El misterio de Sant Mena

17 de octubre de 1988

El amor le quemaba el pecho y no le dejaba dormir. El amor (aquel fuego horrible que le abrasaba el pecho por dentro, muy callado) le echaba las paredes del cuarto encima y no le dejaba ninguna salida en la vida. No podía dormir. No podía seguir tumbado. No podía estar. El Dani V. sabía que sólo tenía una posibilidad de continuar adelante: encontrarla. Podía ir a su casa, a buscarla, o podía llamarla por teléfono y decírselo sin más, «te amo», pero pasaban de las doce menos cinco de la noche del diez y siete de octubre de 1988 y, para qué engañarse, él no tenía los cojones necesarios para hacer una puta mierda, ni nada. Tenía mucho miedo. Porque, si ella le decía que no, que no lo quería, que sólo serían amigos, el Dani V. se quedaba sin ninguna posibilidad en la vida y, entonces, entonces sí que sí, todas las noches de su existencia serían las más largas y jodidas del mundo.

—Laia…

Y suspiró una vez más, en vano. Buscó algo, por la habitación, que pudiera ayudarle a pasar el rato. Necesitaba quitarse el agobio de encima. Porque las pajas, con ella, no servían de nada (como que no funcionaban, como si no la quisiera para eso, al final). Vio el radiocasete encima del escritorio y vio los montones de libros y de cómics y creyó que se quemaría vivo si no hacía nada por remediarlo, «oh, Laia». La persiana de la calle no estaba bajada y la luz de las farolas le daba para reconocer los pósters de las paredes. El mundo era una cosa rara de narices, Daniel. Se sentó en la cama y suspiró otra vez, mucho más fuerte.

No sirvió de nada. A lo mejor, si la llamaba, ella estaba esperándole al otro lado de la línea de teléfonos y no despertaban a nadie. Porque, en la cabeza del Dani, la Laia podía estar en su casa pasándolas igualito que él. No era algo que fuera a decirle nunca a nadie, pero el Dani estaba seguro de que ella lo sentía, en la distancia. Porque, en el fondo, el Dani estaba convencido de que los dos se querían y, si él pensaba en llamarla, era porque ella también estaba pensando en llamarle. Porque se amaban y el amor verdadero lo podía todo, al final.

No sé. El suelo estaba frío. Buscó la noche en la cortina y se acordó de la inmensidad del mundo, detrás, que era una cosa que le había dado siempre mucho vértigo. Si su intuición no le fallaba, la Laia le estaba esperando en su casa, pegada al teléfono. De algún modo que no sabía explicarse, podía notarlo en el interior del pecho, «por aquí». Ella se lo pedía, como si fuera un ruego, «por favor, que me llame», y el Dani pensaba que, si se lo cogía, no tendría más que saludarla un momento y despedirse «hasta mañana, amor mío».

Joder… Si las cosas fuesen así de bien, iba a dormir del tirón, pero el Dani no le dio a la luz de la mesita, todavía. Había algo más. Tenía que darle otra vuelta al asunto. No lo veía claro. Era por el miedo, seguro, que iba en las sombras de la habitación. Era por la Laia, que se pasaba el día tonteando con los otros tíos de su clase (el Oscar, el Sergi, el Miki). Porque la Laia, desde que estaban en el insti, no había parado de tontear con todos ellos y el Dani, al verlo, se moría de rabia y de celos.

Pero lo comprendía, joder. El Dani hacía lo imposible por explicarse que el juego, el probar cosas nuevas, iba con su naturaleza de criatura curiosa y que ella, de alguna forma, contaba con encontrárselo al final de todo. A él. Porque el Dani la iba a esperar. Porque el chaval, en el fondo, se resistía a creer que lo suyo no fuese cierto. Pero aquello (todo aquello que estaba muy bien visto desde fuera) lo estaba matando vivo y el Dani, «hostia puta», no estaba dispuesto a aguantarlo un día más.

Qué mal. No había puta manera de encontrar las zapatillas de andar por casa. Se puso en pie, a oscuras. Iría descalzo hasta la ventana. Había decidido apartar la cortina y mirar fuera. Pensaba buscar (lo que quiera que fuera) en la noche. Miraría en la calle, tres plantas más abajo, o en las estrellas. Porque, después de todo, había algo más que la Laia quemándole el pecho. Según el despertador, eran las once y cincuenta y nueve minutos del diez y siete de octubre de 1988 y el Dani tenía claro que, además del amor, había otra cosa que no lo dejaba dormir.

Se había acordado de que faltaba algo. Mucho rato después de empezar a perder el sueño, había comprendido que lo suyo también tenía que ver con una ausencia monstruosa. Era raro de decir así. Era como si las palabras no estuviesen pensadas para eso, pero el Dani podía notar que le faltaba algo al cielo de Sant Mena desde hacía mucho tiempo. No podía pensar en una ameba proteica para el caso y, sin embargo, la figura de una ameba proteica (vista a través de un microscopio) le vino a la mente cuando trataba de formarse una idea aproximada de lo que había sentido que había pasado, al final.

Se había ido. El Dani lo murmuró en voz baja, «no está, tío», y se acercó a la ventana, a comprobarlo. No es que tuviera pensado ver nada especial en el cielo, pero algo le decía que mirase, por si acaso. Pasó por encima de las bambas, de la ropa sucia que no había metido en la lavadora, «mira que te lo tengo dicho», y apartó la cortina con cuidado de no ser visto, ni oído. El suelo estaba frío. Los pies descalzos estaban más cerca de conocer las circunstancias crueles del espacio exterior que sus ojos. Porque, por culpa del alumbrado municipal, apenas se veía nada en el cielo nocturno de Sant Mena.

Aquello estaba sucio, sin embargo. Vacío. Negro. Abandonado. A pesar de todo, el Dani siguió sintiendo que había pasado algo terrible en su pueblo y que nadie se había enterado. Más allá de los hechos concretos del invierno de 1985-1986, otra cosa (mucho más basta) se había apartado de allí y los había dejado tirados en la inmensidad del mundo. El Dani buscó en las montañas y en el bosque y siguió buscando por el camino del castillo, hasta que alcanzó con la vista el claro de la última farola del pueblo (porque su bloque de pisos estaba al final de todo y, después, ya no había ni casas, ni calles, ni nada).

No encontró una sola cosa que le llamara la atención, ahí fuera. En su recorrido, no había más que sombras y soledad. Pero aquello le tiraba un montón del pecho, todavía. A falta de un término más apropiado, el Dani lo llamaba el embrujo. Lo había perseguido en los discos de heavy metal que se ponía y en algunas historietas de terror, del Lovecraft y eso. Aunque era difícil de pillar, habían como trozos del embrujo desperdigados por los sitios. Sólo había que estar atento. Tenía localizado uno en la intro de la profecía del Seventh Son. No es que lo explicara, pero lo expresaba bastante bien (el Dani estaba seguro de que lo había inspirado fijo). Era como una necesidad irracional de mirar a las estrellas, en la noche, pero era jodido de decir porque no había manera de aprehenderlo (así, con hache intercalada).

Últimamente, hacía unos tres años o así, el Dani V. venía viendo que muchas ideas o cosas se le iban formando en la oscuridad del pensamiento, sin palabras, ni imágenes, ni nada. Porque las cosas no las necesitaban, al final. Porque las cosas, a la hora de la verdá, iban como tomando forma a partir de un barro ciego que había al fondo de todo y uno, yendo a ciegas, podía tardar muchísimo tiempo en comprender dónde estaba poniendo las manos (por así decirlo).

El Dani lo llamaba embrujo como podría haberlo llamado arrebato, embeleso o hechizo, pero ni su embrujo era ningún embrujo, ni la ameba del cielo, ninguna ameba, ni nada que se le pareciera, joder. Sin embargo, había pasado algo chungo en el pueblo y el Dani V. seguía puesto frente a la ventana de su habitación, con las manos vacías y los ojos despiertos. Pensó en la Laia un momento y pensó en mirar la hora, por saber si seguía todo bien, pero estaba fascinado con la idea de la noche en el mundo exterior. La existencia de un planeta suspendido en la nada de un universo amenazaba con arrebatarle el sentido. El misterio, sin embargo, tomó forma en otro punto mucho más concreto de su vida.

Había algo extraño cerca de la capilla del castillo de Sant Mena. Lo supo porque se movía. Allí donde todo estaba quieto (los muros de piedra, los troncos de los árboles, la tierra del camino) había una cosa que se desplazaba de manera errática. No era sólo que vagase sin rumbo fijo, de aquí para allá, sino que tenía un modo rarísimo de recorrer el espacio bajo sus pies (por así decirlo). Pero la verdá era que tampoco se podía decir que caminara como lo haría cualquier bestia del campo, no? El Dani tardó un rato en reconocer que aquello, joder, no era un animal salvaje. Ni una persona. Según lo miraba, iba viendo que tenía más de sombra (de alguna forma animada) que de ser vivo.

Y sombra, precisamente, fue la palabra que se le quedó grabada al Dani en la memoria. Porque aquello estaba pasando, joder. No sabía lo que era, lo que podía ser, pero estaba viéndola incluso en la oscuridad de la noche, dando tumbos por el camino del castillo. Porque se acercaba. Porque venía hacia las casas del pueblo. El Dani parpadeó a propósito varias veces y la cosa, lejos de desvanecerse como esperaba, siguió ocupando un sitio propio. Porque existía. Porque él no se estaba confundiendo con cualquier bulto del camino, joder. Que aquello seguía moviéndose. Que él estaba despierto. Que acababa de mirar la hora y pasaban tres minutos de la medianoche.

El Dani sintió un escalofrío. Después de dar por bueno que aquello no podía ser nadie, tuvo que tocar el cristal de la ventana para tratar directamente con algo real, más sólido. Pero el vidrio no le iba a proteger de nada, llegado el caso. Estaban perdidos. Si no despertaba de inmediato de una pesadilla, en la cama, no tendrían a dónde ir. Ninguno de ellos. La sombra, sin embargo, deshizo sus pasos del mismo modo que los había conjugado y se perdió, «qué susto, tío», en algún punto del camino, pasado el castillo. El Dani hubiese jurado que regresaba a los bosques de Sant Mena, en dirección al corazón negro de las montañas de donde, quizá, había escapado por error.