El misterio de Sant Mena

15 de noviembre de 1985

Pasadas las nueve y cuarto de la mañana, la Concha (Conchi para los amigos) se puso a fregar los platos que tenía acumulados en la pica. Se le habían juntado las cacharros de la cena con las tazas del desayuno. Abrió el agua, echó un chorrito de jabón en la bayeta y cogió, para empezar, una cuchara sucia de leche. Según tenía por costumbre, no tenía pensado pensar gran cosa. Estaba otra vez en lo mismo (la misma porquería en los mismos sitios) y, echando la vista atrás, las primeras semanas de noviembre habían sido más bien grises y frías. La luz de la ventana tampoco tenía pensado decirle nada nuevo. Eran días bastante raros. La Concha (Conchi para los amigos) comenzó a lavar la vajilla un martes por la mañana y acabó un miércoles o un jueves, veinte minutos más tarde.

De primeras, no pudo saber qué le había pasado. Cerró el grifo, se secó las manos y miró por la ventana. Afuera, vio el mismo patio y el mismo día de siempre. Estaba nublado. Los cacharritos de su hija seguían todos tirados por el suelo, de cualquier manera. «Y qué más dará, chica, si se mojan». Buscó su martes en el calendario de pared. Había un número, seguido de muchos otros, que no le dijo nada, absolutamente nada. Probó suerte con la cifra del miércoles y nada. Quizá fuera jueves, después de todo. La luz de la ventana le parecía siempre la misma. Juraría, por la vida de su hija, que era igual a media mañana que a media tarde. Es más, si no tuviera un reloj a mano, no sabría distinguir el amanecer del anochecer en la ventana de aquella cocina. De un tiempo a esta parte, oscurecía muy pronto en Sant Mena.

La Concha (Conchi para los amigos) tenía claro que había llevado a su hija Sofi al colegio a primera hora, como cada día. Recordaba perfectamente la sensación de frío en las orejas y la nariz. Era aquel frío crudo que, en ocasiones, escapa vivo de la madrugada más negra. Su hija le había pedido (en algún punto de aquel lapso de tiempo) que le sacara una bufanda del armario («donde se pone la sombra») y la Concha juraría que le había sacado también un par de guantes de lana. Aunque, quizá, lo recordase del año anterior. A veces, le pasaba que le venían a la memoria cosas de hacía un año como si fueran de ayer mismo y no había manera de distinguirlas, chica.

Entonces, mientras seguía mirando los números del calendario, temió seriamente haberse olvidado de ir a buscar a su hija al colegio. Fue corriendo a por la hora. Tenían un reloj de pared en el salón. Según indicaban sus manecillas, aún quedaban más de dos horas para las doce y media. Suspiró. Si se hubiese olvidado, si hubiese llegado diez minutos tarde a buscarla, la habrían llamado al teléfono de casa. Tarde o temprano, los municipales se habrían presentado en la puerta, con su hija, pidiendo explicaciones y una disculpa. Y esto, por más que se esforzaba, no lograba recordarlo.

Quizá fuera martes, después de todo. La Concha (Conchi para los amigos) juraría que no, pero quizá se había despistado un momento y no encontraba la manera de volver a su día de hoy (como si hubiese perdido el hilo del laberinto, donde no había ninguna luz). Diría, sin embargo, que habían pasado, al menos, un par de días después del martes. Era una sensación vaga pero firme. Más firme, quiere decirse, que la conciencia de un martes presente.

La Concha, entre tanto, se volvió a la cocina, como si le quedase algo por hacer allí. Pero los platos estaban fregados, la encimera, limpia y el suelo, barrido. «No sé, chica». A lo mejor se había desmayado y se había dado un golpe en la cabeza. Diría que le faltaban, más que unos días, unos minutos de su vida. Ella, por las mañanas, no solía dedicarle más de veinte a la cocina y eran, según el reloj del salón, más de las diez y media. Se tocó la frente y detrás de la cabeza. No dio con ningún chichón, ni ningún daño. Fue al baño de inmediato. Temía encontrarse unas gotitas de sangre seca en la cara. O algo peor. Pensó fugazmente en una brecha monstruosa en la cabeza que le impidiera la sensibilidad y el dolor. Acaso llevaba varios días tirada en el suelo de la cocina y la policía había estado llamando a la puerta de su casa en balde. «Qué horror, chica». La Concha (Conchi para los amigos), de no ser por su hija Sofi, estaría muy, muy sola en este mundo…

Encendió la luz del baño y sorprendió su reflejo en el espejo, sin sangre ni nada. Era ella, tal y como se recordaba (como hacía un rato, a eso de las ocho y cuarto, cuando se habían peinado las dos juntas). Se puso delante del cristal, sin embargo. Se acercó al lavabo, abrió el grifo y se mojó los pulsos. No dejó de mirarse. No podía dejar de mirarse. Aquella que no era ella era ella. Y tenía muy mala cara. La Concha (Conchi para los amigos) sentía pena de saberse joven y sola. La Concha y aquella otra mujer del espejo, que debían ser la misma cosa, no dejaban de mirarse (ninguna quería saber nada de lo que podía ocultarse al fondo, a su espalda).

La casa, aquel caserón aberrante en que vivía, se le caía encima de tan grande y vacío como estaba. Si hubiera tenido cuatro malas perras en el bolsillo, la Concha habría pagado gustosa el alquiler de un pisito en el pueblo y se habría largado de allí sin dudarlo. De un tiempo a esta parte, el bosque bullía en sombras insidiosas y turbias y la casa, lejos de tenerlas a raya, las acogía en su seno con apetito monstruoso. Dentro, donde hacían vida las dos.

La Concha (Conchi para los amigos) hacía muchos años que se lo repetía. Una mujer que ha estado a las puertas del infierno en la tierra, no debería temer un puñado de sombras cualquiera. Y valía por cualquiera de las dos. Cerró el grifo y volvió a su imagen en el espejo. Aquella que no era ella también lo sabía. Justamente por haber estado a las puertas del infierno, deberían, las dos, temer toda forma de sombra sobre la faz de la tierra. Pero la Concha (Conchi para los amigos) no quería volver la vista atrás. No se dejaba. No podía ser, chica.

El pasado estaba demasiado sucio de sombras.