El misterio de Sant Mena

1 de febrero de 1986

Mañana

En la mañana del sábado, a eso de las diez-diez y cuarto del primero de febrero de 1986, la señora Enriqueta O. vino a la panadería para decirle que habían profanado la capilla del castillo de Sant Mena, «qué horror, hijo mío, no sé dónde vamos a parar…». El Juan, del otro lado del mostrador, llevaba varios días hundido en las mierdas de la Rosa S. (su Rosa) y le costaba horrores pensar en otra cosa que no fueran sus historias, paranoias y fobias. La chavala no estaba bien. El Juan había tenido que aguantarle unas broncas de la hostia, pero eso era por algo que le había pasado antes, algo que llevaba guardado dentro de hacía mucho tiempo. Al principio, había tenido que dormir solo en el sofá del comedor. La idea de acostarse en la cama con ella y no poder tocarla, «que me dejes, joder, que no'stoy pa'hostias, yo», le quitaba el sueño (y un poco las ganas de vivir). La noche del miércoles al jueves había probado a dormir a su lado (al lado de las tetas de la Rosa S., Juan) y se había tenido que levantar para ir al baño, a masturbarse como un puto mono. Desde entonces, que eran otras dos noches más, se pajeaba en silencio, para que no lo oyera, en la intimidad del lavadero. Pillaba unas bragas usadas del barreño de la ropa sucia y se corría en un momentillo, «oooo, oooo», sin que se perdiera ningún niño por el camino. Luego ya podía echarse en el sofá o donde fuera, que se quedaba dormido como un tronco, sabes?

—No.

—No sabes dónde te digo?

—No, señora Enriqueta.

—Ay, hijo!

—Qué?

—Que se ve c'allí han encontrao la motillo de la criatura!

—Eh? Qué criatura, señora?

—La que te digo, hijo. Que's que no sé cómo se llamaba, el pobre.

—El hermanillo del…?

—Sí, sí. Ése, sí. En la fábrica l'habían metío…!

—Eh?

—Sabes adónde te digo?

—No.

—La fábrica, hijo, la fábrica… Tirando la calle pa'rriba, pa'rriba!

—Ya. Pero… c'han entrao en la fábrica también?!

—No te lo'stoy diciendo?

—Sí, sí.

—Y es la moto del chaval, seguro?

—Eso dicen, sí.

—Y… Y el chaval?

La señora Enriqueta se encogió de hombros por no persignarse ante extraños.

—Raro, no?

—Muncho, muncho… Ay, Juanillo, cuándo s'acabará todo'sto…!

—Espero que pronto, señora Enriqueta.

—Yo también, hijo.

El Juan, entonces, se dio cuenta de que había un hombre esperando detrás de la mujer. No sabía cuánto rato hacía que estaba allí porque no lo había oído entrar por la puerta, «clonc, clonc», pero lo tenía visto de otras veces que se había pasado a comprar pan por allí. Era un maestro de los nacionales, con aires de no sé qué, que se paseaba en bicicleta por el pueblo como si fuera un quinceañero.

—Puedo servirle en algo?

—No. Ya espero, gracias.

—De acuerdo. Qué le pongo, señora Enriqueta?

La señora Enriqueta miró de reojo al tipo que tenía detrás y bajó la voz.

—Y la capilla…

—Qué?

—Tenía las tumbas revueltas… Todas!

—Qué tumbas, señora?

—Las de la cripta, Juanillo.

Y, como el Juan no se enteraba de nada, la señora Enriqueta le hizo señas con el dedo, como que estaba «pa'bajo, pa'bajo», y volvió a mirar por encima de su hombro al hombre que tenía detrás. El Juan, entre tanto, trató de recordar qué cosa era una cripta concretamente (le sonaba a cerrado y a muerto) y la señora Enriqueta, al verle la cara de alelado, pensó que estaba tonto y que era mejor dejarlo estar por hoy, al pobre.

—Pero, bah… qué le vamos a hacer, nosotros! Que no te quiero calentar más la cabeza con historias, hijo, que bastante tienes tú con lo tuyo, eh?

—Sí.

Lo suyo, en los términos de la señora Enriqueta, era la muerta de la riera, «que en paz descanse». El Juan no se ofendió. Estaba lejos de sentir pena por la Loli con la Rosa metida en la cama de casa (desde que se había instalado en el piso, se tiraba todo el día durmiendo). Además, la señora Enriqueta lo decía con cariño, con todo el afecto del mundo y sin mala intención. Le pasaba que se acordaba de su muerta y sentía mucha lástima de los dos y no sabía callárselo, la pobre.

—Le pongo una de medio?

—Sí, hijo, y unos crusanillos pa'mí Javi.

—De mantequilla?

—Sí, sí, d'esos que te salen tan ricos, hijo.

—Está hecho, señora.

Al Juan, aquella mañana de sábado, no le pesaba nada poner barras de pan en bolsas de trapo, ni contar los cruasanes que se iba a zampar el capullo del Javi O. para desayunar. Si todo iba bien, en unos días, tendría una nueva dependienta en la panadería que, al llegar a casa, con los tobillos hinchados, le iba a comer la polla delante del televisor.

—Tenga, señora Enriqueta.

—Gracias, hijo.

La señora Enriqueta le dio una moneda de quinientas pesetas y el Juan no supo muy bien qué le estaba cobrando. Le dio algo de cambio, se despidió de la mujer, «adiós, adiós», y le preguntó al tipo alto con aires de no sé qué que qué le ponía, que si podía ayudarle en algo. El mundo, de algún modo, empezaba a ir bien para el Juan. Las tetas de la Rosa le estaban esperando en casa (las tetas de la Rosa S., Juan).

—Sí. Póngame dos barras de cuarto, por favor.

—Vale.

—Disculpe…

—Sí?

—Una cosa…

—Qué?

—Perdone que me meta, pero… pero he oído lo que estaban diciendo y…

—Qué?

El tipo se pasó una mano por la barba. Era difícil medir según qué palabras.

—Conocía usté a la fallecida?

—Qué fallecida?

—Una tal Loli.

—Sí.

—Sí?

—Sí.

—Puedo preguntarle cuál era su relación? Si no es molestia, claro.

—Sí.

Pero el Juan ya no sentía pena por la Loli cuando se la nombraban porque las tetas de la Rosa le estaban esperando en casa, bien calentitas. Luego pensó varias veces en mandar a la mierda al maestro de los huevos. No se conocían de nada. No era nadie para preguntarle y, además, no le importaban una mierda los asuntos privados de su vida.

—Era mi novia.

—Oh… vaya. Lo siento muchísimo, yo…

—No se preocupe. No podía saberlo.

—Lo lamento. No quería…

—Nada. No importa.

—Le doy el pésame.

—Gracias.

—Ha debido de ser muy duro…

—Sí.

—Lo siento de veras.

—Gracias.

—Y…

—Qué?

—Se ha sabido algo…?

—De qué?

—De… Bueno, de lo qué pasó, finalmente.

—No. Que la mataron.

—Juan… verdá?

—Sí.

—Me llamo Carles.

Y le tendió la mano por encima del mostrador. El Juan o su mala conciencia dudaron un momento, cosa fea. Antes de estrecharle la mano con franqueza a aquel hombre bueno con aire de no sé qué, tenía que secarse el sudor en el delantal, donde escondía la polla dura cada vez que pensaba en lo que tenía en casa, bien calentito.

—Juan P., panadero.

—Encantado.

—Pues no sé nada más, Carles. La verdá…

—Juan, verá… Estamos…

«Investigando» no era la palabra adecuada, Carles. L'Anton y él estaban buscando a los culpables de la desaparición de los críos y lo cierto era que tenían algunos nombres subrayados en la lista de sospechosos y la Alba o la Carmen (o las dos a la vez) les habían dicho que el panadero (uno gordo, que estaba medio calvo) había salido con la muerta de la riera justo antes de que la mataran.

—Buscamos a los responsables de todo esto, Juan.

—Quién?

—Vecinos del pueblo.

—Vecinos?

—Sí. Digamos que alguna gente preocupada.

—Ah…

—Podríamos vernos para hablar?

—Quién, yo?

—Sí. Si tiene un momento, nos gustaría hablar con usté, Juan.

—Por qué yo?

—Nos habían dicho que se conocían, con la Loli.

—Ya.

—Juan…

—Qué?

—No había nada en la cripta.

—Cómo?

—Venga al café del coro, a las tres, y le cuento.

—Esta tarde?

—Sí.

Pero aquella tarde del sábado se la había reservado para follarse a la Rosa S. (la tarde, la noche y lo que diese de sí, claro). Había pensado en comprar unos churros con chocolate caliente, una caja de bombones y una botella de anís. Llevaba desde el jueves, al menos, con la idea en la cabeza.

—No sé si puedo…

—Será sólo un momento.

—No me viene muy bien, la verdá.

—No le pedimos más que veinte minutos de su tiempo, Juan.

—Veinte?

—Sí.

—A las tres?

—Sí.

Las tres de la tarde era bastante pronto. Si despachaba a los vecinos de Sant Mena en media horilla, podía estar follándose a la Rosa S. (su Rosa) desde las cuatro menos diez, lo menos, hasta que reventaran. Arrugó el morro un momento. Tuvo que calcularlo todo otra vez para concluir que tendrían muchas horas por delante si se metían en la noche del sábado, follando.

—Vale.

—Sí?

—Sí, sí. Nos vemos allí a las tres, Carles.

—Está bien, Juan. Gracias por todo, Juan.

—Nada, hombre.

Tarde

Una mosca en el cristal, queriendo escapar, le trajo de vuelta a la mesa el hedor de la descomposición. Olía igual que la muerta entre las cañas. No se habían visto desde mediados de diciembre, al menos, y seguía fuertemente asqueado por el zumbido de la putrefacción que bullía en su cabezota. La materia orgánica se echaba a perder con muy poco, Juan. Levantó la mano y pidió otro cafetito. Eran las tres menos diez de la tarde y llevaba no sé cuánto en el coro de Sant Mena, esperando. El ambiente en casa no era muy bueno, que digamos. La voz de mujer que había puesto en las habitaciones de su piso no decía nada bueno casi nunca. Había tenido que comerse las lentejas frías por no escucharla llorar de fondo, todo el rato (si es que aquello era un llanto).

El Juan se sentía un poco como la mosca que se daba de hostias contra el cristal de la ventana. Le había comprado una cajita de bombones a la Rosa y no tenía ni puta idea de si estaba despierta cuando decía lo que decía. Él se había largado sin preguntar. Era mejor creer que soñaba cosas malas a pensar que había perdido definitivamente la cabeza, no?

—Gracias.

El café que le habían puesto delante estaba huemando. La luz de la tarde no era precisa en la hora, sin embargo. La fachada del ayuntamiento no respondía ni a los hombres, ni al febrero, y el Juan sentía como una náusea de la vida subiéndole por las tripas, «blub, blub, blub». El mundo, a lo mejor, no iba tan bien como había querido pensar. Si estuviera en la calle, se pelaría de frío y, si estuviera tirado entre las cañas, apestaría a muerto. Quiso pensar de nuevo en las tetas de la Rosa S., en los churros con chocolate que se iban a comer juntos, y en cosas así, pero la mosca del coro de Sant Mena insistía en lo mismo, Juan.

Estuvo a punto de tirarle un manotazo. Luego buscó caras en las otras mesas y pensó que mejor dejaba de sacudir la rodilla debajo de la mesa. Parecía imbécil. Era un gordo, un calvo y un mierda y tenía planeado pasarse la tarde del sábado metido en la cama con la Rosa S., follando como conejos. Se pondrían hasta arriba de chocolate, sexo y anís. Luego tendría que bañarla en espuma, con agua calentita, y tendría que poner una lavadora con toda la ropa de cama sucia y estaría, por fin, en paz con el mundo. Le pasaba, sin embargo, que las ganas no se lo comían vivo por dentro porque, en el fondo, se temía lo peor, «oooo, oooo».

Tomó más café calentito. Pensó en pensar algo, pero los minutos no pasaban de largo porque, al otro lado del cristal de la ventana, no pasaba nada, tampoco. La mosca (que era un poco como él) captó su atención otra vez y el Juan (que era un poco como la mosca) volvió a darse de hostias con sus planes del sábado tarde, «bzzz, bzzz, bzzz». Luego, poco antes de las quince horas del uno de febrero de 1986, se había hundido del todo en los horribles procesos de la corrupción de la carne que debieron desencadenarse con el óbito de la pobre Loli.

—Juan?

—Eh?

—Hola, Juan.

—Hola…

—Hola. Yo soy l'Anton.

—Hola, qué hay?

—Podemos…?

—Sí, por favor. Estaba…

Pero no sabía en lo que estaba, ni si había estado nunca en nada, la verdá. El Carles, el hombre bueno con aires de no sé qué, había llegado acompañado de otra persona, un tal Anton, que le sonaba de alguna cosa. El Juan estaba en que, si no era el barrendero del pueblo, iba montado detrás, en el camión de las basuras, con el pestazo a contenedor. En cualquier caso, tenía pinta de inútil y de pobre diablo. Llevaba un mono azul de trabajo manchado de grasa y tenía los dedos de una mano (índice y corazón) tiznados de amarillo. El Juan lo miró sentarse a su lado convencido de que el tufo a vertedero municipal le daría una hostia de un momento a otro, sin avisar.

—Quieres tomar algo, Anton?

—Sí. Un carajillo, por favor.

—Y usté, Juan?

—No. Ya'stoy bien como'stoy.

El Carles se marchó a la barra del coro, a pedir, y los dejó solos en la mesa.

—Qué tal?

—Bien. Tirando…

—Me dijo'l Carles… Bueno, que lo siento mucho, yo.

—Gracias.

—Hacía mucho que'stabáis juntos?

—Sí, bueno… Unas semanas, sí.

—Yo la vi la noche del veinte.

—Ah, sí?

—Sí. Vino con unos amigos, a la gasolinera.

—Qué amigos?

—No sé si te sonarán de algo…

—Bueno, conozco a algunos de sus amigos, yo.

—Ya.

El Juan se oyó zumbar como la mosca del cristal, «bzzz, bzzz». O el café de antes o las lentejas con chorizo de la comida le estaban sentando mal. Mientras él estaba a la mesa con los vecinos buenos de Sant Mena, tan tranquilo, la Rosa S. (su Rosa) seguía llorando en casa (si es que aquello podía llamarse llanto). El Carles regresó a la mesa con un zumo de naranja natural y un carajillo, «tenga, Anton». Luego se sentó junto a ellos y sacó de su bolsillo un cuadernillo de tapas negras y una pluma de escribir. L'Anton, a su lado, se puso un cigarro en los labios y, tirando de un cajetín de mistos miserable (por sucio), se lo encendió para su descanso, «fuuu».

—Qué tal, Juan?

—Bien.

El Carles volvió la vista a las páginas del cuadernillo. Buscaba algo. Al parecer, entre aquellas líneas apretadas de tinta, estaban los huecos que el Juan les podía ayudar a completar, pero la verdá era que el tipo (el gordo, el calvo, el mierda) no sabía cómo. Mirando la mosca de la ventana, se enzarzó otra vez con el tal Anton.

—Con quién iba la Loli?

Pero l'Anton no le contestó. Le dio otra calada al cigarro y «fuuu».

—Qué pasa?

El Carles dejó de buscar. El Juan miraba a l'Anton y l'Anton fumaba.

—No, nada.

—Seguro, Juan?

—Sí. Bueno… Su compañero me decía que había visto a la Loli, un día.

—Sí?

—Sí.

—Con quién?

—Con una gente, no sé. El Juan, lo mismo, sabe quiénes eran… no?

—No tengo ni idea, yo.

—Ya.

—Juan… No fue nunca con ella y sus amigos, por ahí?

—Alguna vez, sí.

De hecho, la Loli le había dicho que «la juerga era para los cuatro, joder».

—Se los presentó?

—Sí.

—Quiénes eran, Juan?

—Estábamos nosotros dos, el Alex y…

—El Alex T.?

—Sí.

El Carles tiró una línea en su cuaderno, «zas».

—Y quién más?

—La Rosa.

—La Rosa S., Juan?

—Sí.

Y, después de su confirmación, tiró otra, «zas».

—No había nadie más, entonces?

—No.

—Seguro, no?

—Sí, seguro.

—Los conocía de antes?

—A quién, al Alex y la Rosa?

—Sí.

—Sí, bueno, los tenía vistos del pueblo, pero no eran amigos míos, ni nada.

—No son amigos suyos?

—No. Digamos que no bien, bien.

—Ya. No sabe dónde viven, no?

—No, ni idea.

—Es que… verá, Juan, los estamos buscando.

El Juan se calló la boca. Mientras l'Anton fumase, no soltaría prenda.

—L'Anton y yo pensamos que están detrás de… de… bueno, de lo que está pasando en Sant Mena… Sabe, Juan?

—Ese par?

—Y más gente, probablemente.

—P-Pero… de qué'stán hablando?

El Carles se pasó una mano por la barba.

—Me deja que le cuente?

—El qué?

El Carles comenzó explicándole que, junto a l'Anton, se habían colado en la fábrica abandonada de Can Baixeres porque, desde las ventanas laterales, habían visto una motocicleta aparcada dentro, junto a la puerta de la calle. El tal Anton, al parecer, era conocido de los dos hermanos desaparecidos y reconoció la motocicleta de la fábrica como la «derbi variant» del tal Rafael, pero, del chaval, por más que buscaron, no hallaron ni rastro en el interior de la nave industrial.

—Había una puerta en el suelo.

—Sí.

—Lo sabías?

—Yo?

—No te comentó nada la Loli?

—D'una puerta?

—Sí.

—No, nada.

Pero la Loli le había dicho que no era una puerta al uso, «no te vayas a creer». A poco que se quitara de la cabeza el humo del tabaco, el Juan la oía hablar como si estuviera allí sentada, con ellos: «Que lo llamamos puerta, tío, pero que, vamos, eso'staba ahí mucho antes que nosotros, sabes?» (no quería ni pensarlo, pero la echaba terriblemente de menos). El Carles, entonces, volvió a tomar la palabra y le contó que tenían sospechas de que el Alex T. y la Rosa S. podían estar detrás de la desaparición del pequeño Eduardo.

—Y eso, por qué?

—Ya se lo llevó una vez, antes.

—Ah, sí?

—Sí.

Y el Carles, con buenas palabras, con las palabras propias de un maestro de escuela, trazó un hilo satánico que comenzaba en la fábrica abandona de Can Baixeres (donde había quien les había hablado de rituales de nigromancia, que era la magia negra o magia de los muertos), pasaba por la execrable profanación de la ermita de Santa Caterina del doce de noviembre de 1985 (donde se hallaron pintadas blasfemas como aquella que rezaba «SATANAS VOBISCUM»), continuaba en la noche del cuatro de diciembre de 1985 con la violación de algunas tumbas del cementerio municipal de Sant Mena (donde se exhumaron los restos mortales de Maruja J.) y desembocaba, al parecer, en la «celebración del invierno» del día 21.

—Te suena d'algo, a ti?

—No. Bueno… A la navidad, no?

—Eso's la noche del veinticuatro.

—Ya, ya. Pues no…

Pero la Loli (podía oírla en su cabeza, como si estuviera allí mismo) ya le había explicado la diferencia una vez: «Joder, tío. Es una fiesta mucho más antigua que tu puta navidá de los cojones». El Juan no le aguantó la mirada a l'Anton un segundo más, «fuuu». Miró por la ventana, a la calle principal de su pueblo, que estaba vacía y quieta, y se acordó de que la Rosa le había jurado que la Loli se había ido tan contenta a casa después de la «celebración del invierno», vale?

—Ve la relación, Juan?

—Bueno… No mucho, la verdá.

—No?

—No. Quiero decir… Que pasan cosas chungas en el pueblo está claro, joder, y que tienen que ver con ese rollo satánico y eso, sí, sí, pero…

—Sí, Juan?

—Pero, digo yo, no sé… Qué tienen que ver los colegas de la Loli con eso?

—Ese cabrón ya se llevó al niño una vez.

—Ya, joder. Y, por eso, hicieron ellos toda esa mierda? En serio? Todo'l rollo de las tumbas y de las pintadas?

—Por qué no?

—Porque no. Me queréis decir que unos chavales l'hicieron eso a la Loli?

—Juan, escuche…

—Yo no digo que'se Alex no sea un cabrón y un hijo de la gran puta… p-pero…

La Rosa S. (su Rosa) no había sido. La chavala podía tener sus rarezas y sus manías, pero no era una puta perra de Satán (o como quisieran llamarla aquel par de «vecinos»). El Juan podía aceptar que la Rosa jugase a los satánicos por las noches (por así decirlo) y que se colase en una ermita a hacer unas pintaditas y demás. Y podía imaginarse con relativa facilidad uno de esos rollos de película mala en que un bocazas vacila a unas chavalitas con meterse en el cementerio, a hacer gamberradas, «uuu, uuu». Incluso podía verla desfasando como una salvaje en el corazón negro del bosque… Pero otra cosa muy distinta, y muchísimo más grave, era que pasase a machete a otra persona o que le quitase el hijo a una madre.

—Pero qué?

—Hostia puta… Si tanto habéis buscado, tenéis que saberlo, joder.

—El qué, Juan?

—Cómo'staba su cuerpo cuando la'ncontraron.

Otra vez la mosca en el cristal. Otra vez la muerta en la riera. Otra vez la náusea de la vida subiéndole por las tripas, «blub, blub, blub». El Juan, que hacía rato que sacudía la rodilla debajo de la mesa, comenzó a picar con las uñas junto a la taza de café, «trac-trac-trac, trac-trac-trac». L'Anton aplastó la colilla en el cenicero y se puso otro cigarrillo en la boca. Sacó el cajetín de los mistos de un bolsillo del mono, prendió una cerilla y, un momento después, volvió a arrojar una bocanada de humo sobre la mesa, «fuuu».

—Y si'stán los dos en el grupo, qué?

—Qué grupo?

—Juan… L'Anton y yo creemos que hay un grupo sectario actuando en Sant Mena.

—Una secta?

—Sí.

—Algo así, sí. Y, si atendemos a la trayectoría de los hechos que le he descrito, el…

—El qué?

—El sacrificio ritual sería el siguiente paso.

—Ya. Y'l crío, qué? También está muerto?

—No lo sabemos, Juan.

—Ya.

—Es lo que'stamos buscando, joder.

—Pues…

—Qué?

—Que lo siento mucho, pero ya no sé cómo puedo ayudaros más, yo.

Y se echó para atrás, en la silla. El Carles, al verlo, se puso a pasar páginas del cuadernillo como loco. Mientras tanto, el Juan miró en el reloj de pared del café del coro y no vio la hora. Tenía que irse de todos modos. Estaba hasta las pelotas de que el tal Anton, «fuuu», lo acusara todo el rato de callarse las cosas que sabía y que no podía decir.

—Bueno, pues…

—Le puedo dejar mi número de teléfono?

—Para qué?

—Llámeme, Juan. Si sabe algo… o si se entera de algo, haga el favor de llamarme. Se lo ruego.

—Sí.

—O si los viera por el pueblo…

—O si t'enteras de dónde'stán, vale?

—Vale.

—Piense, Juan, que quizá sepan algo que pueda ayudarnos a dar con…

—Ya, ya.

El Carles anotó rápidamente una serie de siete números en una servilleta.

—Tenga.

—Gracias.

—A usté, Juan.

—Nada, hombre.

El Juan se puso en pie. De pronto, tenía prisa.

—Dónde dice que estaban?

—Eh?

—Antes…

El Carles miraba entre sus notas.

—Si recuerda…

—Qué?

—Antes ha dicho que estaban los cuatro…

—Sí, sí…

—Dónde dice que estaban?

—No sé, por ahí.

—No fuisteis a la fábrica?

—A la fábrica?

—Sí.

—No.

—No tienes idea de dónde'ra la celebración del invierno, no?

—Ni puta idea, amigo.

No podía contarles que la Rosa le había pedido personalmente que no fuese al día del invierno («No, tío… Tú, no. Tú no te mezcles con peña como nosotros, vale?») porque la Rosa no había sido, porque la Rosa no había tenido nada que ver con aquellos rollos chungos y porque la Rosa no le estaba esperando en casa para follar.

—Ahora que lo pienso… la Rosa no me dijo nada d'eso.

—La Rosa?

—Digo… La Loli.

—Ya.

—Bueno, Juan… Si logra recordarlo, llámeme cuando sea, por favor.

—Sí.

El Juan arrugó la servilleta (con el número de teléfono) en el puño y se metió el puñado arrugado en el bolsillo del pantalón. Estaba muy mosqueado (como sin motivo). Luego buscó unas monedas, pero eran todas muy pequeñas salvo una, joder. Puso quinientas pesetas encima de la mesa, «plam», y se despidió sin ganas de churros con chocolate ni hostias.

—Buenas tardes, señores.

—Hasta otra.

—Adiós.

Noche

Pasados unos minutos de las diez, dos ó tres como mucho, el Juan cerró la puerta del piso (sin echar la llave) y respiró mucho más aliviado. Tenía que tomarse un segundo, solamente. La penumbra del rellano se sostenía en el reflejo mortecino que referían algunas ventanas del patio interior. Pensó en darle a la luz y pensó en llamar al ascensor. La idea de meterse en unas escaleras que bajaban directas por la garganta del lobo le retuvo en el sitio un buen rato. La bolsa de la basura no pesaba nada. Le pesaban los pollazos y los esfuerzos que había tenido que hacer por salvarla.

La tarde había empezado de la peor manera posible. El Juan había bajado medio mosca a la churrería del pueblo, «cagunlaputa», y, después de pedirse unos churros con chocolate caliente, no había podido pagarlos porque, cinco minutos antes, había plantado, «plam», la única moneda de quinientas pesetas que llevaba encima en la mesa del café, «señores míos». Aunque el churrero se lo dejó a deber, «no se preocupe, hombre, ya me lo dará otro día», el Juan no soportaba deberle nada a nadie porque él, como propietario de un negocio, sabía lo duro que era ganarse cada peseta.

Las cosas no mejoraron mucho cuando llegó a casa, medio sudado. La Rosa se había levantado de la cama y el Juan, después de buscarla en el lavabo, se la encontró en el salón, parada delante del televisor apagado. La chavala no estaba bien. Aunque iba en bragas, con una camisetita encima, el Juan sintió que antes tenía que sentarla en la mesa de la cocina. A pesar del brillo baboso de los fluorescentes sobre las racholas, le puso delante un vasito de chocolate caliente. Le pidió que probara un poquito, «va, que'stá muy rico», y se sentó con ella, a comer churros. Tenía que matar el hambre de alguna forma. Luego de un rato de no decirse nada, como la Rosa no había tomado más que dos sorbitos, el Juan se fue a por la botella de anís y le echó un chorrito en el chocolate, «ya verás qué bueno». La Rosa, «je», bebió a morro de la botella y se puso más contenta al momento: le subieron los colores a la cara y empezó a hablarle de la primera vez que se emborrachó con anisete en casa de no sé qué colega y «acabamos follando en el suelo de la cocina, tío».

El Juan tragaba churros por no llevársela a la cama como un bruto (que era lo que era). Le ponía más anís en el chocolate y le decía «Rosa, estás preciosa» porque la Rosa S. (su Rosa) estaba preciosa a pesar de la ruina de sus ojos y de la sombra de pena que le caía en la cara con los cabellos sueltos. Porque la Rosa, cuando se quedaba sin palabras, se ponía muy triste y se volvía al lugar de donde había salido, que era un pozo muy negro, Juan. A él, no le importaba mayormente que su sonrisa se perdiera para adentro (donde las aguas hediondas y el charco de inmundicia). Estaba medio enamorado de ella. Se quedaría pasmado de todas todas, mirándola. Era sábado por la tarde y la tenía al otro lado de la mesa, para él. «Ten, mujer… No te pongas así» y ella se tomaba otro sorbito de anís con chocolate y el Juan se encendía aún más con el rojo encarnado de sus mejillas.

Pensaba a menudo en arrastrarla por el pasillo, hasta la cama. Luego le pidió que se sentara con él, «en mi regazo», y la Rosa fue y se puso junto a su polla, «vale, tío». El Juan lo confundió todo un poco, a partir de entonces. Aunque él no necesitaba beber nada, le dio algunos tragos a la botella de anís. Primero la pillaba él y después, ella (con la boca cada vez más sucia de saliva). Luego, en algún punto entre la cocina y el sofá del salón, donde «estaremos más cómodos, los dos», comenzó a manosearle las tetas por encima de la camiseta y, como ella sólo se reía o lo llamaba «sapo baboso», le besó el cuello y los brazos las veces que le dio la gana. El Juan se repetía todo el rato que ella sólo quería que la quisieran bien y, cuanto más se encendía, más veces se lo decía a la Rosa al oído, en un susurro caliente.

No le bajó las bragas hasta que el salón se quedó a oscuras. Le metió dos dedos en el coño y el coño, por alguna extraña correspondencia de las partes, le supo a chocolate y a licor de anís. La Rosa no dejaba de hablar de sus planes futuros, para el día de mañana, tío. Se había echado en el sofá y no respondía ni a los besos ni a los abrazos del Juan, «dónde has puesto el anís, macho?». «Aquí», en la mesita del comedor, pero, en algún punto de la refriega, la botella acabó rodando por los suelos con el chocolate frío y el azúcar de los churros, «uala, tío, pero qué guarrada». El Juan, sin embargo, no pensaba sacarse la polla de los pantalones hasta última hora. Antes tenía que quitarle la camisetita. Antes tenía que meterse sus tetas en la boca (las tetas de la Rosa S., Juan). Antes tenía que saciarse las manos, la boca y la punta de la lengua. Pero la tarde, por lo que fuera, había empezado torcida y el Juan llevaba tanto tiempo aguantándose las ganas que, al final, cuando se le revolvieron las tripas, no quiso comprender por qué cojones tenían que pasarle a él todas las cosas malas del mundo, joder.

La Rosa no sentía nada. Le había lamido los muslos y los pelos del coño y se había quedado igual que antes. Aunque ella apenas hablaba desde que estaba sin ropa, seguía allí, con él. El Juan la oía murmurar a lo lejos y, cuanto menos la entendía, más se empeñaba en hacerse notar de alguna manera. Todavía estaba lejos de hartarse de su carne tibia y blanda. Sin embargo, las muchas ternuras de la Rosa S. le recordaban que había pasado por demasiadas cosas horribles en la vida como para sentir nada, tío. Por más que le jodiera, el Juan tuvo que tragarse las ganas de quererla bien porque aquello, en aquel puto momento, no tenía puto remedio y él, después de todo lo que había tocado y chupado, tenía que correrse si no quería reventar vivo, joder. La levantó como pudo del sofá y se la llevó por el pasillo, medio en brazos, medio a rastras, hasta la soledad del dormitorio. La echó en la cama deshecha donde la Rosa se había pasado las horas de los tres últimos días y se quitó los pantalones y los calzoncillos a toda prisa, «pero's que piensas follarme con eso, tío?».

—Sí.

El Juan quería hacerle el amor, pero algo (algo repugnante y pegajoso) se lo comía desde dentro, como un antojo de aliento tumoroso. Mirando las carnes blancas de la Rosa sobre las sábanas revueltas, le llevó un rato verlo. No se atrevía a encender la luz de la mesita de noche porque, «por ahora», no se atrevía a descubrirlo. La suciedad que referían las farolas de la calle a través de las cortinas, no enseñaba lo suficiente, por suerte. El Juan tenía la polla ardiendo y no podía quitarse de la cabeza al cabrón de los ojos de víbora que había pasado tantas veces sobre ella.

No tenía nada qué hacer contra él, hostia puta. El coño de la Rosa ni lo notaría al entrar. Estaba hecho al rigor del rabo de toro y la suya, quieras que no, le cabía entera en un puño cerrado. La mala hostia le subía por la boca del estómago, como el asco y la vomitera de churros con anís. «Puaj», si se tiraba sobre ella como un animal, la Rosa apenas sentiría la agitación de un peso muerto sobre su cuerpo, «arf, arf, arf». El cabrón de los ojos de víbora estaba más cerca de la bestia salvaje que del hombre de ciudad, el hombre normal y corriente, así que el Juan se tumbó sobre la muchacha con mucho cuidado, con la idea de follársela suavemente (si no podía tocarla desde lo mecánico, la cubriría de afecto y de sudor). Cargó todo sus quilos de cariño sobre ella y empujó entre sus piernas un momentito, tan sólo. En cuanto supo que se la había metido hasta el fondo a la Rosa S. (su Rosa), se le escapó todo por la polla, «oooo, oooo».

—Ya'stás?

—Sí.

—Quita d'encima, anda.

—Sí.

El Juan, sin embargo, la retuvo a su lado, «no te vayas, por favor», y la abrazó un rato grande, mientras le decía al oído que las cosas irían bien si estaban juntos. La Rosa no quiso hablar nada. Estaba fría (más bien gélida) y le daba igual todo, «como si te quieres morir, pavo». Luego, cuando el cuarto se quedó callado, como mudo, el Juan se levantó de la cama para prepararle un baño de agua calentita con espuma. Se tapó las vergüenzas con los calzoncillos del suelo y le repitió varias veces que cuidaría de ella si se dejaba querer. La Rosa, lo mismo que un rato antes, se dejó hacer y el Juan la metió en la bañera y se fue para la cocina, a prepararle un poquito de caldo, «ya verás qué bien». En el rato de descongelarlo al baño maría, aprovechó para cambiar la ropa de cama, fregar el suelo del comedor y poner una lavadora con dos tazitas de suavizante especial flores silvestres.

La bolsa de basura la llenó después con los restos de la juerga, que no eran gran cosa. Necesitaba salir a la calle para despejarse. La náusea (como unas ganas horribles de escupir tumores diminutos por la boca) todavía le inundaba el pecho. El rellano, después de abrir los ojos, después de volver en sí, seguía igual que antes. La penumbra se sostenía en el reflejo mortecino que llegaba del patio interior. El Juan se separó de la puerta del piso para encender la luz de la escalera, pero alguien (algo en la oscuridad, muy quieto) lo detuvo.

—Hola?

—Te la'stás follando bien?

—Qué?!

El Juan no alcanzaba a ver nada en el hueco de la escalera, de donde provenía la voz odiosa del Alex T. (en cualquier caso, estaba demasiado cerca como para que le diese tiempo de sacar las llaves del bolsillo, abrir la puerta que tenía detrás y meterse dentro). El Juan (si no lo hubiera pensado antes) se habría abrazado a la bolsa de la basura como una nenaza. Mientras escudriñaba en la oscuridad, comenzó a respirar cada vez más precipitado.

—Sabes que's mía, verdá?

—No.

—No? Quién dice que no, tú?

—No… ella. Ella me lo ha dicho. Y-Yo no sabía nada.

—No sabías que'stá muy feo robar, tío?

—No. Yo n-no lo sabía. Yo no quería…

—Sé dónde vives, Juanito.

—Sí.

—Y sé dónde trabajas.

—Sí, sí.

Y el Juan, después de aquello, se quedó quieto (quietísimo) en la penumbra del rellano hasta que alguien (un vecino de más arriba, por fuerza) llamó al ascensor y la luz del aparato, al cruzar por su planta, le descubrió que había estado solo durante los últimos cuarenta ó cincuenta minutos de su vida.