El misterio de Sant Mena

17 de febrero de 1989

Mediodía

Miraba el azul en el cielo y no sabía decir en qué notaba la llegada de la primavera. Aunque todavía quedaba un mes para el equinocio, había algo en la luz o en el viento de las mañanas de Sant Mena que prometía días mejores. El Dani V. estaba enamorado y las cosas, cuando uno se pone así, se ven siempre de una manera distinta. Por su reloj, pasaban de las doce y cuarto del mediodía y él seguía con la impresión de que eran cerca de las nueve y media de la mañana del diez de enero, por ejemplo.

Le sonaba raro. Los rayos de sol que se filtraban entre las ramas de los árboles seguían dibujando haces de luz blanca en el aire, pero hacía ya mucho rato que había dejado de hacer frío y él, quieras que no, seguía sintiendo en el pecho que estaba muy enamorado, pero mal, que el pobre no hacía más que sufrir en la vida. La Laia se había pasado la mañana de jueguecitos con el Oscar R., un chaval de clase muy majo que, además, era guapete y jugaba al fútbol en el club del pueblo, de mediapunta con mucha llegada.

El Dani estaba hundido. No tenía nada que hacer contra él. Llevaba todo el curso, todo lo que llevaban de segundo, padeciendo como un imbécil, pero se negaba a soltar prenda. Había estado en silencio todo el camino. Habían ido de excursión a la cantera, en la montaña, a recoger muestras minerales de la región (granito, pizarra y mierdas de esas) y luego habían parado a comer cerca de la fuente de la Escala.

—No os vayáis muy lejos, vale?

El Dani hacía como que no, pero no la había perdido de vista en todo el rato. A la hora del bocata, la Laia se había metido sola en el bosque, entre las zarzas secas y los pinos del monte, y el pobre chaval, al verlo, tuvo necesidad de irle detrás de forma inmediata. Era incapaz de discutirle a nadie que existía un peligro real en la zona. Aunque no lo había vuelto a ver desde aquella noche negra de invierno, no había dejado de buscarlo en la ventana de su habitación, el 3º 1ª del número doce del Doctor Fleming, en todo aquel tiempo. Les soltó «ahora vengo» al Alex y al Marc y se metió a toda prisa entre las zarzas secas y los pinos del monte.

Tantos días después, no podía saber qué era lo que había visto, pero sabía que no podía ser nada bueno. Aquello permanecía en su memoria como algo confuso, como algo que podría haber soñado, al final. Porque, algunas cosas que se recuerdan, es posible que no hayan pasado nunca, sabes? Pero daba igual lo que pensara: el Dani guardaba una cierta sensación de peligro en el pecho. Con sólo unos metros de pisar entre los arbustos, sintió que se alejaba para siempre del mundo de las calles y del asfalto. La Laia estaba agachada junto a unas piedras, al pie de un tronco enorme. Miraba con atención algo que se había puesto en el dorso de la mano.

—Qué's eso?

—Eh?

La Laia le miró por encima del hombro.

—Hola, chaval.

—Hola.

—Has visto?

—No's venenoso?

—No.

Era una salamandra negra con motitas de color amarillo. El Dani recordó al momento que la naturaleza les tenía dicho que se cuidaran mucho de esos colores cuando iban juntos. Pero el Carles R., su profe de natus del cole, les había explicado que algunas especies animales habían adoptado el aspecto peligroso de otras, que sí que eran venenosas, como medio de defensa. Aún así, el Dani juraría que no era el caso de las salamandras de los bosques de Sant Mena.

—Estás segura?

—Que sí, tío.

—A mí me suena que sí, que pica un poco.

—Que no. Ven. Si no hace nada…

El Dani se acercó junto a la Laia, a mirar de cerca el bicho.

—Ves?

—Ya.

La salamandra se estaba muy quieta, sin mirar a ninguna parte. Tenía los ojos muy negros y una baba de escarcha le cubría toda la piel. Al Dani, le parecía que había pasado la noche al raso y que, a última hora de la madrugada, le había pillado por sorpresa la típica helada de enero. Estuvo a punto de acariciarla con la punta del dedo, pero un suspiro le distrajo a tiempo. La Laia (a su lado) le estaba sonriendo.

—Es simpática, eh?

—Sí. No sé.

—No?

—No mucho. No's muy bonita, que digamos.

—No sé, a mí me da como ternura.

—Es pequeñita, sí.

—Verdá?

—Sí.

La Laia puso la mano a la altura de las piedras y esperó a que la salamandra se bajara por su propio pie. El animalillo sólo se lo pensó un segundo antes de colarse por una grieta del suelo. El Dani, al verlo pasar frente a sus ojos, sintió la ternura de que le hablaba la Laia y se vio, a los dos juntos, como a unas criaturillas menudas e indefensas en la inmensidad del mundo. En comparación con los pinos del monte, no eran mucho mayores que las salamandras de los bosques de Sant Mena, verdá?

—Qué hacías aquí sola?

—Yo? Nada.

—No te da miedo o qué?

—El qué, chaval?

—Esto, no sé.

—Pues no.

—No te da miedo ir sola?

—No. A ti, sí?

—A mí?

—Sí, a ti.

—No, pero…

—Pero qué?

—Que yo soy un chico, no sé.

—Ya.

—Qué?

—Que no pasa nada, eh? Que los chicos podéis ir donde queráis, verdá?

—Bueno, sí.

—Bueno qué?

—Que no sé, vale?

—Que no puedo ir donde quiera, yo, o qué?

—Que sí, que yo no te digo nada, eh?

—Que no? Mira, chaval, yo pienso ir donde me dé la gana cada vez que me salga del coño, vale?

—Que sí, que vale.

—Pues ya'stá.

—Que sí, joder, que yo no te digo nada, a ti.

Pero el cadáver (blanco, hinchado) de la muerta entre las cañas salía a flote en la memoria de los dos, «blub, blub, blub». La Loli, en sus pocos años de vida, no habría querido nunca hundirse en las aguas oscuras de ningún recuerdo, pero hacía ya muchos días que había dejado de decidir nada. El Dani también pensaba que una persona no podía ser ningún aviso de nada y, sin embargo, necesitaba decirle algo en serio a la Laia.

—No sé.

—Qué?

—Acuérdate de la muerta.

—No, si ya m'acuerdo…

—Y yo.

—Parece que no haya pasado, eh?

—Sí.

—Como si no hubiera pasado, eh, tío?

—Sí.

—Es raro.

—Sí.

—Tiene que ser porque's muy horrible, todo eso.

—El qué, dices?

—Que nos olvidemos d'esas cosas.

—Ah, ya.

—Pero no sé, tío.

—Qué?

—Que no puede ser, vale?

—El qué?

—Que no podamos ir donde queramos, joder.

—Ah, ya. Pero si yo no te digo nada, eh?

—Es que siempre'stamos igual, tío.

—De qué?

—De'ste rollo, joder. Que si yo'stoy sola, que si me voy por ahí, me puedan hacer algo, no?

—Sí.

—No, tío. Tú no lo sabes. No tienes puta idea lo que's eso…

—Pero que yo no he hecho nada, eh?

—Ni nosotras tampoco, joder.

—Ya.

—Pues eso, tío.

El Dani estaba locamente enamorado de la Laia y sus razones. Mirándola de cerca, sentía la piedad de todas las madres del mundo hacia todas las cosas amables que cabían encima de la tierra. Si se lo hubiesen pedido, le habría arrancado todas las piedras al monte, una por una. Era capaz de arrojarse contra los dientes del engranaje de la maquinaria para detenerla en seco, si hacía falta. No podía callarse. Un imperativo moral le obligaba a decirlo.

—Pero qué quieres hacer?

—Qué quieres decir?

—No sé. Lo que pasa… al final, os pasa a vosotras, no?

—Pero lo hacéis vosotros, no?

—Yo no.

—Ya.

—No sé, Laia. Yo creo que, mientras no s'arreglen las cosas, no tendrías que salir mucho tú sola, eh?

—Joder, qué plan, pavo.

—A ver… Entiéndeme lo que te digo.

—Pues explícate mejor, que no lo cojo.

—Pues que tendrás qu'ir con cuidado, no?

—Yo?

—Sí, joder. Si… Si hay alguien suelto, tendrás que vigilar un poco al menos, no?

—Y por qué yo?

—Porque… No sé. Le puede pasar a cualquiera, no?

—A ti no, no?

—Bueno…

—No, verdá?

—No creo.

—Y por qué no's quedáis todos los tíos en casa?

—Eh?

—Sí, joder. Os quedáis vosotros en casita y, así, nosotras podemos andar tan tranquilas por la calle, no?

—Eh…

—Qué?

—Y si no's un hombre?

—Qué?

El Dani levantó la vista del cadáver (hinchado, blanco) que flotaba en las aguas oscuras de su recuerdo y miró más allá de la ventana de su habitación, el 3º 1ª del número doce del Doctor Fleming: había algo extraño cerca de la capilla del castillo de Sant Mena. Buscó los ojos de la Laia en la claridad del bosque y se lo soltó sin más: «yo vi una sombra, la otra noche».

—Qué quieres decir, tío?

A ella, tenía que contárselo.

—Lo que oyes.

Tarde

De vuelta por los campos abiertos de Sant Mena, el Dani V. se convenció de que, perfectamente, podían ser las once de la mañana del diez ó el once de enero de 1989, por ejemplo. El sol difuso de la tarde (un manchurrón blanco detrás del manto de nubes grises) estaba bajando. Pasaban de las cuatro y cuarto de la tarde y el cansancio en las piernas se le antojaba (de alguna forma) dulce. Aquel peso en el cuerpo era bueno. La Laia le había dicho que todo podía ser un sueño, al final.

—A veces t'acuerdas de los sueños como si fuesen verdá, como si te hubieran pasado, tío.

—Pero's raro.

—Sí.

—Ven.

—Qué?

—Ven aquí.

—Pa'qué?

—Que vengas, tío.

—Vale.

La Laia había cogido una aguja de pino del suelo y quería cogerle la mano buena sin decirle nada. La intención estaba clara, chaval, pero el Dani no podía dejar de sonreír brutalmente. La luz del mediodía era preciosa. La Laia estaba preciosa y el claro del bosque no guardaba sombras demasiado graves, a su alrededor.

—Qué haces?

—Tú espera, eh?

—Pero qué?!

—Quieto, coño.

—Que no.

—Estate quieto, tío. Que's un momento, sólo.

—Que no, que paso, tía. Que me pinchas.

—Espera… Ya verás.

El Dani se dejó hacer (en verdá, no podía querer otra cosa en el mundo que estar con ella y dejarse hacer). La Laia le cogió la mano buena y le acercó la aguja de pino a la yema del dedo corazón. Él, claro, retiró la mano y ella volvió a cogérsela sin avisar.

—Espera, estate quieto.

—Pa'qué? Pa'que me pinches?

—Espera, tío. Ya verás…

—Qué?

—Mira.

El Dani tomó aire por no suspirar. Después dejó la mano tonta en manos de la Laia y vio como el extremo puntiagudo de la aguja de pino volvía a acercarse peligrosamente a la yema tierna de su dedo corazón. La intención seguía estando clarita, chaval. Justo antes de sentir el pinchazo, encogió los dedos sin quererlo.

—Lo ves?

—Qué?

—No lo ves?

—El qué?

—Que no hago nada y quitas la mano, todo'l rato.

—Porque me vas a pinchar, chavala.

—Que no.

—Que sí.

—Ya. Y cómo lo sabes, listo?

—Joder, para algo tienes el pincho ese, no?

—Pero eso no significa que te vaya a pinchar, tío.

—Como que no?

—A que l'has pensado?

—Pues claro.

—Yo también.

—Lo ves?

—El qué?

—Que me querías pinchar, chavala.

—Que no, tío. Que sólo lo pensaba, como tú.

—Ya.

—Que sí, tío. Que lo pensábamos los dos y pasaba lo mismo que si t'hubiera pinchado, eh?

—No.

—No t'apartabas?

—Sí.

—Pues eso, tío.

—Dices cosas muy raras, tía.

Pero el Dani V. seguía encantado de la vida. Luego de mirarla un rato largo a los ojos, medio embobado, sin decir nada, le vino a la mente la sustancia monstruosa de la ameba proteica en el microscopio del laboratorio de naturales. No venía a cuento, chaval. Hacía ya unos años de aquello, no? La Laia estaba más preciosa que nunca y él, joder, se ponía a acordarse de cosas feas y sucias, que, además, daban mucho asco por dentro. La idea de que una cosa horrible se había echado sobre el cielo de su pueblo tenía que habérsela recordado un golpe de viento en las ramas de los árboles o algo así. A veces, puede pasar que una nube se para delante del sol y no te enteras y te das cuenta luego, cuando te has puesto un poco nervioso porque sí. El Dani lo pensaba de camino a casa, con el resto del grupo (las dos clases de segundo). Todas las hojas del bosque habían comenzado a agitarse a su alrededor y él sólo había querido plantarle un beso de novios en la cara, porque sí, porque le venía en gana, pero se ve que la Laia no estaba en lo mismo que él y, al final, le había pinchado dulcemente en la yema del dedo corazón.

—Au.

—Perdón.

—No pasa nada.

—En qué pensabas, tío?

—En otra cosa.

—El qué?

—No, nada.

Y levantaba la mirada del polvo del camino y la veía unos metros más allá, charlando con la Eli A., otra chavalilla de clase. Y luego buscaba al Oscar R. en la cola del grupo y lo veía con los otros tíos (el Sergi, el Miki, el Xavi M.) y respiraba mucho más tranquilo que antes. El Alex y el Marc seguían a su lado, hablando de no sé qué peras de no sé que tía de no sé qué juego de ordenador. El Dani se quería a aquel par. Eran sus amigos del instituto, chaval. El mundo, al final, puede que no fuese tan mal como venía pensando.

—Tío…

—Qué?

—Que te'stá llamando.

—Quién?

—La Laia.

—Eh?

—Sí.

—Qué quiere?

—No sé. Voy a ver.

El Dani aceleró el paso (cuando estaba loco por echar a correr) y le preguntó a la Laia «que qué pasa» con la cabeza un poco antes de llegar a su altura. Ella le hizo «ven, ven» con la mano, «ya verás». La Eli (a su lado) le miraba de reojo, como si fuese un bicho raro y el Dani, joder, sintió otra vez que lo era hasta el tuétano de los huesos porque lo venía siendo desde que había entrado en el instituto.

—Hola.

—Ei…

—Qué pasa?

—L'he dicho a la Eli lo de la sombra.

—Qué?

—Lo de la sombra, tío.

—Ah, ya.

La Eli A. seguía mirándolo como a un extraño (que es lo que era para mucha gente, al final). Miraba limpio, sin embargo. De cara. El Dani no pudo apreciar un gramo de malicia en sus ojos. Era una niña buena, bonita y dulce. De hecho, hasta que no reparó en ella aquella tarde vaga del diez y siete de febrero de 1989, el Dani no cayó en la cuenta de lo bonita que era la Eli A. de su clase.

—Se lo he dicho todo, eh?

—Y eso?

—Ya verás, tío.

—Qué?

—Tú m'habías dicho que s'había ido para'l campo, verdá?

—La sombra?

—Sí.

—Sí.

—Para el otro lado del castillo, no?

—Sí.

—Tú sabes dónde vive la Eli, tío?

—No.

Lo cierto era que apenas sabía nada de aquella chavala. Llevaban casi dos años juntos en la misma clase del insti y apenas le conocía la voz. El Dani se encogió de hombros. Le sabía mal. Habían cosas que no estaban bien hechas porque no le había salido de las narices hacerlas bien cuando tocaba, pavo, pero la Laia seguía reclamando su atención en aquel preciso momento. Tenía que contarle no sé qué cosa que era muy importante.

—Vive en Can F., tío.

—En Can F.?

—Sí.

—Vives allí?

—Sí.

—No veas, no?

—Qué?

—No, que pilla lejillos del pueblo, no?

—No tanto, chaval.

—No?

—No te pienses.

—Y vas y vienes caminando?

—Sí.

—Cada día?

—Claro, tío. Qué quieres que haga, si no?

—Bueno, ya. No sé, a lo mejor iba'n bici o algo.

—No. Voy caminando, yo.

—Ves?

—Ya. Pero…

—Qué?

—T'ha pasao algo?

—No. Bueno… A mí, directamente, no.

Pero había algo rondando en los bosques de Can F. que les había matado los perros que tenían en casa: el Brut, el Fosc y el Pelat. Y eso fue sólo al principio, chaval. Porque luego, con el paso del tiempo, se les fue metiendo en el corral y comenzó a matarles el ganado de poco a poco. Primero fueron las gallinas, que las descabezó de un mordisco para nada, porque luego escupió las cabezas arrancadas al suelo, «puaj, c'ascazo, tío». Ni tocó los cuerpos, sabes? Había chorretones de sangre por la cal de las paredes, cosas que no dirías nunca que haría un zorro, porque las bestias del campo no matan porque sí, sino que lo hacen para alimentarse, no?

—Sí.

Luego comenzó con las ovejas. El padre de la Eli A., después del incidente de las gallinas, le había puesto un candado a la puerta del corral, pero aquella cosa que rondaba en los bosques de Can F. aprendió la manera de colarse dentro de todas formas, sabes?

—Ya.

—Mataba una oveja cada semana.

—En serio?

—Sí.

—Y cómo…?

El Dani sostuvo razonadamente que no habían lobos sueltos en Sant Mena desde hacía dos ó tres siglos, lo menos, pero, en verdá, no venía a cuento mencionar el caso porque la puerta seguía con el candado puesto cada mañana y porque las ovejas estaban resecas, «como disecadas», cuando se las encontraban muertas.

—No las habían mordido?

—No.

—Y qué hicisteis?

—Pues mi padre tuvo que coger la'scopeta, al final.

—Sí?

—Sí. No'stamos para historias, nosotros.

—Ya.

—Pero no vio nada, él.

—Se quedaba vigilando?

—Sí.

—Y no vio nada?

—No.

—Ni una sombra?

—No. Nada.

Y, aún así, aquello les mató una vaca joven. La Eli A. les contó al Dani y a la Laia que su padre, aquella noche, se había quedado dormido, o algo así, mientras estaba de guardia con la escopeta y que no se había enterado de nada, al final.

—Qué chungo, no?

—Sí.

—Pobrecilla, eh?

—Sí. Sólo tenía cinco añitos.

—Y estaba igual?

—Que las ovejas?

—Sí.

—Sí.

La Eli A. se calló, sin embargo, que no le había dicho nada a su padre de los ojos rojos de la ventana de su habitación porque se pensaba que, si eso no había sido un sueño, no se lo iba a creer nadie. Aunque su padre le había dicho siempre que había que decir siempre la verdad, la pobre Eli A. había aprendido del mundo aparte de su padre que hay algunas cosas que es mejor callárselas.

—No sé. Yo le dije que, a lo mejor, no era una persona, aquello.

—Y qué te dijo?

Su padre se pensaba que el ganado se lo estaba matando, «por fuerza», alguna bestia salvaje del campo. Porque, en la naturaleza, había veces que se engendraban fieras fuera de lo común, con un instinto malo para matar y para hacer daño que no se correspondía con «lo habitual» en una alimaña.

—Pero… ninguna'bre puertas, no?

—No.

—Pero tú te pensabas que'ra una persona, antes?

—No.

—No?

—No, qué va.

—Y eso?

—No sé, las personas no hacen cosas así, no?

—No (no creo).

Ninguna de las personas que conocían del pueblo les cabía en el papel del monstruo de los bosques de Sant Mena. A cualquiera de los tres chavales, por más que se pusiera a pensarlo, le costaba horrores imaginarse a nadie arrancando cabezas de gallinas a bocados en la soledad de un corral, en mitad de la noche y del invierno. Y, si era alguien del pueblo, tenía que estar muy loco, joder. Al Dani, el pobre, le hervía una idea espantosa en la cabeza, todo el rato.

—Pero se bebía la sangre?

—No sé.

—No?

—No. No sé. Es que'ra como si… como si los hubiesen sorbido por dentro. O… O algo así, sabes lo que te digo?

—Sí (creo que sí).

—Qué chungo, tía.

—Sí.

—Y qué vais a hacer?

—Ya, nada.

—Y eso?

—Es c'hace días que no nos pasa, ya.

—Ah, sí?

—Sí.

—Hostias, pues, en el pueblo, no nos habíamos enterado de nada.

—Ya.