, vendrían todas en su ayuda y, entonces, llovería un montón. A las nubes de lluvia les gusta llover. Pero lo difícil, bien pensado, era conocer el nombre propio de cada una. El Edu no podía imaginar cómo se podían llamar las nubes entre sí. Si tenían un lenguaje, sería algo parecido al sonido del viento o al ruido de los truenos. La señorita Herminia les había dicho que los truenos salían de cuando se chocaban dos nubes, pero al Edu no le parecía que las nubes se pudieran tocar porque la niebla no se podía coger. Y la señorita Herminia les había dicho que la niebla eran las nubes que bajan del cielo y el Jesus, después, en la plaza, les había dicho que podían cazar una nube con una botella de plástico, pero el Jose no se lo creyó porque las nubes eran demasiado grandes y no cabían.

Lo probaron de todos modos. El Edu todavía guardaba unas gotas de nube dentro de una botella, debajo de la cama. Le daba pena tenerla encerrada, pero, las veces que había abierto la botella, las gotas no se habían ido volando. Se prometió devolverla al cielo si llovía en unos minutos. Si las otras nubes venían en su ayuda, el Edu se comprometía a soltarla en la niebla aquella misma tarde. Apretó la vista. Deseó muy fuerte que lloviera para que su hermano Rafa tuviera que venir a buscarle a pie, con el paraguas, el chubasquero y las botas de saltar en los charcos. El Edu sabía de sobra que, si su hermano tuviese un buen par de botas, también saltaría en los charcos como él, pero, a su madre, no le gustaba nada el barro y les metía la bronca cuando él llegaba a casa contento, empapado y guarro de cabeza a pies.

—Qué te tengo dicho de saltar en los charcos?!

El Edu había aprendido que, cuando les caía una gorda, tenían que agachar la cabeza y quedarse callados. Sólo si clareaba un poco, que era cuando su madre empezaba con lo mismo de siempre, se permitía buscar la sonrisilla de su hermano Rafa, a su lado. Su hermano Rafa era bueno. Por eso sonreía todo el rato que podía. Pero, si su hermano Rafa era bueno, ¿qué hacía con los hombres del coche? El Edu no lo podía saber. Por más que se lo preguntaba, no se le ocurría nada que fuera bueno, como ellos dos.

El otro día estaban hablando delante del cole. Su hermano había parado la motillo al lado del coche y les decía cosas que el Edu no podía oír. Parecía que estaba contento y, a ratos, como que escuchaba con mucha atención, que era cuando hacía que sí con la cabezota, justo antes de reírse, pero, a veces, decía que no. Movía mucho la cabeza para los lados. El Edu no los oía hablar, que estaban muy lejos, detrás del cristal, pero sabía que los hombres del coche le estaban preguntando el nombre de su calle. «No lo sé». Su hermano se hacía el loco. Era muy simpático cuando quería. Les decía «no lo sé, ahora no me acuerdo» y los hombres del coche le preguntaban por el número de la casa, para poder llegar de noche, y su hermano no quería decírselo porque, si se lo decía, los hombres del coche vendrían a buscarle a su cuarto por la noche.

Luego no pasó nada. Los hombres del coche no fueron a buscarle a su cuarto porque no sabían llegar, pero el Edu sabía que, si le preguntas muchas veces algo a alguien, al final te lo dice.

—Edu, qué haces aquí, tan solito?

El Edu no contestó. Se encogió de hombros, sin apartar la mirada del cielo.

—Y esa canción tan bonita…? Qué silbas, Edu?

—El nombre de una nube, seño.

Tarde en la tarde

No subieron por las turbias calles del casco antiguo. Aquella tarde de cielo desvaído y luces tristes, tiraron por el paseo de la riera un rato largo, sin mayor propósito en la vida. A pesar del Míguel, se sentaron en un banco que había pasado el puente. El puente, un puentecito que saltaba sobre la riera, no tenía ningún nombre (como tantas otras cosas en su Sant Mena natal). El Pedro, como vio que no habían muchas ganas de hablar, pilló un guijarro del suelo y lo tiró al agua.

—Qué malo, nen.

—Tira tú, listo.

—Va.

El Míguel cogió otro guijarro y probó a meterlo en una charca oscura y honda que se había formado junto al cauce de la riera. Pero no acertó. La piedra se perdió en la maleza (un montón de hierbajos y zarzas) y el agua de la charca siguió quieta como la hora.

—Por bocas.

—Me ha faltado esssto…

—Te toca.

El Dani hizo que no con la cabeza. «Yo paso». El Dani estaba agobiado. Sentía un peso sordo sobre los hombros y la vida (lo que quiera que fuera eso en aquella tarde del doce de noviembre de 1985) no le dejaba estar. Ella se llamaba Laia y estaba en el A. El Dani estaba convencido de que no podía haber una criatura más bonita sobre la faz de la tierra.

—Voy yo, va.

El Pedro pilló otra china. Aunque le rondaba la cabeza la historia que le había oído decir a su madre al mediodía, se concentró primero en su tiro. La distancia a la charca, la piedra en su mano. La charca, la piedra. La piedra, su mano. «La clavo fijo». Alzó el brazo y lanzó con todas sus ganas… Y se pasó, claro, tres pueblos.

—Qué haces, animal?! Que casi le das al coche ese…

—Qué dices, exagerao!

—Lo has visto, tío?

El Dani lo había visto.

—Va, va, que ahora vas a flipar, chaval…

El Míguel buscó la china ganadora en el suelo. No había gran cosa para escoger, así que pilló una redondita, no muy grande, que volase lo suyo y lo volase bien. Luego se puso en pie y balanceó el brazo como un verdadero profesional del lanzamiento de chinas:

—Ahora aprende, paquete…

Y tiró bombeado, sin apenas tensión. La piedra dibujó un arco casi perfecto en el aire (la penumbra pegajosa de la tarde que les envolvía) y se hundió, «¡plug!», en el agua oscura de la charca.

—Ahí lo llevas, tapón.

—Qué cabrón…

Pero el Míguel, después de todo, no lo veía claro. Aunque él había tirado la piedra por su propia mano, la charca era quien se había tragado su piedra para siempre. Y, de la misma manera que se había tragado una piedra, era capaz de tragarse cualquier cosa (unas llaves, una mochila, un niño). Aquel hecho fatal (apenas pensado) le recordó que tenía que convencer a sus colegar de ir a investigar a la fábrica abandonada «una noche de estas», como fuera. Allí estaban pasando cosas chungas. Tenían que hacer algo y tenían que hacerlo ya. Pero el Dani, que llevaba todo el día como raro, de pronto dijo «mira quién viene por ahí» y el Pedro gritó, lleno de alegría:

—Qué pasa, puto gordo?!

—Ei…!

El Óliver llegaba por el paseo de la riera cargado de prisa y de fatiga. Todos sabían que no le gustaba andar solo por ahí. Siempre que pasaba por una calle solitaria, caminaba a toda prisa (lo más rápido que podía) hasta que se topaba con alguien (lo conociera o no). El Pedro decía que iba «al trote cochinero» porque el Óliver, cuando tenía que apretar el paso, se ponía todo colorado y les parecía, a todos y cada uno de ellos, que cogía el color de los cerdos de granja.

—Buah…

—Qué pasa, nen?

—Buah…

—Qué?

—Q-Qu'he bajado casi corriendo…

—Y eso?

No sabía por qué, pero le faltaba el aire y estaba sudando. Se quitó la mochila (un mochilote grandísimo e inútil que llevaba siempre a la espalda) y se sentó donde pudo. El Míguel miró la bolsa en el suelo, a los pies del Óliver, y se acordó del cabrón del Josep Maria, el día que le pilló el libro de naturales de quinto: «el cerdo se hace pajas con las tetas de la tía esa que sale en bolas». Pero el Óliver, que todavía no sabía qué cosa eran las pajas, decía que lo tenía porque le molaban los dibujos. El Míguel no ponía en duda las palabras de su amigo:

—Aún lo llevas?

—El qué?

—El libro de natus.

El Óliver vaciló un segundo.

—Sí.

—Me lo dejas ver?

—Vale.

Y lo sacó de la mochila. El Míguel, entonces, buscó a la tía en bolas (se trataba de una ilustración en crudo del cuerpo humano de una mujer) por la mitad del libro, más o menos. Quería verle las tetas otra vez, por ver si captaba de una puta vez de qué hablaba el cabrón del Josep Maria. El Pedro asomó la cabeza de inmediato:

—Qué buscas, nen?

—Nada.

—Ya. A ti lo que te mola es mirar tetorras…

—Lo que molaría de verdá son las tetorras de la Raquel C., macho.

—Buah…

Y, en aquel «buah» espontáneo, se quedaban todos colgados cada vez que alguno del 7ºC invocaba la imagen de las tetorras gordas de la Raquel C., una chavala del pueblo mucho mayor que ellos, unos mocosos de mierda en un banco de mierda del puto Sant Mena. El Dani, entonces, se acordó de una cosa:

—Pero tú no tenías repaso?

El Óliver lo tenía claro.

—Buah… Paso, tío.

—Tu madre te mete.

—No s'entera.

—Que no?

—Qué va.

El Dani pilló un pedrolo feo del suelo y lo tiró a la riera, a pesar de todo: «¡Plup!».

—No's habéis enterado?

—De qué?

El Óliver les dijo que habían «profumado» una iglesia del pueblo.

—Y eso qué es, tío?

El Pedro, viendo pasar el corte sagital de un puñado de vísceras frente a sus ojos, aprovechó la ocasión para quitarse del libro de natus y decir (al fin) la suya:

—Buah, tío. Eso es que se han colao en una iglesia d'esas y s'han meao dentro.

—Y tú qué sabes, tapón?

—Me lo ha dicho mi madre, capullo. Se ve que han hecho unas pintadas por dentro y que s'han cargao unos bancos que había, y unas cosas más, por ahí, y se han llevao u-una… una'statua que había, también. No veas, macho…

—Qué dices, tío?

—Que sí.

—Qué ponía?

—No sé, cosas satánicas.

El Míguel dejó de pasar páginas por un momento:

—Claro, tío. Fijo que son cosas sobrenaturales.

—Fijo.

—Pero qué dices, pavo? Las cosas sobrenaturales no existen…

El Óliver no respondió al Pedro. El Óliver se calló un momento. El Dani se miró al Míguel y el Míguel se miró al Óliver callándose algo muy gordo. El Pedro aún no sabía que el Óliver había escuchado voces de muertos en la fábrica abandonada de Can Baixeres. El Pedro no quería creerse todo aquello. El Óliver, mientras tanto, hacía un esfuerzo mucho más grande que un niño de doce años para callarse lo que sabía y el Pedro no dejaba de repetirse que era mejor no creerse nada de todo aquello (la idea básica era no tocar las puertas que siguen cerradas). El Míguel, entonces, miró al Dani y el Dani le hizo que sí con la cabeza:

—Yo te digo que son los de la fábrica, nen.

—El qué?

—Los que han hecho eso.

—Y cómo lo sabes?

No lo sabía. No tenía ni puta idea, pero lo sabía.

—Que te lo diga'l Óliver… Allí hay fantasmas o algo.

Los tres pusieron sus ojos sobre el pobre chaval, que no sabía dónde meterse. Se quedó callado. Por una vez en la vida, querría haberle hecho caso a su madre. Tendría que haber ido a clase de repaso aunque le tocasen mates, ecuaciones de primer grado y todo ese rollo. Bajó la mirada al suelo y pensó en contarlo otra vez, pero le seguía dando mucha vergüenza oírse decir todo aquello de las voces de los muertos en el callejón de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Luego quedaba como un cobarde, «fijo», pero lo normal, siendo un crío, era tener miedo de cosas así. El Dani, por echarle un cable a su colega, acabó diciendo:

—Joder, yo creo que pasa algo chungo.

—Dónde, aquí?

—Sí, joder.

El Míguel no se lo calló un segundo más:

—Tenemo que ir a la fábrica abandonada, los cuatro.

—Pa'qué?

—Joder, tapón, no has visto que hay en la puerta o qué?

El Pedro lo tenía más que visto (a brochazos, de rojo sangre).

—Una cruz satánica…

—Sí, tío.

—Lo investigamos nosotros?

—Claro, tío.

—Y si nos colamos en la iglesia esa, qué?

—No hay huevos.

—Que no?

Primera noche

Era noche de luna nueva. El pequeño David B. lo sabía porque se lo habían dicho en el cole. La luna nueva no se podía ver. Estaba en el cielo, pero no se podía ver. Era una luna toda negra, pero, al David, en verdá, todo aquello le daba lo mismo porque, en su habitación, no había ventana y siempre estaba oscuro (muy oscuro). Su única manera de llevarlo era taparse hasta arriba y mantener los ojos bien abiertos. Estaba atento a los sonidos a su alrededor (las patitas de las cucarachas sobre las losas del suelo lo ponían de los nervios) y, en algún momento, cuando lograba distraerse pensando en la última derrota del mago Skeletor frente a He-Man, caía rendido de sueño y dormía bastante bien.

Aquella noche del doce de noviembre de 1985 no se acordó de los dibujitos de la tele, sin embargo. Había pasado algo peor, muy, muy malo, al lado de su casa y, aunque no se lo habían querido decir, él lo había visto pasar en la cara de sus padres y de su hermana Eva. Llevaba un rato tratando de figurarse qué le había podido pasar a la ermita de Santa Caterina, dos casas más abajo, cuando su abuela entró en su habitación, en silencio.

—Hola, fill.

—Hola, iaia.

—Que no te duermes?

—Sí.

—No puedes?

—Bueno, no.

—Ai, fillet…! Te traigo un vasito de leche calentita? Quieres?

—Vale. Y unas galletas.

—Qué tienes?

—No sé. No me duermo.

—Por lo que ha pasado?

—Sí. Qué ha pasado, iaia?

Su abuela encendió la luz del cuarto y se sentó a su lado, en la cama.

—No, nada. Tú no tienes que preocuparte de nada, fillet. Son cosas de la gente grande, que los hay que'stán muy locos.

—Unos locos?

—No, no son mala gente. Son unos perdidos, que no saben lo que se hacen…!

—Y qué han hecho?

—Cosas malas, fillet.

—El qué, iaia?

—Tú, ahora, no pienses en eso. Tú tienes que dormir mucho, que mañana tienes que ir al cole. Au, tápate bien!

—Sí.

Su abuela, sin embargo, no se fue de su lado. Guardaba un susto muy grande dentro del pecho y habría querido abrazar a su nieto muy fuerte, por deshacerse del todo, y para siempre, de aquella angustia, pero lo último que quería en el mundo era asustar al pequeño. Se desabrochó un collarcito que llevaba colgado del cuello y se lo puso en la mano al niño David. Era un humilde crucifijo de plata. Luego le apretó el puño con cariño de madre amantísima:

—Esto te tiene de proteger, fillet. Acuérdate de llevarlo siempre puesto, vale? Y no lo vayas a perder nunca, que así las almas benditas estarán contigo siempre y te guarirán del Mal.

—Vale.

Después de aquello, su abuela comenzó un rezo antiquísimo. El David podía repetirlo de memoria si quería, pero no le salía de dentro decirlo. Prefería mirar la figura avejentada de su abuela, con los ojos cerrados y los labios repletos de palabras extrañas, a su lado, en la cama. El pequeño David, oyéndola murmurar, sentía como que estaba oyendo hablar a la gente de otro tiempo, aunque lo entendía todo sin problema porque, de alguna forma, aquella también había sido su lengua. Sabía qué cosas se estaban diciendo y, sin embargo, él ya no hablaba de aquella manera. No sabía. No era capaz. Y sus padres tampoco podían, ya. Su abuela era de las últimas personas en Sant Mena que hablaban aquella lengua misteriosa y antigua de las gentes de otro tiempo.

Al rato, el pequeño David cerró los ojos un momento. Ya no estaba solo en su habitación. Tenía sueño y pocas ganas de pensar. Todavía guardaba el crucifijo de plata en el puño, pero él no creía en el dios bueno de su abuela. Sabía quién era, y todo eso, pero no lo sentía en ninguna parte. No se hablaban nunca. Él sentía, sin embargo, la presencia ominosa de algo monstruoso muy cerca de sus vidas. Estaba por debajo del suelo. Algunas noches lo oía masticar en sueños. Tenía la forma de un gran gusano blanco y se estaba comiendo la tierra y las rocas de debajo de las casas. El David lo había visto. Aquella aberración iba dejando largos túneles de negrura a su paso. Quiso preguntarle a su abuela si el demonio tendría nunca aquella forma, pero no se atrevió a abrir la boca. No quería molestarla con más tonterías de niños. Pensó que, a lo mejor, el diablo podía tomar aquella forma algunas veces, si quería. Él lo conocía pintado de rojo y como el hombre del saco. Pero aquel gusano blanco de sus pesadillas era otra cosa. El pequeño David se imaginó que vivía más abajo del infierno, de antes, y que alguien se había dejado una puerta abierta…

Había otro gusano más cerca, sin embargo. Otro que, desde hacía ya algunos días, le crecía por dentro como una enfermedad y le habitaba el cuerpo. Nadie diría de aquel otro gusano que fuese un parásito, pero el pequeño David lo notaba como una larva monstruosa y ciega que se le enroscase en la base de la médula espinal y le atenazase los miembros de puro miedo.