El misterio de Sant Mena

1 de junio de 1987

—Hoy es el último día que vendremos, Sergio.

—Sí?

—Sí. Hoy se acaba el ciclo, amigo.

—Y qué pasará luego?

—Luego? No sé…

El hombre alto se encogió de hombros y sonrió, «quién sabe, pequeño».

—Bueno…

—Has comido bien, estos días?

—Sí, sí.

—Muchas chuches?

—No, no. Ninguna.

—Eso está bien, Sergio. Que ayudes a un amigo, siempre está bien, eh?

—Sí.

—Ahora…

Se refería a las mangas de la chaqueta del chándal, que se las tenía que subir. El Sergio A. se las arremangó por encima de los codos y le ofreció las venitas azules del antebrazo izquierdo, donde tenía las marcas de los pinchazos de las otras veces. Luego de mirarlas, el hombre alto, el viejo pellejudo, dejó el estuche de terciopelo negro sobre el sepulcro de siempre y extendió el instrumental quirúrgico sobre la piedra fría de la losa con muchísima parsimonia, en tres vueltas, «top, top, top». A poco que mirase, allí había un poco de todo (escalpelos de hoja afilada, pinzas como tijeritas que se llamaban «hemóstatos» y otros cacharrillos de metal que servían para abrir la carne y/o meterse dentro del cuerpo de uno), pero, al Sergio A., lo que más le flipaba del tema era la ceremonia que ponía en todo aquello su amigo, el hombre alto. Porque siempre hacía igual, como los mismos gestos cada vez que empezaba con el rollo del estuche, y, si no se ponía a rezar oraciones en voz baja, el Sergio A. hubiese jurado que murmuraba alguna cosa chunga, «bis-bis, bis-bis, bis-bis», pero no. Por más que escuchaba, no se entendía una mierda, chaval. Porque aquello eran unas palabrejas cerradas, como muy oscuras o antiguas, y el Sergio A., al final, se quedaba como embobado oyéndolas. Al menos, hasta que llegaba el momento de la aguja de la inyección.

—Te las han visto o qué?

—No.

—Bien.

—Es que me ducho solo, ya.

—Bien. Estás listo, pequeño?

—Sí.

—Bien.

Ya le había dicho las otras veces que el pinchazo no dolía nada, pero que «tendría que dolerle, y mucho, para ir bien, pequeño». El Sergio A., sin embargo, sentía mucho repelús cuando la aguja de metal se apoyaba en su piel y se le clavaba dentro, en la venita azul. Aunque el pinchazo no era nada, cuando notaba cómo le tiraban de dentro, tenía que mirar para otro lado, pero, claro, quitar los ojos de allí no era una buena idea porque las sombras de la cripta eran mucho peores que la visión del émbolo tirando hacia arriba de su sangre. A parte de la tierra revuelta del suelo, en un rincón, había muchísimos ojos negros en las paredes de piedra (lo que eran los nichos, vaya) y el hombre alto casi siempre aprovechaba la ocasión para explicarle algunas cosas de utilidad, como qué instrumento era un «hemóstato» o los pasos que debían seguirse para el correcto desarrollo de una «vivisección» (lo que era la disección de un bicho vivo, que todavía respira). Ya le había dicho las otras veces que él era muy valiente, y todo eso, pero que, para ir bien, «tendrías que pasar mucho miedo, pequeño», y el Sergio A., por más que se lo guardara dentro, pasaba algo de miedo entre las tumbas, las velas y las herramientas de metal que habían dejado encima del sepulcro, «no te vayas a pensar, eh?».

—Ya está.

—Ya?

—Sí.

—No me sacarás más, hoy?

—No será necesario, no.

—Vale.

El Sergio A. se bajó corriendo las mangas de la chaquetilla del chándal porque sí, porque hacía frío y porque aquella otra parte que venía luego prefería no verla (aunque, para ir bien, «tendrías que venir conmigo y mirarlo todo con mucha atención, pequeño»). El hombre alto no le había enseñado nunca el gusano chungo que se bebía la sangre de la jeringa («si no le diésemos de comer, se moriría de hambre, el pobre») porque el hombre alto, en el fondo, no le obligaba a hacer nada que no quisiera hacer, sabes?

—No quieres verlo?

—No.

—Entonces no lo verás nunca. Te lo prometo.

—Vale.

Pero el Sergio A. no sabía si se lo decía de buenas o de malas, aquello. El chavalillo, en cualquier caso, aprovechó el momento para subirse la cremallera de la chaquetilla hasta el cuello, «shrrrp», y se metió las manos en los bolsillos, «bru, pero qué rasca, tío», porque, en lo que era la cripta del castillo de Sant Mena, la primavera no se atrevía a meter ni la puntita del pie.

—Mañana tienes cole?

—Sí. Es martes.

—Tendrías que irte, ya.

—Sí…

Pero el Sergio A., a la hora de la verdá, no se movía del sitio.

—Que no te vas?

—Sí, sí. Si ya me iba…

—Oh, sí… Espera un momento, pequeño.

El hombre alto, el viejo pellejudo, se volvió hacia el sepulcro donde había dejado el estuche de terciopelo negro con todos los utensilios de cirujía y, de un bolsillito que había escondido debajo, sacó una cinta casete y se la puso en las manos.

—Ten. Este te va a gustar seguro.

—Cuál es?

—Uno muy bueno, el Sir Fred.

—Vale. De qué va?

—De un caballero… pero, cuidado, que es muy difícil, eh?

—Sí?

—Sí. Si quieres progresar, tendrás que practicar mucho, mucho, como siempre.

—Vale.

—He dicho mucho, mucho, eh?

—Sí, sí.

Pero el hombre alto no soltaba la cinta casete ni queriendo.

—No hay atajos en la vida.

—Ya.

—Ninguno.

—Vale.

Dicho aquello, el hombre alto dejó ir la cinta casete y el Sergio A. se la quedó en la mano, para él solito. Aun así, el tipo, el viejo pellejudo, siguió mirándole como muy en serio, como hacía algunas veces.

—Ni una palabra de esto a nadie, eh?

—Que yo no digo nada.

—Ni a tus amigos, eh?

—Que no.

—Está bien, Sergio. Me has sido de mucha ayuda estos días, amigo. Siempre que necesites algo, lo que sea, ya sabes dónde encontrarme, vale?

—Vale.

El Sergio A. se guardó el Sir Fred en la mano (dentro del bolsillo) como si se tratara de un tesoro valiosísimo (que es lo que era para él, vaya) y el hombre alto, antes de volverse a su rincón de los horrores, miró los filos helados de los instrumentos de metal sobre la losa de piedra y miró la carne del crío una última vez, al menos (de fondo, se oía el ajetreo repulsivo de algo que removía la tierra con ansia, furor y hambre).

—Has pokeado mucho últimamente?

—Sí… Bueno, lo intento mucho, eh?

—No es fácil, verdá?

—No siempre.

—Pues tengo una micromanía con cientos de pokes, amigo.

—Sí?

—Sí. La querrás?

—Sí, sí… Vale.

—Puedes pasarte a buscarla cuando quieras, vale?

—Puedo ir mañana?

—Claro, cuando quieras, amigo. Tú te has portado muy bien con nosotros… conmigo y con él y… Y, ya lo sabes, mientras guardes nuestro secreto…

—Ya. Yo no le pienso decir nada a nadie.

—Eso está muy bien, Sergio. Ahora ve con cuidado, que no te vean al salir, eh?

—Vale.

Y el Sergio A. se dio media vuelta, dispuesto a salir a oscuras de la cripta con su cinta casete del Sir Fred en la mano y la promesa de un centenar de pokes para mañana mismo en la cabeza (sólo el que ha sido niño, y recuerda, puede conocer el valor de un tesoro como el suyo en la negrura insalubre de una cripta).