El misterio de Sant Mena

1 de mayo de 1989

Llevaba rato pensándolo. No hacía tanto que subía con los amigos a Sant Sebastià, de madrugada. En lugar de trasnochar por ahí, tomándose unas copas en un bareto de mierda, quedaban a eso de las seis de la mañana en la plaza del Ángel y caminaban hasta arriba de la montaña, tan frescos. Eran días bonitos, tú, con mucho sol. Porque casi siempre les hacía bueno, sabes? Los echaba de menos. Cada uno de mayo, desde los quince hasta los veintipocos años, la Cristina F. había ido con su grupito de amigos a la explanada terrosa de Sant Sebastià de Montmajor, donde la ermita románica. Por aquel tiempo, de hecho, iban juntos a todas partes. Luego, no sé, nena, todos se fueron emparejando y, entre el trabajo y la familia, dejaron de verse tanto como les hubiese gustado, verdá?

—Sí, tú.

Aquella madrugada del uno de mayo de 1989 la pobre Cristina F. volvía del curro, de trabajar toda la noche del domingo al lunes, y la verdá era que no tenía el cuerpo para subirse ninguna montañita a pie. Sólo quería meterse en la cama. Necesitaba parar. Los jefes de Kastol les habían hecho «recuperar» el lunes festivo entrando a fichar un domingo a las diez de la noche. Tenían que sacar adelante no sé qué pedido urgente de Alemania, nena, y la Cristina no estaba en posición de decirles que no a nada. Llevaba unas semanas entrando tarde día sí, día no. Su marido tenía miedo de quedarse solo en casa. O eso le parecía, tú. Cerca de las diez menos veinte, comenzaba con el runrún de cada tarde, como si se le fueran a caer las paredes del piso encima, «que no sé qué haces, que tienes que pasar todas las noches por ahí, fuera de casa».

—Pues trabajar.

—Y no hay otro turno?

—Pues no.

—Y no te puedes buscar otra cosa?

—Qué cosa, Chema?

—Otra cosa, no sé.

—Pero tú has visto cómo'stán las cosas, hoy día?

—Que sí, joder.

—Pues como no me la pintes…

El caso era que ella se iba enfadada de casa, unos diez minutos más tarde de la cuenta, y el Chema, su marido, se quedaba más tranquilo (menos solo) con la bronca metida en el cuerpo. Su madre le decía que no era nada, que sólo estaban pasando un bachecillo. Que, en cuanto tuvieran una criatura, vería las cosas de otra manera. De una manera distinta. Como que las cosas se iban a arreglar solas, sabes? La Cristina F. sintió una bocanada de repugnancia al pensarlo. Hipoteca a veinte años. Turnos de trabajo de diez a seis de la madrugada. Un niño con un mismo hombre para toda la vida.

—Ni hablar, tú.

La Cristina no lo quería, al Chema. Puesta a reflexionar, echando la vista atrás, no sabía decir si lo había querido nunca. Vale que, al principio, cuando tenía veintipocos años, estuvo enamorada de él y que se sentía bien (segura) yendo del brazo de aquel chavalote, pero, pasados los años, lo entendía todo como un capricho mal entendido de una niña caprichosa que no podía saber de qué iba la película, al final. Y, no sé, entre el orgullo propio y el dejarse hacer, se había acabado metiendo para siempre en un piso de Sant Mena con aquel tío, que vale, que sí, que era un buen tipo, pero que no podía ser en ningún caso la elección de su vida. Joder, ya no sabía ni qué inventarse para no tener que acostarse con él, sabes?

Uf. Había otras mujeres en su planta que estaban igual que ella, que le habían perdido el gusto al sexo. Es lo normal, no? Después de los primeros años de casados, era como que se perdía un poco la chispa, no? Pero la Cristina F. estaba segura de que la cosa no tenía nada que ver ni con los años juntos, ni con la edad de una. Ella estaba encerrada. Le pesaba el abrigo. Puso el freno de mano y se bajó del coche. Eran las seis y trece minutos de la madrugada del uno de mayo de 1989 y seguía resignándose a su suerte. Descendió la cuesta de la entrada al parking y abrió la puerta con la llave, «clinc, clinc, cloc». Si de verdá había un violador suelto en Sant Mena, aquel rincón del pueblo (la rampa de acceso al garaje) era ideal para que la atacaran, no?

—Mierda, tú.

Se dio prisa en subir la puerta del parking y en mirar a su espalda (que no dentro). Tenía que volver corriendo al interior del coche. Dio un portazo, «slam», y echó el seguro, «ploc». Estuvo a punto de ponerse el cinturón de seguridad otra vez, pero, joder, nena, ya no hacía falta, que ya casi había llegado a casa, eh? Buscó en la calle, en el retrovisor, y vio lo de siempre: la tapia mierdosa que había al otro lado de la calle y algunos tejados del barrio. La luz de las farolas agonizaba sobre las últimas negruras de la noche. Quieras que no, estaba empezando a amanecer y ella seguía despierta como si fueran las tres ó las cuatro de la tarde.

Arrancó el motor y bajó en segunda los pocos metros que la separaban del interior del garaje que había justo debajo del bloque de pisos del número doce del Doctor Fleming. Si no le hubiese comprado la plaza de parking al Jaume, el vecino del cuarto, la pobre Cristina (en aquel duro momento) tendría que haber buscado sitio fuera, en la calle. Pero lo peor de todo no era tener que aparcar por ahí, donde fuera, sino tener que caminar sola hasta la puerta del piso a aquellas horas de la madrugada (que no eran ni suyas, ni de nadie, al final). La Rosi hablaba de que la hija de una vecina suya lo había visto. Y no era la única. Habían otras chavalas jóvenes del pueblo que habían visto al mismo individuo «mirándolas como raro», sabes?

—Pero ha pasao algo o qué?

—Pasará. Si las cosas siguen así…

—Qué?

—C'acabará pasando algo, tú.

Y la Cristina F. cruzó el umbral del garaje y paró el coche un momento. Tenía que bajarse a cerrar la puerta de la calle, «plom». Antes, por eso, miró en el espejo retrovisor, por si había nadie bajando la rampa. La oscuridad se apretaba mucho más allí abajo que fuera. Lo normal, no? Puso los cuatro intermitentes por poner y se bajó corriendo a cerrar. No había nadie cerca. Fue pensarlo y caer en la cuenta de lo mal que estaban las cosas si tenía que andarse con miedo por la vida. Los últimos tres pasos hasta la salida del garaje los dio con la calma. No puede ser, nena. Agarró la parte de abajo de la puerta y tiró fuerte, hasta que se quedó encerrada en el interior del parking, con su coche. El cacharro (un ford de segunda mano) seguía en su sitio, en punto muerto, «rom-rom-rom-rom». La Cristina se había temido hasta última hora que una mano de hombre se iba a meter por debajo de la puerta del garaje.

—Ya'stá, nena.

Se volvió al interior del vehículo y se encerró dentro. Aunque no hacía falta, echó el seguro por si acaso, «ploc». Tenía pánico de algo, pero no sabía el qué. Puso primera y avanzó lentamente hasta su plaza de parking, la segunda al fondo de todo. Mientras siguiera adelante, de aquella manera, seguiría agotando todas sus opciones. Divorciarse era un fracaso gordo, nena. Era la forma de admitir ante todo el mundo que la había cagado desde el principio, sabes? Que los últimos doce años de su vida no habían servido para nada, joder. Si al menos hubieran tenido una criatura, habrían hecho algo positivo con su relación, no?

Menuda mierda, tú. El tipo podía estar dentro, esperándola. Podría haberse colado durante el día (siguiendo de cerca el coche de cualquier vecino) y aguantar por allí escondido durante un montonazo de horas. Si sabía que, al final, iba a llegar una mujer de su gusto, podía haberlo planeado así, no? La Cristina fue buscando detrás de los coches y de las columnas de hormigón. Había un cartel que decía «NO HAY SALIDA» (así, en mayúsculas) junto a la puerta metálica de las escaleras y había un puñado de rincones sin luz, donde no alcanzaba a ver nada. Estaba cansada. Tenía ganas de llorar.

—Va, tú. Que ya'stamos, que no pasa nada, va.

Pero hacía días que venía pensando cosas así, por el estilo, cada vez que se quedaba sola en las profundidades del garaje del número doce del Doctor Fleming. Desde luego que no era un lugar agradable, pero tampoco hacía falta que mirase a todos lados antes de subirse al coche, no? Tenía miedo. No quería que la sorprendieran por la espalda. Aún seguía con ganas de hacer muchas cosas en la vida, sabes? Después de pasarse las noches buscando a su alrededor, incluso cuando no iba por la calle, llegaba un momento en que, «uf», no le apetecía nada bajarse del coche.

Era una tontería, nena. Lo de siempre. Luego no le pasaba nada, sabes? Pero aquella madrugada del uno de mayo de 1989 algo le decía que se volviese por donde había venido y, que si no tenía el coraje de largarse para siempre del pueblo (así, con lo puesto), que parase un momento delante del portal de casa y que llamase a su marido, el Chema, por el telefonillo, «brrri-brrri», para que bajase a buscarla o algo: «por favor, ven». Él podía meter el coche en el garaje por ella, no?

—Estás tonta, mujer.

Y es que cada día estaba un poco más tonta, verdá? Detuvo el coche a unos metros de su plaza de parking (una boca negra de oscuridad) y dudó un montonazo. No sabía qué hacer con su vida. Puso el intermitente para girar a su izquierda y comenzó a maniobrar como hacía tantas otras cosas en su día a día: sin pensarlo un segundo. Allí no había nadie, no? La Cristina, «mpf», metía siempre el coche de culo y eran siempre los mismos movimientos en el mismo orden. No le extrañó nada reparar en las luces de emergencia del subterráneo mientras se desplazaba marcha atrás. En vez de combatir la oscuridad, aquellos puntos de luz recalcaban el carácter oscuro del lugar. Venían a decir que allí había más sombras que otra cosa. Que cualquiera, en definitiva, podía acecharla detrás de un coche o de una columna de hormigón.

Allí había alguien, de hecho. La Cristina F. lo vio demasiado tarde, cuando ya había metido el cacharro (un ford de segunda mano) en su plaza de parking. Estaba quieto en la pared del fondo… pero cómo no lo había visto antes? Quiso echar el seguro que ya estaba echado y estuvo a punto de ponerse el cinturón de seguridad, sabes? Pero es que no era un hombre, aquello. Había una cabeza y había como unas manos, al final, pero no se podía decir que aquello fuese un hombre, tú. La Cristina lo miraba tratando de comprender qué podía ser lo que estaba mirando cuando le subió (sin avisar) un escalofrío por el espinazo: «está viniendo, Cris». Aquello (lo que fuera) estaba acercándose hacia ella y ella no hacía nada por huir. Se preguntaba, sin embargo, si podría pasarle por encima con el coche, si no sería una sombra sin apenas sustancia y acabaría estrellada, joder, contra una columna de hormigón o algo, sabes? Pero, que no caminase, la aterraba de tal modo que no podía hacer otra cosa que preguntarse si se estaba acercando realmente o no. Aquello (lo que fuera) tendió una mano (algo así como una mano) hacia ella. Estaba justo en frente del coche y la Cristina se sentía morir por causa del hambre que veía en sus ojos. Porque lo que quiera que fuera aquello tenía algo así como unos ojos vacíos de vida que eran todo hambre en mitad de la calavera.

No gritaría. Las ventanillas del coche estaban todas subidas y las paredes del subterráneo eran demasiado gruesas como para que nadie la oyese. La mano (si es que aquello era una mano) se había parado sobre el parabrisas y lo arañaba lentamente, «riis, riiis, riis». La Cristina F. ya había empezado a llorar. Después de aceptar que no haría nada por escapar, no le quedaba otra cosa que llorar por ella y por su vida. Aquello (una sombra turbia de miedo) se había puesto a su lado y trataba de bajar la ventanilla desde fuera (con largas uñas de muerte, «riiis, riis, riiis»). No podía ser. Un grito estúpido que le llenaba el pecho de horror le repetía a voces que pisara a fondo el acelerador, pero la Cristina F. sólo sabía lamentarse por lo que no había sido, al final. Si su vida había sido para nada, sabes? Porque su vida, nena, se acababa aquella madrugada del uno de mayo de 1989 de una forma que nunca hubiese imaginado. Porque no podía ser. Apagó el motor del coche y no volvió a abrir los ojos. No podía saber (de ninguna de las maneras) que la existencia tomaría sendas aún más negras que la propia noche del garaje.