El misterio de Sant Mena

14 de enero de 1986

Las vueltas en la moto (las calles nocturnas, los coches aparcados, las aceras vacías) habían ido cebando la peor de las ideas que había tenido aquella noche, que había sido (casi-casi) la primera de todas. El Rafa se había pasado más de dos horas buscando razones para no presentarse en la casa del Alex y, al final, quieras que no, acababa de aparcar frente al sombrío número dos de la calle de Castellar. «Mis muertos», el silencio que dejaba el motorcillo de la variolo después de apagado daba para muchas palabras en la cabeza y ninguna buena.

«Buf». El Rafa no quería ir, pero no podía seguir dando vueltas por el barrio, joder. Cada vez que pasaba por una calle se le ocurría que su hermano podía estar en los mismos sitios en los que ya había mirado un rato antes. Siempre pensaba que, a lo mejor, no había buscado bien (a lo mejor, el portal de aquel bloque de pisos tenía un hueco de la escalera la hostia de grande y su hermanillo, como no ocupaba mucho, era capaz de meterse muy al fondo si se ponía), pero, «bah», no podía ser porque no podía ser. Además, él lo había llamado, «Edu? Edu? Estás ahí?», y el enano, si hubiese estado allí, le hubiese respondido al momento: «Sí. Estoy aquí, tete».

Había mirado debajo de los coches y se había metido con la motillo en el descampado que ponía fin al pueblo (por la parte del barranco, al menos). «Edu! Edu! Edu!». Si su hermano quería, podía estar en cualquier parte, pero el Rafa sabía de sobras que su hermano no quería estar en la calle a aquellas horas de la noche por nada del mundo. Lo tenía bastante claro, de hecho. Se lo habían llevado por la fuerza. En la casa del Alex no había luz. Las ventanas estaban tapiadas y los gritos de un niño pequeño no podían llegar a la calle de ninguna de las maneras. Había habitaciones en aquel edificio que se hundían muy al fondo, detrás de varios muros de tochana y hormigón (el Rafa todavía podía recordar el hálito helado que exhalaba el interior de la planta de abajo).

Tenía que entrar. No había parado allí para otra cosa, pero, dando por bueno que el hijoputa del Alex se había llevado a su hermano por la fuerza, ¿se lo iba a devolver por las buenas, porque él se lo pidiera? El Rafa (porque la navajilla no podía ser la primera opción) pensó rápidamente en un palo de la calle, una varilla de hierro o cualquier otra cosa que pudiera pillar de una obra. No podía seguir adelante con las manos vacías (si, al menos, se hubiera llevado el casco de la moto como le tenían mandado, podría presentarse en su cara con algo en las manos y que no pareciese tan chungo, chaval, como ir por ahí con un barra bajo el brazo).

«Mierda, tío». Se había bajado de la variolo y estaba caminando hacia el portal de la casa. Quería y no quería ir. Aunque daba igual, en el fondo. Estaba buscando a su hermano y no podía parar hasta encontrarlo. Entró sin detenerse a pensar qué haría medio minuto después. El interruptor que había a mano, «clic, clic, clic», no funcionaba. Empujó la puerta. Estaba cerrada. Llamó con los nudillos, «clonc, clonc, clonc», y esperó en silencio. Hablando claro, no tenía cojones de volver a su madre en la cocina para decirle que no había encontrado a su hermano Edu. Prestó atención a los ruidos que pudieran producirse tras la hoja de metal pesado. Nada (no se oía nada). Golpeó la puerta con el puño cerrado y, luego de enterarse de la escandalera que había formado, «plonc-plonc-plonc!, plonc-plonc-plonc!», se dio cuenta de que no le importaba una mierda porque estaba de muy, muy mala hostia.

Pasaron uno ó dos minutos (quizá más) y nadie bajó a abrirle ni nada (en aquel rato, tampoco escuchó el llanto desesperado de ningún crío dentro). «Aquí no hay nadie, macho». Ya podía irse. Volvería luego si hacía falta. El Rafa se montó en la motillo y enchegó el motor, «rem, rem, rem». El coche del Alex no estaba aparcado en la calle (no lo vio por ningún sitio). Arrancó, tiró para arriba unos metrillos y luego fue todo para abajo, dándole gas a la variolo, «rem-rem-reeem». Llegado a la primera encrucijada que había, giró en Milà i Fontanals. El Rafa, por lo visto, se estaba metiendo de cabeza en Can Baixeres otra vez.

El pueblo («rem-rem-reeem») estaba lleno de sitios. Debían ser cerca de las doce de la noche y su hermano seguía sin aparecer. El cabrón cabía en casi cualquier parte. Por el camino, desde que había salido a buscarlo en la moto, había visto mogollón de casas abandonadas. Había algunos solares vacíos y luego estaban aquellos edificios antiguos al final (casi siempre) de un patio tapiado, que, según las horas que fueran, daban mucho yuyu. Desde la calle, el Rafa sólo veía los cristales rotos de la segunda planta y la oscuridad (como palpitante) del interior, pero, a poco que uno lo pensase, ¿qué no se escondería en sus pasillos? Era terrible imaginar la infinidad de horrores que se podían abrigar detrás de sus paredes, pero sus paredes, las muy asquerosas, no decían nada, absolutamente nada, por más que les gritase: «Edu! Edu! Edu!».

La verdá (a las doce y veinticuatro minutos del catorce de enero de 1986) era que el cabroncete de su hermano cabía casi en cualquier parte del mundo. El Rafa tendría que darse mucha prisa si quería buscar en todos los escondites de Sant Mena. Había parado la moto delante de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Puesto a pensar en sitios hoscos, vacíos y grandes, no podía no pensar en la peor de las grutas de su pueblo. Se fue para la puerta y miró la gran cruz invertida que alguien había pintado a brochazos, de rojo sangre, hacía muchísimo tiempo. Era satánica, tío. Él sabía de primera mano que allí se hacían cosas malas. Lo hablaban los chavales del barrio. Que si velas, que si espiritismos, que si mierdas. Él mismo, hacía un par de meses, lo menos, había visto algo chungo por las ventanas.

«Mierda», la puerta tenía puesto el candado y la cadena. Joder, había ido allí para nada. De la mala hostia que le entró, el Rafa le pegó un tirón a la cadena y, «shrrram», la echó al suelo. El candado no estaba cerrado. La puerta doble de la fábrica abandonada de Can Baixeres había estado abierta todo el tiempo. «Vale, tío», el Rafa vaciló un momento. Quieras que no, aún era de noche, la sombra se le antojaba mucha y no quería meterse él solito (porque sí) en los dominios de Satanás. Se lo estaban advirtiendo (a brochazos, de rojo sangre). Empujó para adentro una de las hojas de la entrada, «grrriec», y metió la cabeza en la boca del lobo: «Edu…? Hola?!».

No respondió nadie. Sus voces, sin embargo, no fueron muy allá (o eso le pareció al Rafa). La oscuridad, en el interior de la nave industrial, era muy densa y pesada (como si el aire se apretara de tal manera que le impidiera el recorrido a sus palabras). Dio uno, dos, tres pasos hacia las profundidades del lugar y, de repente, la luz de la calle dejó de acompañarle. «Vale, tío». Se quedó quieto, en el sitio. Llamó otra vez a su hermano, «Edu? Edu?!», y sintió que la gruta era inmensa a su alrededor. Debía haber gigantescos arcos de metal sobre su cabeza (de algún modo, los notaba en las alturas, tensos, duros y fríos). Buscó luz de farolas en las ventanas, en los laterales de la fábrica, pero los chavales (los putos chavales del barrio) disfrutaban como cerdos reventándolas a pedradas (hasta que se quedaban sin). «Y quién no, macho» (él mismo no le había perdido el gusto al vuelo de las piedras). Echó mano del zippo que tenía que llevar en algún bolsillo de la chaquetilla y lo encendió. Se lo habían traído los reyes, a ver si se portaba mejor.

—Estoy estudiando, papa.

—Ah, sí?

—Este año, sí.

—Seguro?

—Te lo juro que sí.

—A ver si's verdá, chaval…

El enano tenía que estar allí. Si no lo tenía en su casa, el cabronazo del Alex fijo que lo había metido en algún rincón de la puta fábrica de los cojones. «Qué te juegas», aquel tío era lo peor y su hermanillo, a aquellas horas de la noche, seguro que se había clapado. Después de pasarse toda la tarde gritando y pataleando, se tenía que haber quedado dormido en cualquier parte, el pobrecillo. El Rafa siguió llamándolo de todos modos, por si acaso: «Edu?! Edu, estás ahí?!», pero sus palabras se quedaban como enganchadas en la telaraña de sombras que había comenzado a atravesar. Podía notarlo en el pecho. Allí dentro, había más oscuridad que aire. Sostuvo la llama del zippo en alto y siguió avanzando, lentamente. Si el Alex se había llevado a su hermano Edu a la fábrica, lo tenía que haber encerrado en algún sótano o cuartucho (para que no lo oyeran llorar).

Aguardó en silencio, un segundo… Pero nada. No se oía nada a su alrededor. El Rafa sólo se escuchaba respirar de mala manera (sus propios pasos sonaban como algo lejano, como si no fueran suyos ni estuvieran verdaderamente allí). Quiso pensar en otra cosa, pero la llama del mechero no daba mucho de sí. El Rafa pasó junto a algunas columnas de hierro (si no eran las columnas de hierro las que pasaban por su lado). La idea de la presencia de una figura oscura y terrible le latía horriblemente en las sienes. De tanto pensarlo, por poco no se tropieza con un montón de cadenas que había en el suelo. Eran gruesas y, de algún modo, obscenas. La gran trampa no estaba mucho más allá.

—Qué's eso, tío?

Si su hermano estaba realmente escondido en un sótano de la fábrica abandonada de Can Baixeres, aquella tenía que ser la puerta. El Rafa se acercó a mirar. No vio ni candado ni cerradura, pero le valía como zulo igualmente porque su hermanillo no tendría manera de levantar aquello ni aunque se pusiera con todas sus ganas. El Rafa probó, «umpf», con una mano, pero pesaba demasiado. «Ya te digo, tío». Dejó el zippo encendido en el suelo, frente a la trampa, y se dispuso a tirar con las dos manos de una de las hojas. La llama comenzó a vacilar. Una corriente de aire frío escapaba de las profundidades del sótano. «Vale, tío», el Rafa cogió y tiró con todas sus fuerzas del asidero. «¡Ummmpf!». Aquella puerta pesaba un huevo, la verdá, pero la acabó abriendo de todos modos, «por mis cojones». Entonces, cuando la dejó caer del otro lado, ante sus pies, «¡CLONC!», y la llama de su zippo sucumbió al aliento helado del infierno, el Rafa sintió que había profanado una tumba.

O casi. El rumor, oliendo la sangre, le rondaba la sesera como un escualo hambriento. Si no había perturbado el descanso de un muerto, sabía (al menos) que había hecho algo muy malo (aunque todavía no sabía el qué). Escuchó con atención. No se apreciaba nada a su alrededor. «Edu? Hola?». Nada. «Hola?! Hay alguien ahí?!». No le contestó nadie, pero el Rafa sabía que no estaba solo (venía notándolo desde hacía rato). Se agachó (se puso a cuatro patas) y avanzó a tientas. Estaba buscando el zippo en el lugar en el que lo había puesto. Estaba a oscuras y se asustaba por nada, joder. Pilló el mechero al borde del abismo y lo encendió corriendo, corriendo, «chist». En cuanto prendió la llama, no vio nada más que sombras por todas partes. El macho cabrío de Satanás debía seguir a su espalda. El Rafa trató de iluminar el fondo del pozo que acababa de destapar y descubrió unas escaleras de metal que descendían sin pudor hacia las tinieblas inferiores.

Se lo estaban diciendo. «No bajes, tío». El Rafa echó otro vistazo a su alrededor y, como no vio nada raro, puso un pie dentro del abismo. No notó la diferencia. Si su hermano realmente estaba en la fábrica abandonada de Can Baixeres, tenía que estar allí abajo, dormidito (si es que no le habían hecho algo peor). Bajó con muchísimo cuidado. Tenía miedo de morir. «Clanc, clanc, clanc», sus pasos no podían pasar desapercibidos en mitad de la noche. «Joder, joder, joder». Allí abajo no olía ni a muerto, ni a podrido, después de todo. Allí tufaba un montón a chocho y a cuarto cerrado. Al Rafa le recordaba el olor de la habitación de sus primillas de Badia, a última hora del día. Se parecía un poco a la peste a pipí, pero sus recuerdos no eran ni sucios, ni fríos, ni negros. Sus primillas eran buena gente. Su tía Fina le ponía leche con galletas para merendar y el Rafa, entre los calcetines y las camas de la gente pobre, acababa de descender al sótano de la fábrica abandonada de Can Baixeres.

El techo no era muy alto. El Rafa, «clanc, clanc, clanc», no había bajado muchos escalones, al final. La llama del zippo amenazó con apagarse dos y tres veces. Allí abajo, corría algo de aire. El Rafa lo notaba (sobre todo) en la cara y en el cogote. Puso una mano delante del mechero por si acaso. Respiró profundamente. Apenas veía nada a su alrededor (el hormigón del suelo y unas tuberías en las paredes que conducían su vista hacia la negrura del fondo). No gritó nada, sólo dijo «¿Edu?» en voz muy baja. No quería despertar a nadie. Si Satanás moraba en la fábrica abandonada de Can Baixeres, aquella tenía que ser (por fuerza) su habitación.

«Mierda, tío». Había quitado el pie del último escalón y estaba caminando hacia la negrura del fondo. Su hermano no estaba allí. No lo veía por ninguna parte (no lo notaba cerca). Pensó que lo mejor sería irse a casa. Su padre tenía que haberlo encontrado por la calle. Le habría calentado el culo a base de bien y lo habría puesto a dormir con lagrimones en los ojos, «que'sto no se le hace a una madre, me cagu'n la puta». El Rafa descubrió unas manchas oscurísimas en el suelo que no eran de grasa. Eran unos goterones espesos y sucios (como una salpicadura asquerosa, como una baba repugnante que alguien se sacude de la mano). No se detuvo al verlo, pero tampoco lo pisó. Avanzó un poquito más allá y sorprendió más manchas de sangre en el suelo (si aquello era un antro satánico, no podía ser otra cosa que sangre, joder).

El rastro (escandoloso por momentos) lo condujo frente a un altar de sacrificio. Eran dos bloques de hormigón enormes, apenas separados por un dedillo. A la luz del zippo, al Rafa no le costó nada imaginar el cuerpo de la víctima echado sobre el altar de sacrificio, «joder, joder, joder». Si de verdá se hacían ritos satánicos en la fábrica abandonada de Can Baixeres, allí habían matado a alguien en serio. A juzgar por toda la sangre que chorreaba del altar al suelo (si es que las manchas eran de sangre y no de otra mierda), hacía más bien poquito de aquello, además.

El Rafa estuvo a punto de tocar una gota de sangre del altar. Necesitaba saber si estaba fresca o seca. Unos pasos (los pasos descalzos de una mujer, en la planta de arriba) le quitaron las ganas de nada. No volvió a respirar. Se dio la vuelta y buscó en las escaleras, a su espalda. No bajaba nadie. No se oían pasos de pies descalzos en los escalones (que eran de metal y no le iban a perdonar una mala pisada a nadie). No se oía nada, de hecho. El Rafa sólo sentía su pulso en las sienes, «pom-pom, pom-pom, pom-pom». Tenía un susto tan grande que, en lugar de correr por su vida, se quedó quieto, sin hacer nada. No tuvo que esperar mucho, al final. La mujer (porque el Rafa entendía que tenía que ser una mujer) cerró la trampa y le echó el cierre (aunque no había visto ninguno, ni candado ni cerradura, al Rafa no le costó nada imaginar que había atravesado los tiradores con una barra de hierro y que se había quedado, «joder, joder, joder», sin escapatoria). Lo pensó, más que nada, por el ruido, un «frrronc!» definitivo y metálico.

Luego (luego de comprender que estaba encerrado en el sótano de la fábrica abandonada de Can Baixeres porque alguien lo había querido así) corrió hacia las escaleras, gritando «Eh! Eh, tú!» con todas sus fuerzas (que, en aquel momento, eran tantas como sus miedos). Tropezó con los primeros escalones (por poco no se le cae el zippo de la mano) y se dejó la voz pidiendo que no lo dejaran allí solo, encerrado, «por favor, por favor». Subió el tramo de escaleras en un suspiro y se encontró con que la trampa estaba efectivamente cerrada. «Abre! Ábreme, joder». Mientras le pudo el pánico, estuvo gritando y aporreando la puerta con los puños cerrados, «plonc-plonc-plonc!, plonc-plonc-plonc!».

La trampa estaba atrancada. No podía abrirla porque no era posible abrirla desde abajo. «Hola? Hola?!». Aquella mujer (porque el Rafa no lo comprendía de otro modo) se había largado a otra parte y lo había dejado allí tirado, como el que echa un ratoncillo en la jaula de la serpiente y no se queda a verlo (por pudor o asco). Simplemente quería atraparlo. Había estado siguiéndolo (¿desde que había entrado en la fábrica?) y había esperado a que se metiera por su propio pie en el zulo, como un puto imbécil. Antes de que lo admitiera, se había resignado a su suerte. «Hostia puta», lo habían pillado y su hermano seguía sin aparecer.

El Rafa empujó una última vez la trampa con todas sus fuerzas, «umpf». No sirvió de nada (los metales podían más que la voluntad de un chaval de quince años). Luego bajó los escalones con cuidado de no matarse (seguía muy atento a cualquier ruido a su alrededor) y caminó hacia el altar de sacrificio y aún más allá. Si corría el aire, quería decir que había otra salida en alguna otra parte, no? Las tuberías se perdían en la negrura, siempre al fondo. En contra de su voluntad, «mira que te lo'stán advirtiendo, chaval», continuó adelante. El hormigón de las paredes y el suelo se acabó confundiendo con la roca viva de un túnel que descendía aún más abajo. Las tuberías, sin embargo, seguían conduciéndole hacia las profundidades. Si unos hombres las habían puesto allí, por cojones tenían que llevar a algún sitio. El Rafa avanzaba con una mano puesta en los tubos (mojados, herrumbrosos, fríos) y el zippo en alto.

Al rato (que podían ser tres minutos como tres cuartos de hora) comenzó a comprender que aquel ruido lejano que venía escuchando desde hacía rato, «tran-tran-tran-tran», no era fruto de su turbación. Los cables que colgaban del techo (de roca, de tierra y de raíces) le persuadieron de que una maquinaria monstruosa operaba al final del túnel. Sabía, por algunas cintas de video, que había máquinas pesadas que trinchaban la piedra del interior de la tierra como si fuera goma de mascar. El Rafa no se planteó si tenía sentido que nadie excavase el subsuelo de Sant Mena pasada la medianoche del catorce de enero de 1986 porque aquel ruido estaba allí, «tran-tran-tran-tran».

A medida que avanzaba por la negrura del túnel, el Rafa fue perdiéndose, como apartándose de sí mismo. Si no le faltaba el aire, le faltaban la luz de las farolas y la calle, el suelo que solía pisar. Hubiese jurado, «por lo más sagrao», que la máquina monstruosa, en lugar de trinchar roca, estaba masticando algo semejante a huesos y carne. Luego se acordó de su madre en la cocina y pensó que el beso que le había dado en la frente no había sido un pésame por su hermano muerto, sino su propia despedida del mundo, «adiós, mama». Lo cierto es que, de primeras, no había entendido muy bien por qué lo hacía (joder, se estaba haciendo mayor y repetía las mismas cosas que hacían las otras personas mayores sin darse cuenta).

El Rafa, entonces, tuvo un momento de mucha pena. Se vio descendiendo por el túnel sin él. Es decir, fue como si hubiese dejado de moverse y, sin embargo, se viese a sí mismo desde el sitio, alejándose. Todo lo que pudo ver al final («Vale, hijo. Ten cuidado») era una luz pequeñita engullida por la negrura monstruosa de la maquinaria, «tran-tran-tran-tran». Viéndolo suceder (viéndose a sí mismo descender en la oscuridad), estuvo claro que las máquinas del hombre estaban todas construidas a imagen y semejanza de los hechos naturales. Por así decirlo, el mundo las había inspirado, «tran-tran-tran-tran».