El misterio de Sant Mena

19 de noviembre de 1985

La Loli, de vez en cuando, se giraba y le miraba a los ojos, por ver si seguía ahí, con ella. Iban cogidos de la mano por la calle, como dos enamorados. Cualquiera que los hubiese visto pasar habría pensado que eran una pareja de chavalitos alocados, pero, aquella noche del diez y nueve de noviembre de 1985, no se cruzaron con nadie. Poco les importaba, la verdá. El Juan, que le iba detrás, la veía sonreír todo el rato y no podía dejar de pensar que ella, detrás de aquella sonrisa tan bonita, se guardaba algo. Estaba claro que la Loli no las tenía todas consigo. Por eso, el Juan, echando la vista abajo, prefería mirarle el culo.

—Te quiero presentar a unos colegas.

Subían a la parte alta de Sant Mena por los callejones oscuros.

—A quién?

—Ya lo verás…

—Vale.

Aquella noche la hubiese seguido a donde fuera. Le acababa de hacer una mamada detrás de unos coches. Primero se había parado a darle un beso en la boca porque sí y luego, cuando se habían echado contra una pared para morrearse a gusto, se le había escurrido de entre los brazos. El Juan la vio ponerse de cuclillas y bajarle la bragueta antes de decir nada.

—Pero… qué haces?! Nos van a ver…

—Tú, tranqui, que'stán todos dormidos.

El Juan buscó en las ventanas, alrededor, y se encontró con un montón de persianas echadas. Poco después, volvió los ojos al cielo y se topó con la niebla sobre las farolas. Si había cielo, no le quedaban estrellas. El Juan estaba convencido. La Loli se lo había tragado todo del tirón y, después, puesta de nuevo en pie, le había dicho:

—Vamos?

—Vamos.

La Loli era una muchacha extraña. La mirase por donde la mirase, no había por dónde cogerla, pero el Juan, aquella noche, no iba a dejar de seguirla por nada del mundo, así que siguieron subiendo juntos, de la mano, por las callejuelas solitarias de Can Baixeres, entre risitas y arrumacos. El Juan, siempre que se acordaba, tiraba de su brazo y le robaba un beso (en la boca, la mejilla, el cuello). La Loli se reía de puro contento, cada vez. Le llamaba «burro». Le decía «mira que'res idiota» y el Juan le buscaba las tetas en el escote y andaba como loco por meterse en un portal, para sacárselas de nuevo.

—Quieres más?

El Juan quería mucho más. El Juan tenía ganas de quitarle las bragas otra vez. El Juan no tenía intención de quererla, pero quería aprovechar la ocasión y follársela cada vez que pudiera porque el Juan no se había visto nunca en otra así. Los dos querían. Él lo deseaba, ella se dejaba hacer y no se debían nada. No se habían prometido amor eterno. Sólo se veían para follar (de hecho, si se paraba a pensarlo un momento, apenas habían hablado cuatro cosas entre polvo y polvo).

—Sí, sí.

—Ven…

Y el Juan fue tras ella.

—Ya casi hemos llegado.

—D-Dónde?

—A la fábrica.

—Qué fábrica?

—Donde vamos.

—Eh?

El Juan miraba a la Loli mascando chicle de fresa delante de él, a menos de un paso, y tenía la viva impresión de que podía y no podía presentársela a sus padres. Aquella muchacha, de una parte, tenía un rostro fresco, amable y risueño (como todo hijo de vecino), pero las pintas que llevaba y algunas cosas que decía (sin pensar, ni mala intención) pillaban muy lejos a sus viejos.

—Tú m'escuchas?

—Qué?

La Loli, a veces, no escondía su otra mitad. O se olvidaba o no le daba la gana de callarse nada más. Dejaba de reírse de pronto y le escupía alguna verdá a la cara como «que te pierdas, puto calvo». O «no me toques, baboso». El Juan tenía la sensación de que, en ocasiones, la Loli volvía en sí, como si despertara de una pesadilla, y entonces, plenamente despierta, te podía tirar unos bocados terribles.

—Que si m'escuchas, capullo.

—Sí, sí.

En cualquier caso, su madre habría preferido una mujer más convencional para su hijo. Algo así como la Concha R., con su peinado anodino, su poca gracia en todo y su amor de madre atenta. Porque la Concha, mama, «ya es madre de una chiquilla de cuatro-cinco años».

—Y tú te harías cargo d'esa criatura, Juanito?

Queriendo decir «de esa criatura que no es tuya, Juanito».

—Sí, mama. En qué quedamos, mama?

Que es una golfa, hijo. Su madre no hubiese dicho nunca «golfa» por educación, pero, llegado el caso, soltaría «pues, a mí, me parece una fresca». Y, después, se habría explicado, que su intención en la vida era no ofender a nadie. Tú tienes que entenderlo, Juanito. Dónde se ha visto una madre soltera. Y qué va a ser de la niña sin el padre. Etcétera. Su madre lo sabía todo igual que él. Lo mismo que sabía quién se decía que era el padre de la criatura, sabía lo que se hablaba de la Loli en el pueblo.

—Esa guarra, hijo?

—Mama, joder. En qué quedamos?

El propio Juanito lo había oído decir más de una vez. «La Loli es un putón». Y, yendo de la mano de aquella muchacha por los callejones oscuros de Can Baixeres, no podía negárselo. Estaba con ella porque era un poco guarra. Sabía que podía acabar escaldado, que lo mismo, un día, se la encontraba en la calle chupándole la polla a otro tío, pero el Juan, de alguna forma, quería creer que, a lo mejor, podían llegar a quererse de verdá (aunque fuera a fuerza de polvos).

—Nunca se sabe.

—Qué dices?

—Nada.

Estuvo a punto de decírselo, sin embargo. «Loli, por qué no lo intentamos». O, mejor, «Loli, quería hablar contigo de una cosa», pero, después de doblar una esquina más, otra cualquiera, la figura monumental de la fábrica abandonada de Can Baixeres se alzó ante ellos y la sombra horrorosa de su chimenea le quitó, una a una, las palabras de la boca.

—Ven (no te quedes ahí).

—V-Vale.

El Juan no quería ir. El Juan no quería estar allí un segundo más. Por un momento, se preguntó qué cojones hacía en la calle a aquellas horas de la noche cuando él tenía que madrugar tanto y tan pronto… Había dejado escrito en un papel «cerrado por asuntos propios» y lo había colgado en la persiana metálica de su negocio, que «un día es un día». Menuda broma. Si cerraba un día porque sí, los clientes se iban a comprar el pan a otro lado y, entonces, en cuanto probasen el género de la competencia, ya no volverían a pasarse más por su panadería y, si los clientes decidían no pasarse más por su negocio, tendría que cerrar y, si cerraba, se iba a quedar con una mano delante y otra detrás, «a tus años, Juanito».

—Loli…

—Qué?

—Que yo me tendría que ir ya, que mañana abro.

—No flipes. Tú ya no duermes, hoy.

—En serio.

—Anda, ven (que yo no te dejo dormir).

La Loli lo llevó hasta la puerta. Estaba cerrado.

—Está cerrado.

—Ya.

—Y qué hacemos?

—Estos, que todavía no han llegao.

El Juan vio el coche aparcado en la acera, cerca de donde estaban ellos. Era el seat ritmo color ceniza del Alex T. con las luces apagadas. Los dos estaban dentro, a oscuras. La Rosa S. (su Rosa) se sentaba a su lado.

—Loli…

—Qué?

—Están allí.

La Loli, en cuanto los vio, gritó «Ei!» y los saludó con la mano. Entonces, el Alex T. se bajó del vehículo y se subió la bragueta. No dijo nada. Se puso un piti en los labios y lo encendió. Miraba al Juanito de arriba a abajo. Soltó un «y éste quién es» sin mediar palabra. No quería gastar saliva. Le estaba llamando «puto matao» a la cara y no había empezado a hablar siquiera. La Loli se fue a por su amiga, que no se decidía a salir del coche, y el Juanito (por momentos, menos Juan que nunca) se quedó solo frente a la puerta de la fábrica abandonada de Can Baixeres.

«Esta es la mía». Al Juanito le pareció que las pupilas del Alex relucieron un instante con un fuego sin llama. No tenía la certeza de si los ojos de las serpientes se comportaban como los ojos de los gatos en la oscuridad. Él no había sido un buen estudiante. De pequeño no había prestado mucha atención en clase. Él, de mayor, iba a ser panadero. Siempre lo había sabido. El Alex T. venía a su encuentro con aire canalla.

—Qué pasa?

—Hola.

El Alex se paró frente a la puerta y sacó una llave.

—El local es vuestro?

—El candado, sí.

—Ya.

El Juanito estaba sonriendo como un idiota.

—Y entráis así, sin más?

—Sí, tío.

Abrió el candado y quitó la cadena.

—Por?

—No sé… Hay normas en la vida, colega.

—Qué normas, figura?

—No sé, normas. Ya sabes…

—No (ni idea). Aquí estamos tú y yo solos.

Aquella sentencia le cayó al Juanito como una pedrada en la cabeza. En verdá, estaba solo, como desnudo, frente a aquella alimaña salvaje. Puso los ojos en el suelo de inmediato. Pensó en decir algo más, pero se quedó callado sin saber qué hablar y, en algún punto, se acordó de la Loli, su Loli, y la Rosa (su Rosa), que estaban a unos metros de allí.

—Aparta.

—Sí, sí.

El Alex T. abrió la puerta de la fábrica, «grrriec», y se metió dentro. Aquello estaba negro como la boca del lobo. El Juanito creyó notar una corriente de aire frío saliendo de sus entrañas, como una exhalación subterránea. Debía ser la humedad propia de un sitio cerrado largo tiempo. No oyó el tintineo de los metales pesados que dormían en las entrañas de la nave industrial. Simplemente los sintió. Estaban sucios de polvo y de grasa. El Juanito buscó repetidas veces al Alex moviéndose en la negrura interior. No se acordaba ya de la Loli, su Loli, ni de la Rosa (su Rosa), que seguían a unos metros de allí. Tenía un miedo atroz. Había algo en aquel lugar, algo que no sabía nombrar, que lo mantenía en tensión.

—Qué? Pasas o no pasas, figura?

El Juanito vio en su cabeza las marcas en las muñecas de la Loli. «¿Y esto?». «Nada». La chavala no le había querido hablar de aquellas rojeces en los brazos, que no eran ni arañazos ni golpes, y el Juanito las escuchaba dormir en el silencio de la cueva. Las cadenas, enroscadas como serpientes en el suelo, aguardaban con un ojo abierto. La Loli tenía algunos moratones feos en el culo y los muslos. El animal andaba suelto, dentro de la gran nave industrial, y la Rosa (su Rosa) hacía días que arrastraba una sombra larguísima por las calles del puto Sant Mena.

—No. Mejor me voy a casa, yo.