El misterio de Sant Mena

1 de mayo de 1990

Ella había estado ahí todo el tiempo. Mientras el Chema F. trataba de comprender qué demonios estaba pasando con él, en el interior de su propia casa, las voces enlatadas fueron de dentro para afuera, pero es que, claro, a poco que se parase a pensarlo, las voces tenían que haber venido primero de fuera, de la televisión. Estaban poniendo una película de pesadilla en la segunda. Hacía sólo un momento que alguien había gritado, pero el horror se cifraba en la secuencia de los templarios ciegos saliendo de sus tumbas para cazar.

—Cazar? Cazar qué?

—Seres humanos y devorarlos como bestias feroces…!

La víctima era una criatura tierna y preciosa. El Chema pensó que era una lástima que la fuesen a matar sin que se la hubiesen follado antes. Tenía la mano medio muerta en el regazo. La miró un segundo. No podía moverla, no? Pensó que debían ser más de las doce y media. Aunque tenía la viva sensación de que los relojes de casa se habían parado todos a las diez y diez, recordaba vagamente que venía de escapar de una abadía abandonada en la noche de los tiempos. El misterio se apretaba entre las tumbas. Tenía el aspecto justo de la niebla hecha jirones en el suelo y las garras que asomaban del interior de los sepulcros recordaban en silencio que una vez, hacía muchos siglos, habían sido humanas.

El Chema se encontró de pronto tirado en el sofá del comedor. Otra vez. En la mesa donde tenía puestos los pies, había un montón de platos sucios, un par de vasos usados y algunos cubiertos llenos de porquería, de la cena. No pensaba recoger una mierda. Le vio el culo blanco de leche a la muchacha (o se acordó de haberlo visto, al otro lado de las llamas) y le vinieron ganas de tocarse. Con la Cristina, echaban tardes larguísimas de manta y paja frente al televisor. Aunque él, en aquella noche del uno de mayo de 1990, digamos que no podía moverse ni un pelo, no?

Estaba como paralizado. O medio dormido. Tenía que hacer un esfuerzo, «va, tío», y meterse en la cama. Debía ser tardísimo. Lo mismo eran más de las dos de la madrugada y no se había enterado. Pensó, de hecho, que serían las tres y treinta y tres minutos, la hora del diablo. Los templarios ciegos avanzaban por las ruinas de la abadía, llevados por un hambre negra, atroz. Eran unos espectros harapientos, torpes y lentos. La pobre muchacha no podía saberlo. Su mujer, la Cristina, se había largado con otro hacía casi un año.

El Chema desistió. Había andado tantas veces aquel camino de su cabeza que, al final, cuando volvía a empezar, lo dejaba estar: a la mínima, su mujer, que no lo había querido nunca, se fugaba a otra parte, con otro hombre, y el Chema terminaba repitiéndose que la pobre tenía que estar tan harta de él, por lo que fuera, que había tenido que irse de casa sin decirle nada antes porque así le resultaba todo más fácil, no? Él lo comprendía. Él había hecho un gran esfuerzo para entender sus motivos y, después de pensarlo mucho, él también se hubiese marchado a otro pueblo (a otra comarca, en otra provincia) sin hablarlo antes. Porque la verdá era que, si te parabas a razonarlo con quien fuera, luego no lo hacías y, si lo hacías, era porque realmente tenías que hacerlo, no?

Pero el coche lo había encontrado aparcado en su sitio, como cada día, y su mujer se había dejado el bolso y sus cosas dentro y el Chema sentía que le faltaba el aire, como si algo le estuviera presionando el pecho y no lo dejase respirar. Bien mirado, ella había estado ahí todo el tiempo, no? La garra cadavérica de un templario ciego irrumpía a través del hueco de una ventana. La muchacha gritaba otra vez. Una mano de muerto levantaba el travesaño de la puerta y la turba de espectros hambrientos se precipitaba en el interior, tras ella.

Estaba muy rica, tío. Esa era la puta verdá. El Chema no paraba de pensar en su mujer, la Cristina. Casi nunca se la chupaba, pero, a poco que se pusieran con el tema, le hacía unas pajas muy buenas y, al final, quieras que no, la echaba bastante de menos. Por muchas cosas, vale? Él no había dejado de quererla nunca. Sintió un golpe de negrura al pensarlo. De pronto, no estaba solo en el piso. Tuvo que reconocerse a sí mismo que hacía ya mucho rato que lo sabía.

Allí había alguien más. Quiso mirar hacia el umbral de la puerta del comedor, pero no pudo moverse una mierda porque, joder, hacía un montonazo de tiempo que estaba como paralizado. Se asustó y, al darse cuenta de que el motivo le venía de lejos, se asustó aún más. Respiraba fuerte, pero no lo estaba soñando, tío. La tele seguía encendida. Vale que estaba a punto de quedarse como dormido, pero la pobre muchacha había perdido una zapatilla en las escaleras y lloraba por los rincones.

Chica, tente callada, que cualquier sonido alerta a los templarios ciegos de tu posición… y ellos quieren tu carne. El Chema se oía respirar fuerte (muy, muy rápido) y buscaba por el rabillo del ojo a la figura quieta del umbral. El terror del interior de su pecho amenazaba con desbordarlo. Se volvería loco si no lograba despertar o lo que fuera. Procuraba mover un dedo, la punta de un solo dedo para empezar, y le daba cosa que se enterasen de que no estaba realmente dormido. Porque… «si me muevo, me pilla».

Su mujer lo estaba mirando. Había estado allí desde el principio, tío, pero, por suerte, sólo había venido a mirarle, no? No le diría nada. No hablarían una puta mierda después de tantos meses sin verse, chaval. Aún así, el Chema notaba en la piel la crudeza de su mirada odiosa. Es que el muy cabrón no la había ido a buscar en todo el puto tiempo, joder. Por vergüenza, no le había preguntado a nadie por ella y, al final, se le estaban quitando hasta las ganas de vivir porque, joder, era un tío mierdoso que se había encerrado en su casita, a llorar y poco más.

Pobrecito, eh? Repetía «Cris, Cris, Cris» en su cabeza y, mientras cogía por la nariz todo el aire que le faltaba (porque algo, puesto encima de su pecho, se lo estaba robando a manos llenas), se explicaba a sí mismo que lo tenía que estar soñando todo «por cojones», macho. Igual que los lugares de pesadilla de los templarios ciegos le habían infectado el sueño hacía un ratillo, cuando se había quedado frito en el sofá, el recuerdo de su mujer difunta se había plantado en el umbral de la puerta del comedor y le hablaba de bajar abajo con ellos, «los de abajo», pero tu mujer, Chema, no estaba muerta, no, Chema?