El misterio de Sant Mena

13 de octubre de 1989

El estrépito de un vaso de agua solo en la superficie de la mesa le ensuciaba la sangre y los pensamientos. La luz del fluorescente no decía toda la verdá. El Javi oía las patitas de las cucarachas por debajo del silencio de la cocina. Qué asco todo, pavo. Estaba hasta la polla de aquel rollo chungo de su pueblo. Su madre le acababa de contar que veía pasar una sombra rara por delante de la ventana. Le había señalado con el dedo a la calle y le había asegurado que era alguien grande, como encorvado, que «no pertenece a'ste mundo, hijo mío». Ya, mama. Que sí, hijo, que eso ha salido de debajo. Y el Javi ya no sabía qué cara ponerle a su vieja, porque, joder, cada día estaba más mal de la olla, tío. Ya no le quedaban ganas de ir a verla, como antes, pero, en aquella tarde sombría del viernes trece de octubre de 1989, se había plantado en su casa como siempre y se había puesto de bastante mala hostia, al final.

Él mismo no era capaz de olvidar lo que había visto (una noche de invierno, en el campo). Si se descuidaba, cada vez que cerraba los ojos, veía moverse un bulto oscuro por detrás de la silueta del Víktor, pero no pensaba decirle una mierda a su madre, sabes? Sólo le faltaba eso. El Javi no quería pensar más en la figura de Satanás. Su vieja le había hinchado la cabeza contándole que «todo aquello que estaba pasando» tenía que ver con «lo que había pasado» unos años atrás, «cuando tú'stabas en la mili, hijo». No sé si lo sabes, pero «aquí mataron a una chiquilla en su nombre». Que sí, mama. Que no, hijo, que tú no estabas y no lo puedes saber, que no lo viste. Que sí, joder. Que te calles la puta boca ya.

Pero es que no podía decirle que él pensaba lo mismo. Cogió el vaso de cristal que tenía delante, en la mesa de la cocina, y no se atrevió a beber. Su madre se lo había llenado con agua del grifo justo antes de marcharse a otra parte, pero es que le había soltado «cállate la puta boca» como si nada, sabes? El Javi se miró las manos desnudas. Tenía la piel dura de pelar cables y de apretar tuercas. No se habla así a una madre, macho, pero eran demasiadas cosas a la vez, joder. Su mujer, la Raquel, seguía con la mierda de las horas extras y ya no había manera de tragarse aquel rollito de los cojones. Esa puta trola había dejado de colar hacía mucho tiempo, vale? Pero él, joder, se la quería un montón y, al final, hiciera lo que hiciese por las noches, ella acababa volviendo a su cama, a dormir a su lado, y eso le valía, sabes lo que te digo, mama?

Pero el Javi seguía solo en la espesura blanca de la cocina de su madre. El frigorífico producía un estertor eléctrico por debajo del brillo enfermizo del fluorescente y una presencia (como una sombra perniciosa) infectaba el aire de la habitación. El Javi se pensaba que lo estaban mirando. Buscó para nada en la ventana de la calle. La figura encorvada que decía su madre apestaba a Satanás. Igual que los muertos del pozo y todo lo demás. El Javi no pensaba beberse el agua del vaso porque el Carlos le había calentado la cabeza con la corrosión paulatina de los bidones de Kastol. Era inevitable. El hierro se pudre con el tiempo y, quieras que no, la contaminación se acaba filtrando por la tierra hasta alcanzar los depósitos subterráneos de donde tomaban el agua potable. Según el Carlos, estaban envenenando a todo el puto pueblo sin quererlo. El Javi no sabía qué hacerle, ya. Le había preguntado por los chavales muertos de Can T. en más de una ocasión y el tipo le había contado siempre la misma historia: «nosotros sólo tiramos al pozo el cuerpo sin vida del Alex, chaval».

—Y'ntonces?

—Entonces qué?

Que quiénes son, pavo, pero el Carlos estaba demasiado cascado con lo de su mujer como para meterle caña con nada, sabes? La Tere, su parienta, estaba a punto de palmarla. El cáncer se la comía por dentro. Hacía años que el Javi se lo escuchaba decir al Carlos, pero, a juzgar por la cara de pena del tipo, aquella vez iba muy en serio, tío. Hacía varias semanas que el propio Javi estaba sacando adelante casi toda la faena de la empresa. Tenía las manos echas polvo y apenas llevaba unos años currando duro. Lo que te espera, eh, chaval? Ya te digo. Hoy también tienes que ir a trabajar, hijo? Sí, mama. Y eso? Si se estropea una caldera, tendré que ir yo, no? Porque, que yo sepa, nadie quiere ducharse con agua fría. O sí?

Pero su madre aún no había vuelto a la cocina y el Javi, viendo la luz de la calle, calculó que serían cerca de las siete y media de la tarde. Tenía que pensar en ir tirando para casa ya. Todavía tenía que ir a por la niña, al piso de la suegra, pero antes tenía la necesidad urgente de beber algo, lo que fuera, porque el moho de los cadáveres del pozo se le había pegado otra vez al paladar. Después de insistirle al Carlos un montón de veces, había intentado hablar con los otros dos pavos para nada. No querían ni escucharlo. Que vale. Que sí. Lo que él te diga, chaval. Pero que él no tiene ni puta idea de lo que estoy hablando, joder. Que son dos chavalitos, eh?

El Javi se llevó el vaso de cristal a la boca y bebió. Si la gente del pueblo tenía que morirse por su culpa, él no sería menos que nadie y, si pillaba a su mujer con otro, pensaba matarlos a los dos. El agua, claro, no sabía a apenas nada (si acaso, a un poquito de cloro). El tubo fluorescente parpadeó un par de veces. La figura encorvada que decía su madre cruzaría por delante de la ventana de la cocina a última hora del día, casi seguro. El Javi podía verla atravesando la penumbra de la calle, hecha de la misma sustancia que el bulto oscuro de su recuerdo. Fue entonces, justo después de dejar el vaso de agua en su sitio, que creyó comprender que estaría más torcida que encorvada. O que, todos ellos, estaban ya más muertos que vivos.

—Mama…

—Qué?

—Me voy.

—Ya?

—Sí.