El misterio de Sant Mena

16 de noviembre de 1985

Pasada la medianoche

Bien mirado, l'Anton M. no sabía dónde había metido los últimos días de su vida. Seguía, de algún modo, detrás de las cortinas del salón, esperando. Había ido a currar sin falta. Había dormido sus horas. Había comido lo de siempre. Y, después de todo, seguía detrás de las cortinas del salón, esperando a que pasara algo con su vida. Le pasaba lo mismo que con los cigarrillos: se iba fumando uno detrás de otro sin darse mucha cuenta y, al final, la cajetilla se quedaba sin. Era como si su vida, de un tiempo a esta parte, se estuviera quedando sin nada que fumar.

Cada noche, desde el pasado martes, tenía la intención de asomarse al interior de la ermita de Santa Caterina, a echar un vistazo, y, a última hora, ya fuese por la prisa, el frío o la noche, pasaba de largo frente a su puerta. Llevaba puesta una linternita en el bolsillo de la camisa para la ocasión. Se la colocaba ahí todas las tardes, antes de salir a trabajar, y era tan pequeña (podía tan poca cosa con las sombras del mundo) que l'Anton se sentía ridículo llevándola encima.

Pensó asomarse al balcón, por ver si veía algo, pero sólo lo pensó. L'Anton no sabía en lo que estaba cuando se encontró a su mujer justo delante. Supuso que ella había entrado en el salón a oscuras, sin hacer ningún ruido, y que él debía seguir allí, de pie, sin hacer absolutamente nada. Iba en camisón. Venía directamente de la cama, a pedir por él:

—Qué'stás haciendo ahí, cari?

Pero él no supo decirle. No quiso contarle nada (como que sentía que estaba por pasar algo; que daba por hecho que un coche, sin color ni modelo, quería pasarle por encima; que oyó voces dentro de la ermita la noche de la profanación; y que huyó como un puto cobarde porque… «¿qué quieres que haga un hombre como yo?»). Teniéndola delante, no quiso meterla en sus mierdas.

—Nada.

—A estas horas?

—Estaba…

Pero no estaba, ni se le esperaba. Su mujer se lo miró con cara de preocupación y decidió que era momento de sentarse en el sofá. Tenían que hablar, y l'Anton lo entendía, era lo lógico, pero no tenía ninguna gana de sentarse, ni de verla. La Pili no podía decirle nada nuevo porque su mujer ya no le decía nada de nada. Aunque a oscuras, l'Anton le había visto el cuello del camisón abierto. La luz de las farolas a través de las cortinas era suficiente para que le viera los pezones a su mujer debajo de la ropa (eran una sombra negra, durísima, tras la tela fina del camisón). Pero no sentía nada. Eran ya demasiados años con la misma mujer. Aquellas tetas estaban gastadas de tanto usarlas. Primero él y después los cabrones de sus dos hijos, que estuvieron mamando hasta pasado el año-año y medio cada uno. Era normal, después de todo, que diesen más pena que otra cosa. Todas las cosas se gastan, al fin y al cabo. Como la piedra de un mechero barato que, al final, no da más de sí, l'Anton apenas guardaba algunas chispas más en sus tripas. De saltar alguna, en ningún caso lo haría por las tetas de su mujer, la Pili.

—No quieres que hablemos?

—No. Mejor otro día.

—Seguro?

—Sí.

—Estás bien?

—Sí.

—Seguro?

—Sí.

—Vale.

Su mujer no se fue, sin embargo. Le pidió que se sentara a su lado con unas palmaditas en el cojín del sofá y l'Anton, que no estaba ni se le esperaba, no se lo planteó siquiera. Fue y se sentó y su mujer, la Pili, le bajó la bragueta y le hurgó dentro con la mano sucia de lejía. L'Anton, entonces, suspiró como si estuviera soportando un peso grandísimo en el pecho. La Pili le sacó la polla fuera, ya estaba dura, y comenzó a menéarsela. L'Anton pensó que, de tener diez años menos, le buscaría las tetas debajo del camisón. Es más, de tener dos partos menos, se la hubiese follado allí mismo, pero, viéndole los pies descalzos sobre la mesita del salón, prefirió pensar en lo que escondían las botas horrorosas de la Rosa S. dentro. Aquella tía sí que estaba buena. Aquellas sí que eran un buen par de tetas. Qué no hubiese dado l'Anton por tenerlas delante. Qué no hubiese hecho aquel hombre, en aquel preciso momento, por chupar los pezones de la tierna y jovencísima Rosa…

—Mejor, cari?

—Sí, sí.

Mañana

Le pasaba muchos sábados por la mañana. El día que podía dormir lo que le daba la gana porque no tenía cole, no tenía más sueño y, a eso de las ocho-ocho y cuarto, ya se quedaba despierto. Quieras que no, le tocaba las pelotas porque, entre semana, no había puñetera manera de ponerse en pie. Su madre acababa todos los días a gritos con él y él acababa corriendo para llegar a la hora a clase. Casi siempre se dejaba algo por hacer. O no se lavaba la cara o no se peinaba los pelos o se tenía que llevar las galletas del desayuno para comérselas por el camino.

El Míguel se puso en movimiento. Llevaba toda la noche, y parte de la mañana, dándole vueltas a la cabeza. Aquel sábado diez y seis de noviembre era el día. Salió de la cama de un salto. Se puso las zapatillas y se metió en el lavabo. Por la tarde, a las cuatro y media habían dicho, se iban a colar en la iglesia chunga, para investigar lo que le habían hecho por dentro. El Pedro tenía que traer una cámara de fotos de su madre. El Óliver, la lupa tocha de su padre. El Dani, un boli y una libretilla y el Josep María y él, las linternas con las pilas (el David L. había dicho que tenía que hacer no sé qué por la tarde y que no venía).

El Míguel se lavó bien la cara. «Buah…», tenía un montón de cosas por hacer. Se fue para el comedor y se puso la tele. Luego se sentó en el sofá y miró un ratillo los dibujos, pero el Míguel tenía la cabeza en otra parte. Acababa todo el tiempo pensando en su misión de aquella tarde porque uno, a la hora de la verdá, tendría que atreverse a entrar el primero de todos. Pero seguro que no había huevos. Aquello iba en serio (muy en serio). Eran cosas de verdá. Allí dentro podían haber cosas muy chungas y ellos, quieras que no, seguían siendo unos chavales todavía. Pero el Míguel estaba loco por verlo. Había como una fuerza muy grande en su pecho que le movía a verlo. Tenía miedo, mucho miedo, sin duda, pero el Míguel estaba convencido de que le iban a poder más las ganas de verlo que el rile. Llegado el momento, él entraría el primero si ninguno de sus colegas se atrevía. Con dos huevos. ¿Y si los pillaban? Pues uno tendría que quedarse fuera, en la puerta, para avisarles si venía alguien. Los otros se colarían después de él. No era capaz de imaginar qué cosas verían sus ojos. No podía esperar más. Estaba ansioso por que fueran las cuatro y cuarto para salir de su casa corriendo…

Pasadas las nueve y media, se levantó del sofá para ir a la cocina, a por algo de comer. Se llenó un vaso de leche, se echó tres cucharadas de colacao y se pilló unas galletas marbú dorada. Si él se rilaba al final, seguro que el Dani se metía el primero. El cabrón no se achantaba fácil. El Josep María les había dicho que necesitarían una cruz para luchar contra los demonios de la iglesia (si es que los había) y el Dani le había chapado la boca diciéndole que dentro ya habría una cruz mucho más grande que la suya, así que tendrían que ir desarmados, a puño descubierto. Como unos putos valientes.

El Míguel se sentó otro rato en el sofá. Ponían más cosas en la tele y él hacía por mirarlas, pero la cabeza le bullía de ideas sin parar. Pensó en dibujar un mapa en una libreta y preparar un plan, punto por punto. Le puso un nombre provisional a la misión, «Operación Caterina», y se asignó el rango de capitán, que la iniciativa, al fin y al cabo, era cosa suya. A eso de las diez y media-once menos cuarto de la mañana, se levantó a por la linterna, a ver si le quedaban pilas o qué. Pero la linterna no estaba en su sitio, el cajón del comedor:

—Mama…

—Qué?

—Dónde está la linterna?

—Qué linterna?

—Una. La que'staba aquí en el cajón…

—Mira a ver dónde l'has puesto.

—Que no lo sé.

—Y qué quieres que le haga, hijo?

—Buscarla.

—La buscas tú que eres tú el que la quieres.

—Joder…

—Qué dices?

—Nada.

—No t'olvides que'sta tarde vamos a casa de tu tía.

—Esta tarde, era?

—Sí.

—Yo no podía.

—Pues ahora puedes.

—Jo, mama. Que tenía que…!

—El qué?

—C'había quedao, yo!

—Ya verás a quien sea otro día.

—Pero, mama, que's muy importante, en serio.

—¡Será por días! No te viene d'aquí…

—Pero, mama…!

—Que no hay más que hablar, Miguel. Esta tarde vamos a ver a tu tía y punto.

—Joder, mama. Vaya puta mierda, todo!

—Esa boca, niño, o qué te has pensado tú, aquí?

Tarde

A aquella hora de la tarde, las calles estaban desiertas. Ni un coche, ni un alma, ni nada. Al Pedro, que llevaba más de media hora esperando junto a la fuente que había en la esquina del Doctor Fleming con Climent Humet, le daba la impresión de que no había habido nunca nadie en aquellas calles (como si no fuera posible, como si aquella fuese una calle fantasma de toda la vida). Llevaba mucho rato solo. Había acabado de comer cerca de las dos y cuarto de la tarde y se había largado de casa a toda prisa (con la cámara de fotos de su madre en el bolsillo del pantalón). No llevaba reloj (no tenía), pero debían ser las cuatro, al menos, porque hacía ya mucho rato que daba vueltas por el pueblo, pensando en lo que estaba por venir.

La puerta de la ermita estaba cerrada. Alguien le había puesto un plástico del ayuntamiento para evitar que nadie pudiera entrar. El Pedro no se había acercado al lugar. No quería. Sólo había pasado por delante, de camino a la fuente, donde quería ponerse a esperar. Pensó en bajar al castillo un momento, pero, si las calles se veían desiertas, el páramo del castillo se veía aun más solitario (los campos dejados, la hierba alta y seca). Menudo bajón. El cielo estaba tan gris que todo parecía igual, como si aquella luz, en vez de dar color, lo manchase todo de lo mismo. Las piedras de las paredes se veían como siempre, como piedras, y el asfalto, claro, seguía siendo asfalto, pero el Pedro tenía la sensación de que había algo en Sant Mena que fallaba de forma fatal.

Sacó la cámara de fotos. Mejor pensaba en otra cosa. Miró otra vez que llevase una pila para el flash. Repasó lo que tenía que decirle a su madre si lo pillaban: «era para un trabajo del cole». «¿Qué trabajo?». «Uno, mama». Con eso, debía bastarle. Si le insistían, podía decir que se lo había pedido el Carles, el profe de naturales, que también les daba clase de sociales. Podía explicar que habían ido a cazar escorpiones. No sería la primera vez que se colaba en una casa abandonada a por bichos. Tenía que valerle con aquello. A su madre, todo lo que le sonase a estudios, solía valerle.

Al Pedro, sin embargo, no le gustaba estudiar. Su vida estaba mejor en la calle, a su aire. Pasarse las mañanas encerrado en una clase, se le hacía muy largo y pesado. Coger un libro era un peñazo, en serio. Él prefería darse una vuelta por ahí, ponerse una casete de Eskorbuto a toda hostia o fumarse un piti a escondidas en los lavabos del cole. Otras cosas, vaya. Miró a su alrededor. No tenía manera de saber la hora. Todo estaba muy quieto por allí. Los pajarillos habían dejado de cantar (si es que habían cantado nunca). Era como si el mundo entero se hubiera parado a causa del frío. Suerte del puto Josep María, que asomó por la cuesta del Doctor Fleming…

—Qué pasa, tío?

—Buah, tío…

—Qué?

—Que llevo mazo de rato aquí, solo.

—Haber llamado al Dani, que vive ahí.

El Dani V. vivía en el bloque de pisos que hacía esquina con el paseo del castillo de Sant Mena, justo en frente de donde estaban parados. El Pedro no se sabía ni el número, ni nada. Se encogió de hombros cuando levantó la vista hasta la cuarta o la quinta planta. No tenía intención de contarlas.

—Tú te sabes el piso?

—Sí.

—Lo llamamos?

—Ya bajará, tío. Todavía queda un rato para las cuatro y media.

—Sí?

—Ya te digo.

—Mira qué tengo, tío…

Y le enseñó la cámara de fotos de su madre.

—Buah, qué guapa. Yo he traído la linterna de mi casa.

—Guapo.

—No ha venido nadie más?

—No, tío.

—Yo me pensaba que'l Míguel llegaría el primero.

—Pues qué va.

—El Óliver fijo que se rila.

—Fijo.

—Puto cagao…

—Ya te digo.

Pero el propio Josep Maria también tenía una forma de miedo espantosa metida dentro del cuerpo. Desde hacía varias noches, si no los estaba viendo directamente en las tinieblas de su habitación, soñaba con unos demonios en el interior de un templo de piedra (que era cómo se imaginaba la ermita de Santa Caterina por dentro). No hacían ni decían nada. Simplemente estaban ahí. O, lo que es peor, existían y eran, de alguna forma, posibles.

—Ya es la hora?

—Uf. No sé.

—No llevas reló, mamonazo?

—Qué va (me parece que lo he perdido).

Aquellos demonios terribles, tan tenebrosos y horribles para un pobre crío, aunque no habían hecho ni dicho nada, le estaban esperando y él solito, por su propio pie, se iba a meter dentro de una iglesia en cuestión de unos minutos. No lo dijo, pero estaba como loco por confesarlo: «yo paso, yo no quiero entrar».

—Tú quieres meterte, tío?

—Sí, tío. Yo sí.

—No te da un poco de yuyu?

El Pedro se lo pensó un poco antes de contestar.

—Buah… Un poco, sí, tío. Pero no pasa nada. Dentro no hay nadie…

—Seguro?

No. Seguro no. El Pedro llevaba días temiendo en su carne el machete de un satánico loco.

—Llamamos a ese o qué?

—Va.

—Seguro que s'ha quedao frito, el cabrón…

—Fijo.

Fueron juntos hasta el portal del bloque de pisos del Dani V., al otro lado de la calle. Cruzaron la carretera sin mirar a los lados y el Josep Maria, después de quedarse con todos los números del telefonillo, apretó el 3º 1ª dos veces. «Es aquí (es este)». Al rato, cuando el Pedro se permitía dudarlo («¿seguro?»), surgió una voz irreconocible, rota por el ruido, que preguntaba:

—Quién?

—El Josep Maria.

—Bajo.

Más tarde

No quería bajar. El Dani V. no tenía ninguna intención de bajar, ni de meterse en la iglesia de los huevos. Se había escondido en su cuarto, a mirarse unos cómics del Conan, y estaba esperando (como un puta) a que pasase la hora. No quería ir. No quería que lo llamaran, pero la ermita de Santa Caterina estaba cerca de su casa y, si lo venían a buscar, tenía que ir, sin falta. Por eso, cuando el puto Josep Maria llamó al timbre de su piso, se puso la chaqueta, pilló la libreta y el boli y bajó a toda hostia.

—Qué pasa, tío?

—Qué pasa, nen?

—Nos pensábamos que t'habías quedao dormido, o algo.

—Qué va. Estaba…

Tanto daba en lo que estaba. El Dani buscó al resto de la pandilla.

—Y esos?

—No ha venido nadie más.

—Qué dices, tío?

—Ya ves.

—S'han rajao.

—Qué cabrones.

—Ya te digo.

—Qué hacemos, tío?

—Qué hora es?

El Dani miró la hora en su casio de plástico.

—La cuatro y cuarenta y uno.

—Esos ya no vienen.

—Y el Míguel?

—Al final s'ha rilao.

—Buah…

—Qué hacemos?

—Pasamos o qué?

—Qué dices, tío. Vamos fijo.

—Va.

—Va, venga.

La calle de Climent Humet estaba vacía de gente y de vida. Los coches estaban todos aparcados en las aceras y las puertas de las casas, cerradas con tres vueltas de llave y pestillo. Aparte de sus pasos, no se oía ni un ruido a su alrededor. Ni el viento, ni el frío, ni nada. Los chavales iban sin ganas de ir. Antes de que pudieran arrepentirse, antes de que se les ocurriera media excusa para rajarse, se habían plantado delante de la ermita de Santa Caterina.

—No se puede entrar.

—Han puesto un plástico, tío.

El Pedro tiró de la tira de plástico y la arrancó.

—Ya'stá.

—Y si nos pillan?

—Si nos metemos rápido, no nos ve nadie.

—Ya.

—Luego podemos cerrar la puerta otra vez.

—Y si nos quedamos encerrados?

Ninguno quería quedarse encerrado.

—No, mira… No se puede. Esto está roto.

El Josep Maria se refería a la cerradura. Aunque era de hierro colado, como muy tocha, estaba horriblemente mutilada. El Pedro probó a empujar la puerta con la mano, pero no pudo moverla ni un milímetro. Parecía atrancada con algo.

—No puedo, tío.

El Josep Maria, antes que nada, miró a los lados. Luego quitó al Pedro de en medio y le dio un viaje a la puerta con el hombro. «BROM». Ya estaba. Dentro no se veían más que sombras muy apretadas y negras, como si la luz del día (que apenas era día) no se atreviera a pasar mucho más allá del umbral. Un poco como ellos, la verdá.

—Qué hacemos, tío?

—Vamos?

—Espera…

El Josep Maria sacó la linterna de petaca que había traído de su casa (sin que nadie lo supiera) y la encendió con la esperanza de iluminar las profundidades de aquella gruta para los días de los días. Pero lo cierto, después de todo, fue que la bombillita de su linterna no daba para gran cosa y no podía con la oscuridad del interior de la ermita de Santa Caterina.

—Eso es porque'stamos fuera.

—Fijo.

—Vamos?

—Vamos.

—Yo no, tío. Yo m'espero aquí, por si viene alguien, y os aviso… vale?

—Tío, tú tenías que apuntarlo todo.

—Ya.

—Va, vamos todos.

—Va, venga.

El Josep Maria entró el primero, el Pedro detrás y, por último, el Dani con la libretita de las narices. Dentro, olía muy mal. Era raro. Fue cruzar el umbral y saberse en otro mundo (más extraño, más oscuro, más feo). La calle (la luz del día que apenas era día) estaba a menos de un paso, a su espalda, y el Dani, sin embargo, sentía que ya no era posible volver atrás. Estaban cerca de estar perdidos. La negrura se negaba a retroceder ante el arrojo de la bombillita de la linterna del pobre Josep Maria.

Pasados unos segundos, alcanzaron a ver las paredes y el suelo (que no el techo). Estaba sucio. Olía a quemado y olía a meado. Y, en algún sitio, allí dentro, había algo asqueroso, como podrido. Si hubiesen sabido lo que apesta el azufre, también lo habrían maldecido por su puto nombre.

—Qué pestazo, tío.

—Ves algo?

—No…

El Pedro y el Josep Maria, que se habían puesto delante (el uno al lado del otro, casi cogidos de la mano), descubrieron un montón de algo negro en el suelo, a uno ó dos metros de la puerta, en el pasillo que había entre los bancos de la iglesia.

—Qué es eso, tío?

—Parecen palos quemados, no?

—Y papeles.

—A ver…

El Dani asomó la cabeza entre los dos.

—Sí. Parecen libros quemados.

—Qué libros, tío?!

El Pedro pensaba en libros negros. Libros de brujería y cosas chungas.

—No sé. Hay alguien o qué?

El Josep Maria levantó el haz de luz de la linterna del suelo y dio una pasada rápida por el interior de la ermita (querían y no querían ver con qué se topaban). La oscuridad, como una sustancia pegajosa y densa, se negaba a quitarse de los rincones. Era horrible. Aquella obstinación en algo que carece de voluntad les resultaba escandalosa. Es más, de ser irrefutablemente cierta (es decir, si hubiesen tenido ocasión de certificar allí mismo, sin margen de error, que se resistía vivamente), se habrían ido corriendo a sus casas al instante o se habrían vuelto locos de remate para el resto de sus vidas.

—No (no veo a nadie).

—Bien.

—Sí, tío.

—Mira!

—Qué?

El Pedro, sin moverse del sitio, señalaba a una pared.

—Qué pone?

—Sa… Sa-ta-nas…

—¡Satanás!

—Vo… vo-bis-cum.

—Eh?

—Qué chungo, tío.

—Qué mal rollo.

—Vámonos, tío.

—No, espera.

—Yo me largo d'aquí.

—Un momento, tío…!

El Pedro, un poquito más cerca de sus amigos que antes, sacó la cámara de fotos de su madre, corrió el carrete con tres golpes rápidos de pulgar («rec, rec, rec») y tomó una fotografía de la pintada en la pared (a brochazos, de rojo sangre).

—Mierda!

—Qué?

—El puto flash…

Puso el flash, corrió el carrete otra vez («rec, rec, rec») y tiró otra foto a la pintada de la pared: «Clic… ¡FLASH!». El destello, una vez se desvaneció en las sombras del antiguo templo, dejó la impresión de unas huellas espantosas en sus retinas.

—Qué era eso?

—Tío, tío, enfoca ahí…

El Josep Maria buscó en la pared con la linterna. A uno y otro lado de la pintada, «SATANAS VOBISCUM», había una figura de una mujer santa sobre una peana. Alguien les había clavado un palo entre las piernas, sobre el vestido. Los chavales lo pensaron todos a la vez, sin decirse nada. «Qué burrada, nen». Sintieron algo de pena (lo poco que les daba para no sentir miedo). Aunque no sabían el nombre de aquellas figuras santas, sabían que había quién se las quería bien y sabían, porque lo tenían delante, que había algunos otros en el pueblo que las odiaban ciegamente.

—Vámonos.

—No, tío.

El Pedro sentía (ahora lo sabía) que tenían el deber de averiguar lo que había sucedido allí en la noche del martes doce de noviembre de 1985. Es más, si estaba en sus manos, tenían que dar con los cabronazos que habían hecho aquello.

—Yo me largo, tío.

—Espera, joder. Tenemos que saber qué han hecho, tío.

—Que no.

—Que sí, joder. Mira las estatuas, tío. Mira qué han hecho, joder. Tenemos…

El Josep María le tiraba de la manga.

—Mira ahí…

El Pedro y el Dani buscaron en la dirección que señalaba el haz de luz de la linterna del Josep Maria. Al fondo de la ermita, donde se levantaba el altar de piedra maciza, se vislumbraban unas velas negras en el suelo.

—Qué es eso?

—No sé. No lo veo bien.

—Vamos, va.

—Va.

El Dani quiso no seguir a sus colegas al interior-interior de la ermita, pero la sola idea de quedarse solo, aunque fuese en la calle, donde la luz del día, le causaba espanto. Se cogió del brazo del Pedro y, cogidos los dos, siguieron al Josep Maria hacia lo peor de las tinieblas.

—Cuidado…

Se estaban alejando de la única salida conocida y tenían que pasar por encima del montón de libros quemados. La bombillita de la linterna se hizo fuerte cuando la oscuridad comenzó a cerrarse sobre los chavales. El Dani quiso mirar atrás, por no perder de vista la puerta, la luz, la vida, pero, si le quitaba los ojos de encima a lo que tenían delante, no lo vería venir y, si no lo veía venir, quizá fuera demasiado tarde para él. Tuvo que hablar. No podía quedarse callado un segundo más:

—Qué veis?

—Son unas velas… en una redonda.

El Dani buscó por encima de la cabeza del tapón. La bombillita daba para iluminar unos metros del pasillo que había entre los bancos de la iglesia y apenas daba para alcanzar el pie del altar. Alguien había formado un círculo con un montón de velas negras. Dentro, y esto pudieron verlo a medida que se acercaban, habían dibujado una estrella de cinco puntas.

—Es sangre?

—No creo.

—Tiene que ser pintura d'esa…

Se pararon, sin hablarlo, a un metro-metro y medio del círculo.

—Y eso?

El Josep Maria quiso enfocar por encima del altar, pero la linterna titubeó dos ó tres veces antes de apagarse. «Mierda». Le dio unos golpes con la palma de la mano, rápidamente. «Mierda». No respondía. Estaban a oscuras y parecía imposible que la luz de la calle pudiera sacarlos nunca de allí. «Mierda». El Josep Maria sacudió la linterna en el aire. Nada, que no iba. Había demasiadas sombras. Le dio dos hostias con la mano abierta. «¡Mierda, tío! ¡No va!». Entonces quiso sacar la petaca para soplarle el polvo, para volver a ponerla en su sitio y arrojar un pedazo de luz en aquella gruta del infierno de una puta vez, pero, entre la prisa y los nervios, desenroscó mal y rápido la tapa y la petaca se le escapó de las manos y, «¡mierda!», rodó debajo de los bancos de madera de la ermita de Santa Caterina. El templo se sumía, al fin, en la más absoluta de las tinieblas.

—Dónde'stá?

—No sé, tío. No veo nada.

—Calla…!

—Qué?

—No lo oyes?!

—Qué?

El puto tapón bufaba raro (como si le pasara algo chungo).

—Qué pasa?

—Que no va…

Estaba haciendo chistar la piedra de su mechero en vano. «¡Chist, chist, chist!». El pobre tapón cogía aire con mucha prisa. Parecía que se estaba ahogando (como si algo quisiera quitarle la vida pisándole el pecho de mala manera). El Dani lo sujetaba con fuerza del brazo (por no perderse, por no dejarlo caer si se venía abajo, de pronto). Y el Josep Maria se echó al suelo sin pensarlo. Buscaría a tientas la petaca de su linterna. No podía estar muy lejos. Topó con las patas de los bancos. Temió tocar cualquier otra cosa (tibia, cruda, viscosa). No quería pensar en los demonios de sus sueños, pero, cada vez que apretaba los párpados, seguían ahí, esperándole. Acaso habían estado aguardando durante siglos una ocasión como aquella.

—Tranqui, tío… Que'stamos aquí.

El Pedro, entonces, acertó a sacarle una llama al mechero.

—Tío, tío…!

—No veo nada.

El Josep Maria no alcanzaba a ver nada debajo de los bancos.

—Pilla una vela.

—Qué?

—Que pilles una vela d'esas, tío!

Ni el Dani, ni el Josep Maria, querían romper el círculo satánico por su propia voluntad. Por lo que fuera, preferían dejarlo como estaba. El mismo Pedro, mechero en mano, tuvo que agacharse a coger una vela negra. La prendió (le costó un huevo, pero consiguió encenderla) y se la pasó a su colega Dani:

—Pilla.

Luego, a pesar del tembleque, encendió otra y se la dio al Josep Maria.

—Ten.

Y, por último, se cogió otra para él. El círculo estaba roto.

—Qué susto, tío…

—Ya te digo.

—No pasa nada.

—No, tío.

—Estamos bien.

—Sí.

—Sí, sí.

—Y la petaca?

—No sé. No la veo.

El Pedro se guardó el mechero en el bolsillo y ayudó al Josep Maria a buscarla por el suelo. El Dani, no. El Dani se quedó vigilando. Aunque la luz de la vela no daba mucho de sí, lo vería venir, sin duda. Y entonces lo vio. Por encima del altar, había una hornacina altísima. Estaba cargada de sombras espesas como telarañas (si las cabronas no vacilaban con el rumor del aire, lo parecía). A cada lado del agujero, sobre la pared, había una cruz satánica pintada a brochazos, de rojo sangre. Pero lo de peor de todo era que alguien había dejado una calavera con cuernos dentro.

—Tíos, tíos, tíos…!

El Josep Maria y el Pedro se pusieron de pie de inmediato.

—Qué?!

—Qué, qué?

—Mirar ahí dentro…

Y señaló, el Dani, al interior de la hornacina.

—Mierda…

—Qué es eso?

—Un cráneo humano.

—No, tío, qué va.

—Que sí.

—Que tiene cuernos, tío.

No era humano. No lo parecía, y no sólo por los cuernos.

—Échale una foto, tío.

—Vale.

El Pedro sacó la cámara del bolsillo del pantalón, corrió el carrete a toda prisa («rec, rec, rec») y tiró la fotografía como pudo. El destello les descubrió que aquellas otras manchas de pintura que había debajo de las cruces formaban un todo.

—Y eso?

—Lo has visto?

—Sí.

Ninguno se atrevía a dar un paso más.

—Tiro otra foto.

—Vale.

El Pedro volvió a correr el carrete («rec, rec, rec») y disparó el flash por encima de su cabeza.

—Lo has visto?

—Sí.

—Parece como una serpiente, no?

—No. No sé.

—Es como un gusano o algo, tío.

—Tío, acércate…

—Yo?

—Sí, tío. Tú tienes la cámara.

—Ten, tírala tú.

El Dani, antes de que pudiera negarse, había cogido la cámara que le estaban dando. «Mierda». Iluminó bien el suelo, por no pisar dentro del círculo que habían roto, y dio unos pasos en dirección al altar. Luego levantó la cámara por encima de su cabeza y disparó el flash. Entonces pudo verlo, debajo de las cruces. Era una suerte de gusano asqueroso, lleno de babas, que iba de una punta a la otra, como retorciéndose.

—No es una serpiente, tío.

—Te lo he dicho.

—Parece…

Disparó el flash otra vez.

—Parece un ocho, tío. El bicho'stá como mordiéndose la cola.

—Qué mierda es eso?

—Mu'chungo, tío.

—Me da muy mal rollo todo.

—Vámonos.

—Y la calavera?

—Le hago una foto?

—Va, tío, va.

El Dani hizo correr el carrete («rec rec, rec») y apuntó al cráneo no humano con el objetivo de la cámara. «Clic… FLASH!». Por un momento, creyó sentir la huella de un gran sufrimiento en la carne de aquella calavera. Olía muy mal. Hacía mucho rato que estaban metidos en las entrañas de aquella ermita y todavía seguía oliendo muy mal (cuando lo normal, pasado un tiempo, es acostumbrarse a lo que sea). Tenía que ser otra cosa (no podía ser algo que se pudriera, sin más). El Pedro les tuvo que llamar la atención. Ninguno se movía.

—Nos vamos.

—Sí, tío.

El Dani le devolvió la cámara y, sin pausa, se dirigió a la puerta, que se le antojaba a un centenar de metros. Le siguió el Josep Maria y, después, el Pedro. Caminaron a toda prisa. No debieron tardar más que unos segundos en cruzar el pasillo de una punta a la otra (pasaron sobre el montón de cenizas sin acordarse de que allí habían quemado unos libros raros). El Dani sintió que volvía a respirar cuando estuvo fuera, en la calle. El Pedro no se detuvo en la puerta. Antes cruzó al otro lado de la carretera y se quedó de cara a la pared, respirando. El Josep Maria, por su parte, se detuvo en el umbral. Echó un último vistazo al interior de la ermita de Santa Caterina por encima del hombro. Necesitaba asegurarse de que no había ningún demonio pisándole los talones.

—Qué hora es, tío?

—Eh?

El Pedro le preguntaba por la hora, sin apartar la vista del muro.

—Son las… las seis menos diez?!

—Qué?

—Las cinco y cuarenta y siete minutos, tío…

Ya era de noche en Sant Mena.

ANTES DE LA MEDIANoche

A las once y cuarenta y siete minutos de la noche, el polígono industrial de Sant Mena estaba más que muerto. El Carlos no solía cruzarse con nadie ni nada a aquellas horas y, sin embargo, circulaba siempre con suma precaución. Prefería andar despacito, mirando a los lados, por si acaso se le cruzaba cualquier cosa delante de la furgoneta. La niebla se espesaba muchísimo cerca del torrente d'en Baell. Podría haber ido sin problema por la calle del cementerio, una más arriba, pero, llevando lo que llevaba en la parte de atrás, era mejor pasar desapercibido.

La visión del cañaveral, a su derecha, era espantosa. Cualquiera podía esconderse o desaparecer allí abajo. Allí, en el fondo de aquel torrente, podía haber de todo y nadie lo sabría nunca. Aunque estaba sólo a ocho-diez metros de la carretera, a ojos del Carlos, no había rincón más apartado del pueblo. Su carga, sin embargo, prefería llevarla a otra parte, bastante más lejos, que «nunca se sabe».

Tomó la curva con cuidado de no volcar nada y subió por el paseo de la Torre Roja. A medida que se alejaba del cañaveral, la niebla iba a menos y la oscuridad, a más. Hacía ya algunos días que el Carlos lo venía pensando. Las noches eran cada vez más negras, últimamente. Tenía la sensación de que los faros de su furgoneta podían cada vez menos, como si perdiesen fuerza por momentos, pero, cuando se acordaba de mirar si pasaba igual con la luz de las farolas, acababa en lo mismo. Se decía que el aire de la noche debía venir más cargado de humedad o algo. No puso el intermitente y, sin embargo, giró a su derecha. Se detuvo en el stop que lo dejaba mirando las tapias del cementerio de Sant Mena.

Aquel coche volvía a estar allí parado. Era un seat ritmo de color gris oscuro. El Carlos se repitió que serían una pareja de enamorados, buscando intimidad. No entendía por qué se ponían junto a la puerta del cementerio, pudiendo ponerse a la sombra, un poco más allá, pero no se le ocurría una explicación mejor para estar allí a aquellas horas. Miró un rato, por ver si se veía algo dentro, pero estaba demasiado oscuro. Ni un movimiento, ni gente, ni nada. Estuvo tentado de acercarse con la furgoneta a echar un vistazo (la sola idea de verle las tetillas a una chavala le podía), pero la carga que llevaba en la parte de atrás pesaba demasiado. Puso el indicador y giró a la izquierda, en dirección al pueblo. La carretera que venía de fuera estaba desierta. Las noches, en Sant Mena, podían llegar a ser desoladoras.

Circuló con lentitud. No quería que los bidones volcasen. Subió por la carretera de Caldes con la vista puesta en el cielo, que se le antojaba demasiado vacío. Lo mismo eran unos gamberros. Lo mismo, los chavales del coche, eran los sinvergüenzas que habían destrozado la ermita de Santa Caterina por dentro (porque si eran, como se decía, cosas de brujería, seguro que estaban pensando en colarse en el cementerio para liarla).

El Carlos buscó el seat ritmo en el retrovisor de la derecha. Por un momento, aminoró la marcha. No había tomado la decisión y, sin embargo, ya estaba dando la vuelta. Aún estaba a tiempo de volver a echar un vistazo. Sólo eso. Volver con la furgoneta y pasar junto a la puerta del cementerio, por ver qué estaban haciendo los chavales del coche. No tenía que pararse, ni nada. No tenía ni que bajarse del vehículo. No podrían hacerle nada mientras se quedara dentro.

El Carlos resopló a pesar de todo. En cuanto se vio bajando en dirección al cementerio, se puso muy nervioso. Los bidones pesaban demasiado. Se estaba buscando la ruina. Si lo pillaban, si lo paraban por lo que fuera, se acababa todo. Él no estaba en condiciones de meterse en líos y, sin embargo, se estaba metiendo donde no lo llamaban. Siguió conduciendo en segunda, cuesta abajo. Unos tíos aparcados junto a la tapia de un cementerio a aquellas horas de la noche no tenían por qué estar haciendo nada malo. Era raro de cojones, pero nada más.

En un pueblo como el suyo, siempre había chavales como aquellos, un poco revoltosos. Empezaban pintando cruces en una pared y, si no pasaba nada, se meaban una noche en la puerta de la iglesia. Él también había sido joven y, quieras que no, también había bordeado los límites de sus mayores (sus porritos, sus pedradas al cuartel, sus carreras por la libertá). En ocasiones, si las cosas se torcían mucho, los chavales que habían reventado una iglesia por divertimento, se colaban en el cementerio y, un tiempo más tarde, alguien acababa llevándose a los críos de la calle.

El Carlos puso las dos manos en el volante. Pensaba sin quererlo en su hija Olga. Los cipreses del cementerio se le fueron apareciendo a medida que se acercaba. Eran sombras altísimas y, de alguna forma, monstruosas, que se hundían en el firmamento. Pero no eran los árboles, ni la proximidad de los muertos en sus tumbas, lo que preocupaba al Carlos en aquel momento. El seat ritmo (color gris oscuro) seguía allí aparcado. Entonces supo que había decidido que era mejor no pasar por su lado, que mejor se paraba a unos metros, miraba un momento a ver si se veía algo y se volvía por donde había venido.

No estuvo detenido allí mucho rato, después de todo. Se esforzaba en averiguar si había alguien dentro del coche cuando supo que llevaban rato mirándole. Fue por la lumbre de una colilla. Subió de pronto, de la nada, y brilló un instante, con más intensidad, antes de desaparecer por donde había venido. Después de la calada, aquel alguien se volvió a quedar quieto y el Carlos no supo nada más de él (salvo que lo estaba mirando). Mejor se iba. Puso la marcha atrás como pudo y dio la vuelta allí mismo. Demasiado peso, demasiadas maniobras. Alguien debía seguir con sus ojos puestos en la furgoneta. A aquellas alturas, tenían ya su nombre, su dirección y su número de teléfono. Si nunca necesitaban una reparación, darían con él sin falta.

En cuanto encaró el vehículo cuesta arriba, aceleró. Los bidones, en la parte de atrás, chocaron entre sí (con todo aquel líquido revolviéndose en su interior) y el Carlos se dijo que era un idiota y un imbécil y que para qué se metía donde no lo llamaban. A ratos, no sabía qué hacía con su vida. Condujo de nuevo por la carretera de Caldes, en dirección al camino del castillo de Sant Mena y más allá. Al pasar junto a la gasolinera que estaba frente al polígono industrial, buscó con la vista a aquel pobre desgraciado que se pasaba sus días allí parado, fumando.

Y allí estaba, como cada noche, esperando su hora (las doce en punto). El Carlos, entonces, se preguntó qué hacían los hombres con sus vidas, que no las vivían como querían, y metió tercera con ganas de meter cuarta y mandarlo todo al infierno. No estaba loco. No lo iban a pillar. Nunca lo habían parado. A aquellas horas de la noche, Sant Mena estaba más que muerto.