El misterio de Sant Mena

14 de febrero de 1991

Mañana (muy temprano)

El entierro de los restos mortales del pobre Javier O. (el acto físico de lo que entonces era meter la caja dentro del nicho) se produjo unos minutos después del entierro de su propia hija, la pequeña Maruja O., en el hueco de al lado, pero ni el Dani ni el Carlos quisieron pararse a pensar en ello un segundo. No merecía la pena, chaval. Era hacerse daño porque sí. La cría se había muerto con tan sólo cuatro añitos de vida y estaba horriblemente retorcida dentro de su cuna, cuando se la encontraron la otra tarde.

O fue por la mañana? El Carlos estuvo a punto de girarse a preguntarle al chaval, al Dani, si se acordaba de cuándo habían entrado en el piso del Javi por la fuerza. Después de pasarse días enteros llamándole al teléfono de casa, se puso en lo peor de todo. El lunes por la mañana, si no el martes, había estado en la puerta de su piso, tocando el timbre sin parar, «meeec-meeec-meeec». Recordaba haberla golpeado con los nudillos y con el puño cerrado, «pom-pom-pom-pom», y que se había ido después a por el chaval, el Dani, para que pusiera él la fuerza que ya no tenía en los brazos.

—Pero eso's legal, jefe?

—El qué, querer saber si siguen vivos?

Luego habían intentado forzar la cerradura sin miedo de molestar a los vecinos, sabes? Al final, la fullola de la puerta no dio mucha guerra. El Dani acabó partiéndola de una patada, «plam», cuando se cansaron de probarlo con el martillo y los tornavises. Entonces les llegó el pestazo de dentro igual que una bofetada de pozo negro, sin luz, y se les quitaron las ganas de nada en la vida.

—Qué's eso?

—Mejor no preguntes, chaval.

El Carlos entró el primero. Aunque las persianas del piso estaban todas echadas, una mala instalación del sistema de cierre (o su corrupción después de tanta vejez junta) permitía el paso de la luz de la calle a través de las rendijas. Los interruptores habían dejado de funcionar todos, «clic-clic-clic». El hedor a mierda los llevó directamente al comedor y, del comedor, al pasillo que comunicaba con las habitaciones. El suelo, en aquel punto, estaba cubierto de agua y de pis y el Dani, a su espalda, no se atrevió a abrir la boca por si las moscas. Avanzaban pendientes del lento gotear de un grifo, al fondo de todo, «plic, plic, plic».

—Hola? Javi? Javi?

Pero estaba claro que, si el Javi hubiese seguido allí, con ellos, los tenía que haber oído nada más entrar. Él o quien fuera, sabes? El Dani buscaba todo el rato por encima del hombro. Era una casa normal, vale? Pero había pasado tanto tiempo cerrada que la oscuridad se había puesto mala y caminaban todo el rato con la sensación de que se podían infectar con cualquier cosa que tocaran.

—No hay nadie, no?

—Como que no?

—No los oigo.

Se refería a los dos miembros del matrimonio y a su hija pequeña, la Marujita. El Carlos se había quedado quieto justo antes de pisar en los meados del pasillo. Aquello olía fatal, tío. El Dani, por eso, estaba más pendiente del recibidor y de la cocina que de la negrura que tenían delante. Habían dejado la puerta de la calle abierta porque ya no había manera de cerrarla.

—Vamos o qué?

—Sí. Pero…

A partir de allí, la luz de la calle no daba mucho de sí, que digamos. El Carlos volvió a probarlo con otro interruptor, «clic-clic-clic», y, como no iba, se metió para adentro de todos modos, «va, vamos, chaval». Los dos fueron directos hacia el fondo, donde el lavabo, «plic, plic, plic», pero los cadáveres tenían que estar metidos en la habitación que había justo a su izquierda. Se notaba por el calorcillo y la humedad. Además del tufo a muerto, la pudrición de los cuerpos llegaba a generar cierta temperatura, sabes que te digo?

—Es aquí, chaval. Espera fuera, vale?

—Vale.

Pero el Dani, en cuanto el Carlos comenzó a empujar la puerta del dormitorio para adentro, se retiró hacia el comedor sin avisar. Fueron unos pocos pasos lentos, «chap, chap, chap». Estaban todos muertos. Tenían que estar todos muertos o les habrían oído llegar, no? El Dani dejó que el Carlos se metiera solito en la habitación del fondo y se volvió a mirar hacia el comedor, por si acaso. La puerta de la calle seguía abierta de par en par y ella estaba allí. Tardó unos segundos en verla, pero, al final, la acabó identificando como un bulto distinto del sofá. Estaba tirada en el suelo y estaba mirándole de aquella manera obscena, como brutal, que te helaba la sangre en las venas. El Dani tuvo miedo por su carne mortal. De repente, temía por su vida de chaval de diez y siete años. No podía verle bien la cara de perra famélica y, sin embargo, sentía su hambre como una cosa monstruosa que no pudiera ser ni en el mundo, ni en Sant Mena. Se echó para atrás, «chap, chap, chap», hasta que pegó con la espalda en la pared del pasillo. Quiso llamar al Carlos, «eeeh… eeeh», pero la sombra de la mujer pasó por encima del sofá y huyó por la puerta del piso, hacia las escaleras, como si no hubiera existido nunca.

O, a lo mejor, no había salido a la calle como se pensaba y todavía seguía escondida en algún rincón del puto bloque de pisos, eh? El Dani no quiso darle más vueltas. Él sólo había llorado un poquillo cuando había pensado que, en la primera caja, habían metido el cuerpecito sin vida de una niña de cuatro años. Lo del Javi en sí, no le había dado tanta pena, sabes? No hacía mucho que se conocían y, aunque no era un mal pavo, no habrían sido nunca amigos fuera del curro. El Carlos M. era otra cosa. Era un buen hombre y, si no fuese mucho más mayor que él, podrían haber sido hasta colegas, tío. Lo veía a su lado, tristísimo de la hostia, y le daban ganas de ponerle una mano en el hombro.

O algo. Pero el Carlos no lloraba ni un poquito porque, al final, se le habían gastado las lágrimas de tanto aguantar. O se le habían acabado las ganas, sabes? Había enterrado a su mujer hacía justo un año, tío. El Dani tampoco veía bien que no hubiese nadie más en el entierro del Javi y su hija. El Carlos no le había dicho que se pensaba que, a la madre del Javi, a la señora Enriqueta O., también le había pasado alguna cosa, pero, con decirle que la había estado llamando y que no le abría nadie, se lo estaba diciendo todo, no?

—Nos vamos, chaval?

—Ya?

—Y qué quieres? Ya'stán muertos, no?

—Sí (eso sí).

—Pues vamos, va.

—Vale.

Tarde

O noche. Porque, por el reloj de la cocina, ya eran casi las siete menos cuarto de la tarde y, en la calle, no se veían más que sombras turbias y feas. La misma pared de siempre (la que tenía enfrente de la ventana) estaba cada vez más oscura. La señora Enriqueta no dejaba de mirarla todo el rato. De hecho, no tenía pensado encender la luz del fluorescente, ni levantarse a por más agua del grifo. El vaso que tenía en la mano estaba medio vacío y seguía con sed en la boca, pero, si miraba para abajo, a la mesa, se encontraría otra vez con el tembleque y no le daba la gana de verlo.

No quería. Hacía años que le pasaba y ella no había hecho nada para tenerlo, sabes que te digo? El agua del vaso no se estaba quieta ni un segundo. La señora Enriqueta pensaba que le había pasado algo malo a su hijo por su culpa. Desde que el pobre le había echado la bronca por matar los gatos callejeros, ella apenas le había dado de comer y aquello, quieras que no, no podía ser bueno para nadie. Estuvo tramando en serio lo de poner más leche tibia en los platitos del patio.

A lo mejor, aún estaban a tiempo, eh? Pero no había salido de casa, a comprar, desde hacía muchos días y la leche de la nevera tenía que estar mala, ya. Como agria. Pensó en echarle azúcar. O miel. Seguro que algo dulzón atraería a los gatitos del barrio. Porque, total, si mataba uno ó dos más, su hijo, el Javi, no tenía por qué enterarse de nada y, de paso, aplacaría su hambre, no? Pero la señora Enriqueta no hizo nada, al final. Se quedó sentada donde estaba, muy triste por su hijo, que no la llamaba nunca.

Y, aunque sólo venía una vez a la semana, cuando se acordaba de su madre, la casa se quedaba menos vacía si se pasaba por allí, a verla un rato. Era como si la llenase con su voz de hombre grande. La señora Enriqueta, si no la hubiesen tratado de loca por ahí, hubiese dicho más de una vez que notaba cómo se iba vaciando con los días hasta quedarse en los huesos de piedra y sombra. Su cuerpecito de mujer mayor no pesaba nada en las tripas de aquel caserón viejo, pero su nuera, la tal Raquel, no quería saber nada de vivir con la viuda de nadie.

Tenían su propio pisito. Y los dos trabajaban muy duro para pagárselo de su bolsillo cuando, a ella, a la pobre Enriqueta, le sobraban todas las habitaciones del mundo. Muchas veces se había hecho ilusiones con ponerle la voz de la niña Marujita a los cuartuchos lúgubres de la segunda planta. Tendrían las ventanas abiertas todo el día, para que corriera mucho el aire y se llevara de una vez por todas las telarañas del techo, «plam, plam, plam».

Pero su hijo ya no la llamaba. Ni se pasaba a verla un rato. Ni la escuchaba nunca. La señora Enriqueta se vio envuelta en las sombras porqueriosas de la cocina y no pensó en levantarse a encender la luz del fluorescente porque, si alguien pasaba por la calle, por delante de su ventana, la vería sentada a la mesa, vieja y fea, con aquellos pelos sucios de canas que llevaba sueltos todo el tiempo, sabes que te digo? Y lo último que quería en aquella tarde-noche del catorce de febrero de 1991 era que la descubriesen sola en el interior de su casa.

Sola. Porque estaba sola. Cerca de las siete menos cinco, volvió a pasar que la figura de alguien grande, como encorvado, cruzó por delante de su ventana. Era la sombra que le había dicho muchas veces a su hijo, la que «no pertenece a'ste mundo, hijo mío», pero, por más que la estuviese esperando, la señora Enriqueta sintió cómo se le ponía un susto pánico dentro del pecho. Igual que las otras veces. Se quedó sin respirar un momento. Se pensaba que, si se estaba quietecita, pasaría de largo, pero, por lo que fuera, no fue así aquella tarde-noche de febrero.

El vaso, por culpa del tembleque, se le resbaló de la mano y rodó por la superficie de la mesa hasta que cayó al suelo y se rompió en mil pedazos, «trisssh». Pero daba igual. La sombra ya la había visto de antes. La señora Enriqueta pasó los ojos por encima del agua derramada en la mesa y luego volvió a buscar en la ventana de la calle. Aquello seguía allí, aplastado contra el vidrio. Quiso irse. No lo pensó, pero su primer impulso fue levantarse de la silla y salir corriendo por el pasillo, hacia el patio de atrás. O a dónde fuera, sabes?

La señora Enriqueta, sin embargo, se quedó sentada donde estaba. Mientras la sombra monstruosa arañaba el cristal de la ventana, «riis, riis, riiis», la pobre mujer trataba de explicarse con palabras por qué narices se había convencido de dejarlo estar. Todo, eh? Llegó a dudar si no sería por la tristeza de su hijo, que no la llamaba nunca, pero la Enriqueta no estaba dispuesta a engañarse un segundo más. No había (ni había habido nunca) razones verdaderas para justificar las cosas malas que le habían pasado en la vida o lo que estaba a punto de pasarle, «riis, riis, riiis».