El misterio de Sant Mena

20 de diciembre de 1985

Tarde en la tarde

Las seis menos cuarto y la Laia no aparecía. El Míguel la estaba esperando en un banco de la plaza del caracol, a la sombra del esqueleto de la moixera, y no podía dejar de menear la pierna (arriba y abajo, arriba y abajo). Si de verdá era diciembre, no lo notaba por ninguna parte. No podía. Tenía la presencia de la chimenea en la retina. Era una figura monumental y negra, sobre su cabeza. La noche se estaba cerrando en el cielo y, si los hornos habían servido alguna vez para quemar personas, los satánicos de Sant Mena podían hacer lo que quisieran dentro de la fábrica abandonada de Can Baixeres si nadie lo impedía. El Míguel se subió la cremallera de la chaqueta. Metió la mano en el bolsillo y tocó la linterna a pilas que había pillado en casa. «Todo en orden (todo en su sitio)». Volvió a mirar el reloj de pulsera. Las cinco y cuarenta y siete minutos, chaval, y «la Laia que no viene».

El Míguel no paraba de buscar todo el rato en las bocacalles de la plaza. No quería levantar la cabeza. No quería mirar a las alturas, por encima de los tejados. Habían quedado para investigar en la fábrica y la aventurilla, en el magín del Míguel, no pasaba nunca de asomarse al interior de la nave industrial, a ver qué había dentro. A aquella hora, con aquella luz, no esperaba descubrir gran cosa. Lo mismo sorprendían el rostro de algún satánico de Sant Mena y podían ponerle nombre. No sería tan raro. En su pueblo, no había tanta gente. O lo mismo no había nada que ver y se volvían a casa con los bolsillos vacíos. Tampoco pasaría nada. El Míguel no tenía intención de ir más allá. Sabía de sobras que no se podía entrar en la fábrica (por suerte, la puerta principal solía estar cerrada con cadena y candado) y ya le estaba bien así. El cuerpo le pedía a gritos mantenerse lejos de aquel lugar. Quieras que no, presentía un gran peligro cerca (no podía ponerle un nombre porque no acertaba a imaginarle ni el rostro, ni la forma). Él tenía pensado marcharse más bien pronto a casa (él sólo quería pasar un ratito más de la mano de la Laia, su novia).

Entonces apareció el Dani.

—Ei, qué pasa?

—Qué hay?

—Al final has venido…

—Ya ves.

—Sí.

El Míguel le había comentado a la hora del patio que no se pasaría por su casa luego, después de clase, porque habían quedado, la Laia y él, para ir juntos a la fábrica abandonada de Can Baixeres, vale?

—Ya.

—Ya, si eso, nos vemos otro día.

—Guay.

Y, sin embargo, allí estaba. El Míguel estaba flipando. El Dani se había plantado en la plaza del caracol sin avisar y sin que nadie le invitara. «No sé qué cojones hace aquí», se repetía el Míguel sin convicción, porque, de primeras, no quería poner en duda las intenciones de su amigo, pero lo sabía muy bien. El puto envidioso venía a joderle lo suyo con la Laia. Y, encima, traía aquella cara de pocos amigos que se le había puesto desde que se enterara de que su colega (el pelo polla) y la Laia (su Laia) eran novios formales. El Míguel tenía que preguntarlo. El chaval estaba allí con las manos en los bolsillos, como si nada, y, con el rollo que llevaba, estaba claro que no pensaba decirle nada en toda la tarde.

—Qué haces, tío?

—Qué?

—Por qué vienes?

—Yo también quiero ir.

—Lo podrías haber avisado, no?

—M'han entrado las ganas luego.

—Qué casualidad, macho.

—Qué pasa?

—Los otros días no querías venir.

—Ya. Pero hoy tenía ganas.

—Ya, tío. Eso's lo que digo yo.

—Pues eso.

—Pues vale.

—Pues nada.

—Pues m'alegro un montón, tío.

—Pues vale, tío. Yo también m'alegro. Qué quieres te diga?

—Nada, joder.

—Pues eso.

—Pues vale.

La Laia llegó a la plaza poco después. Los dos chavales sintieron lo mismo al verla, pero sólo uno, el Míguel, se levantó a recibirla (si su aparición no había sido como un soplo de luz en mitad de la plaza y de la noche, no entendían nada, ni querían saberlo).

—Hola.

—Hola, hola. Perdona, perdona, perdona. Perdona si llego tarde…

Se le puso delante y, oh, pura formalidad, le plantó un besito en la mejilla.

—Pero he tenido que recoger todas las habitaciones, yo sola…!

La Laia, además de ayudar en casa y de ser una buena estudiante, iba todos los lunes al taller municipal de arte, a pintar cuadros; los martes y los jueves, a música (donde recibía clases de guitarra o de piano); y los miércoles, a natación, con todos ellos. No lo habían hablado nunca, pero los dos chavales pensaban en ella en bañador con una mezcla de nostalgia y de impresión de muerte. Algo así como una llaga vivísima dentro del pecho, que carecía de nombre y de significado, les robaba bocados de sueño cada vez que la recordaban nadando, en la piscina.

—Hola, Dani.

—Ei, qué pasa?

—Tú también vienes?

—Ya ves.

—Guay, no?

—Sí. Guay.

Pero el Míguel no podía (ni quería) ocultar la dimensión de su mosqueo.

—Vamos o qué?

—Vamos.

El Míguel, antes de seguir adelante, quiso cogerle la mano a la Laia, a su novia formal desde hacía una semana y dos días, pero ella no se dejó (le apartaba el brazo sin ninguna razón).

—No, que'stamos los tres, eh?

—Vale.

Pero no valía. El Dani, el muy cabrón, lo había visto todo (no en vano, seguía allí plantado con su cara de pocos amigos). Si no se estaba riendo por dentro, se estaba guardando una sonrisilla imbécil y mezquina para luego, para su casa. «Qué hijo de puta, el tío». El Míguel, luego, se fue corriendo detrás de la Laia, que avanzaba muy decidida hacia la puerta principal de la mole de ladrillo y metal.

—Es esta, no?

—Sí.

La Laia preguntaba por la gran cruz invertida que alguien había pintado (a brochazos, de rojo sangre) sobre la puerta doble del edificio. Daba miedo. Imaginar que nadie pudiera rendirle culto a una figura esencialmente oscura y maligna, la estremecía por dentro, muy en serio. Su mundo de engranajes perfectos comenzaba a rechinar de mala manera. Aquel Satán o Satanás era enemigo declarado de la vida y había en su pueblo un grupo de personas que lo adoraban por alguna extraña razón que se le escapaba.

—Y es satánica, verdá?

El Dani, puesto a su lado, le dijo que sí, pero la Laia, más allá del temor reverencial que sentía (algo que una cría de doce años no sabía manejar), no podía dejar de cuestionarse por qué nadie que se oculta para hacer daño proclamaba de aquella manera tan aparatosa dónde se ubicaba (por así decirlo) su lugar de culto y acción.

—Y por qué lo dicen?

—El qué?

—Donde'stán.

—Eh?

Ni el Míguel ni el Dani sabían qué responder.

—Es raro, no?

—Ya.

El Míguel se sentía, sin embargo, en la obligación de decir algo más.

—Piensa que son malos que no piensan como nosotros.

—Piensa que no quieren que'ntremos.

El Dani lo veía clarísimo. Si avisabas, mantenías a raya a la gente normal que no se quiere meter en follones, que eran casi todos los de Sant Mena. Pero ellos, los chavales del 7ºC y la Laia, del A, no eran como las demás personas. Ellos se sentían diferentes porque estaban justo allí, en la fábrica abandonada de Can Baixeres. El Dani se venía arriba por momentos y el Míguel, viéndolo venir, pensó en llevarse a la Laia al callejón, para subirse a la ventana, como la otra vez, y hacerse el valiente.

—Ven. Es por ahí.

Pero el Dani, que lo veía todo clarísimo, los detuvo en seco.

—No. Esperar…

El Míguel se moría de rabia.

—Está cerrada, tío.

El Dani no le hacía ni caso. Estaba tratando de abrir la puerta.

—Que'stá cerrada, te digo.

Pero la Laia tampoco hizo el ademán de seguirle al callejón y el Míguel se tuvo que quedar mirando cómo el Dani bregaba en vano con la cadena y el candado. «Será imbécil, el tío». Su colega, sin embargo, logró abrir el candado (que no estaba echado) y quitó la cadena de un tirón, «shrrram». La puerta doble de la fábrica abandonada de Can Baixeres se abría ante ellos.

—Yo diría que no, tío.

—Guau…

«Grrriec», la Laia estaba flipando. La negrura del interior de la nave industrial era mucho más densa y pesada de lo que cabría esperar de cualquier ámbito privado de luz. Una suave corriente de aire que escapaba de las profundidades de la gruta le meció el cabello (la Laia peinaba media melena de cabello rubio, natural) y le anunció un pozo de tinieblas heladas. No se oía nada (ni el goteo de la sangre, ni el tintineo de las cadenas). Sentían, sin embargo, un ruido sordo (sordísimo) por debajo de la quietud y el silencio. Puede que fuese su propia vida, resistiéndose a entrar. El Míguel, que iba perdiendo por mucho, no se lo pensó dos veces, macho.

—Va. Vamos.

Y entró sin mirar atrás («ahí, con dos cojones»), pero dentro no había más que un abismo de oscuridad sempiterna. Aquello era la noche del infierno. El Míguel podría tener al propio Satanás en las narices y no lo habría notado. Temió seriamente, y de pronto, que le llegase una vaharada animal, de fiera enjaulada. Entonces echó mano de la linterna a pilas que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, «joder, joder, joder». Algo le decía que no iba a funcionar, que estaban perdidos, que no había nada que hacer. Hizo clic, «clic», y la linterna escupió un rayito de luz en mitad de la nada. No daba para mucho. «Y qué quieres, tío». Buscó el suelo, a sus pies. Vio unas manchas oscuras que debían ser de grasa o de polvo. Algo es algo, no? Por encima de su cabeza, intuyó que había enormes arcos de metal y, no lejos de su posición, columnas de hierro dispuestas sin ningún sentido.

Estaba vendido. El Míguel comprendió (más pronto que tarde) que tenía que asumir que, si cualquier cosa se proponía arrastrarlo al interior de la gruta para devorarlo vivo, no podría hacerle absolutamente nada. Estaba a merced de lo que fuera que hubiera allí dentro. Entonces, como un auténtico campeón solo ante el peligro, se volvió a sus compañeros y les soltó:

—Estáis seguros de querer entrar?

La Laia no podía estar menos segura de su mundo de engranajes perfectos.

—No.

—Y tú?

El Dani, «vale», había abierto la puerta, pero otra cosa muy distinta era cruzar el umbral. Respiró varias veces, muy hondo. Si daba aquel paso, dejaba atrás Sant Mena por más que la fábrica abandonada estuviese en Can Baixeres y Can Baixeres no dejase de ser un barrio del puto Sant Mena por nada del mundo. Luego miró la figura de su amigo Míguel, medio hundida en las sombras, y se dijo, «por la Laia», que él no podía ser menos.

—Va.

Y entró. Y, como cuando te tiras de cabeza al agua de la piscina, cerró los ojos y aguantó la respiración. La inmersión (aquel choque brusco entre la temperatura corporal y las condiciones del medio) era sólo un segundo. El Dani se cogió del brazo de su amigo y buscó desesperadamente a su alrededor. No vio nada más que un pedazo de suelo sucio a los pies del Míguel. Notó, sin embargo, que allí (en alguna parte) dormían antiguas formas del hormigón y del metal.

—No traes linterna?

—No (se m'ha olvidao).

El Míguel resopló. Luego se volvió a por la Laia.

—Dame la mano.

—Vale.

Pero no se la daba (por lo que fuera, la cría prefería no moverse del sitio).

—Hay algo?

—No.

—No se ve nada.

—No.

—Entro?

—Sí. Ven. Dame la mano.

Luego (luego de cruzar el umbral de la fábrica abandonada de Can Baixeres) se preguntó qué la había traído a la noche de la noche y no supo qué responder. Tenía demasiado miedo para juntar palabras con sentido. Sabía que quería probar a estar con aquel chaval, el Míguel, y que quería saber (de verdá) qué estaba pasando en su pueblo, pero, bajo ningún concepto, se había propuesto verse en una así. «Pero qué haces, joder». Su padre (dos y tres veces) le había explicado que el miedo era un mecanismo natural de defensa que favorecía la preservación de la vida. También le había dicho (si no las mismas veces, otras tantas) que el miedo era irracional y que, a poco que uno lo pensara, no había mayor motivo para creer en historias ni en fantasmas de ningún tipo.

La Laia se puso a echar cuentas en mitad de la negrura.

—No hay nada, no?

—No sé.

—No parece.

—Y tampoco se oye nada, verdá?

—No.

El Míguel no se había dado cuenta de que la Laia se le había agarrado fuertemente al brazo y de que estaban medio abrazados, los tres. Lo cierto es que el chaval no estaba para muchas historias. En aquel momento, tenía que mantenerse en alerta. Levantó el foco de la linterna y buscó un poquito más allá de sus pies. No vieron gran cosa. Había más suelo y más porquería por todas partes. El Míguel se acordó del colchón y de las velas de la otra vez y se propuso nadar en la oscuridad, en absoluto silencio. Quizá, si no los oían, pasarían desapercibidos.

—Es por allí…

—El qué, Míguel?

—Lo que vi.

Si el callejón quedaba a la izquierda de la entrada de la fábrica, ellos tenían que dirigirse en aquella dirección, poco a poco. No se separaron (es decir, mientras avanzaron en la tiniebla, siguieron abrazados, como si fueran uno) y la Laia, a fuerza de respirar miedo, se fue acostumbrando a estar bajo el agua (por negra y por fría que fuera). El mecanismo era simple. No había nadie (que supieran) y, por el momento, no les había pasado nada. Aquello no era más que una gran nave industrial largo tiempo abandonada, y estaba (al parecer) vacía. Si no había ninguna luz dentro, se debía a que sus ventanas estaban todas tapiadas (además, afuera, era de noche y los chavales de su pueblo, por entretenerse, jugaban a tirarle piedras a las farolas).

—Veis algo?

—No.

—No.

—No.

El Míguel sostenía que los huesos de muerto que habían robado del cementerio estaban allí, en algún lugar, así como las hostias consagradas que necesitaban para la misa negra que iban a realizar el día del sacrificio humano (más bien pronto). La Laia no se lo quiso discutir (en su momento, no sabía lo suficiente del caso, ni quería, por lo tanto, llevarle la contraria). Era un hecho que habían profanado la ermita y el cementerio del pueblo, pero no debía tenerle miedo a los restos mortales de una persona. No tenía sentido. «Mira los arqueólogos. Son sólo huesos, vale?». Su padre no le había explicado nunca que, en las cosas largamente usadas, queda siempre un remanente y, aún así, la Laia no creía en la existencia de los espíritus. Intuía, sin embargo, que resultaba difícil de creer que la voluntad de alguien pudiera apagarse así, de repente, con un simple «clic» (un simple «clic» y la persona que animaba unos huesos, de pronto, se extinguía sin más). Puede que fuese una bobada, pero la Laia creía entender que podía haber algo más que huesos en unos huesos (lo que no tenía claro era si debía temer a aquel algo por el hecho de estar muerto, como si lo muerto envidiase a lo vivo de forma sistemática). Las cosas no tenían por qué ser así. Si la voluntad lograba prevalecer en la materia de algún modo, nada tenía por qué hacerla cambiar de sentido moral después de muerta (como si el bien y el mal fuesen, a la postre, los polos opuestos de alguna fuerza misteriosa). La Laia obviaba a propósito el trance de la muerte (el hecho de saberte muerto cuando, pocos minutos antes, estabas vivo) porque la muerte era algo espantoso aunque natural.

El Dani, entre tanto, les estaba hablando.

—Ahí, tío… Enfoca'hí!

El Míguel apuntó con la linterna en la dirección que le indicaba el Dani.

—El colchón, tío.

—Y las velas, mira!

—Y mira!

Eran unas botellas vacías (sin historia, ni vida).

—Y eso?

El Dani no sabía decirle. La Laia, sí.

—Son preservativos usados.

—El qué?

—Condones.

—Ah…

Ni el Míguel ni el Dani sabían qué eran ni para qué servían los condones.

—Hay un montón, no?

—Sí.

La Laia (que no sabía qué era follar exactamente) sabía que allí habían follado mucho últimamente. Y que eran unos guarros. Sus padres, que también los habían usado en alguna ocasión, no los iban tirando por el suelo, normalmente. Ella sólo tuvo que recoger uno, una vez, de debajo de su cama (cuando le preguntó a su madre si ahora se dedicaban a jugar con globos, su madre, la Toya, le tuvo que explicar un montón de cosas relacionadas con la reproducción sexual de los mamíferos). La Laia tenía clarísimo que su novio (el Míguel o quien fuera) tendría que ponerse uno, un día, si quería estar con ella. Su madre le había mencionado algo de una píldora que «tomamos las mujeres» para no tener hijos, pero la Laia sólo se había quedado con la idea de que, para no pillar bichos, tenías que ponerte un condón.

Luego miró al Míguel y pensó si usarían nunca uno juntos.

—Y ahora qué, tío?

—Aquí no hay nada.

—Cómo que no?

—No, tío. Aquí no hay pruebas.

Si querían convencer a los mayores del peligro que corrían los habitantes de Sant Mena, necesitaban algo más que sombras, velas y condones usados. Mientras el Míguel seguía mirando a su alrededor en vano, el Dani estuvo a punto de soltarse de su brazo para encontrar algo por su cuenta, cerca del colchón. Entonces la Laia los mandó callar a todos.

—Quietos!

—Qué?

—Shhh…!

Había oído algo (no sabía si dentro o fuera de la fábrica).

—Alguien… Hay alguien.

—D-Dónde?

—Escucha…

Eran voces (fuera, en la calle). Unos chavales pasaban por el callejón, justo al otro lado de las ventanas tapiadas. Si se hubiesen asomado como el Míguel en su día, hubiesen visto una lucecita temblorosa en mitad de la negrura más absoluta y hubiesen soltado algo del rollo «ahí dentro, hay algo jodidamente inquietante, tío». La Laia se puso muy tensa de golpe. Preguntó:

—Quién son?

—Gente'n la calle, no?

Pero aquellos chavales hablaban mal. No se entendía gran cosa de lo que decían, pero sus vocecillas cascadas se acercaban directamente a la puerta principal de la fábrica abandonada de Can Baixeres.

—Qué dices, tío?!

—Adónde van?

—No sé.

—Tío, no son el Víctor y esos?

—Qué dices?!

—Qué hacemos?

—Nos escondemos?

—Dónde?!

—Va, va, va.

—Apaga la linterna…!

—No.

—No, tío.

—Que sí, joder. Apaga la puta linterna!

Y la Laia le quitó la linterna de la mano al Míguel y la apagó, «clic». Se quedaron a oscuras, en la nada del mundo inferior. Si no se movían, si no hacían ningún ruido, no los vería nadie (nadie que los buscase en el interior de aquella gruta). Se mantuvieron quietos, allí plantados. El Dani se cogía fuerte del brazo del Míguel y se daba la mano con la Laia. La Laia le daba la otra mano al Míguel y se apretaba fuerte contra su corpachón. El Míguel, mientras las voces («ahora sí») del Víctor, el Manolín y el Ruben se aproximaban a la puerta («nuestra única salida»), no sabía dónde meterse. Los tres miraban a la calle, a su espalda, y los tres vieron a tres chavales (unos repetidores del cole) ponerse en la entrada, a parlotear mierdas.

—Te la cargas, joder.

Y le soltó una colleja (el Víctor, al Ruben).

—Si yo lo'bía cerrao, tío. Te lo juro.

—Te lo'bía dicho, tío. Te lo'bía dicho y no m'hacías puto caso, tío.

—Ya lo siento, tío. Perdona, pero'ste…

—No me jodas, imbécil (como s'entere'ste, nos muele a palos).

—Echa la llave d'una puta vez, c'al final nos van a pillar… Ya lo ves.

—V-Voy.

El Ruben se sacó un llaverito de los tejanos y la Laia comprendió la primera que aquellos chavales, por la razón que fuera, tenían la llave que podía echarle el cierre definitivo al candado. Lógicamente, si cerraban la puerta de la fábrica abandonada de Can Baixeres con ellos dentro, no podrían salir por donde habían entrado. Estuvo a punto de gritarles («alto», «no cerréis», «estamos aquí»), pero algo (un cierto mecanismo que favorecía la preservación de la vida) le impidió abrir la boca. Aquellos chavales, aunque iban a su cole, no eran sus amigos. El Míguel le había contado con dolor que le habían pegado una paliza a su amigo Óliver (un chaval gordito del C) en la calle. Le había dicho, además, que ya no se pasaban casi nunca por clase. «Son chungos, tía. Son malos». Y la Laia, que no entendía gran cosa ni de buenos ni de malos, comprendió que era mejor no delatarse hasta que fue demasiado tarde. Los chavales habían cerrado la puerta con llave, cadena y candado y ya no se podía ni entrar ni salir de la fábrica (por más que algunos lo quisieran). Después se largaron, a sus cosas (sus vocecillas cascadas se perdieron calle abajo).

Los tres de dentro volvían a estar solos.

—No…

—No me jodas, tío.

—No, no, no.

—Y ahora qué, tío?

—Qué hacemos?

—No me jodas, tío.

—Vaya mierda…

—Estamos jodidos, joder.

—Qué hacemos?

—Sí, tío. Qué hacemos ahora?

—No sé, no sé.

—No sé, tío. Qué podemos hacer?

—No me jodas…

—Di algo, tío.

El Míguel estaba acojonado. No podía pensar. No podía salir de un problema matemático simple que le venía a la cabeza todo el rato. La suma era sencilla. Si allí iban a sacrificar a un ser humano dentro de poco y ellos no lograban salir, morirían todos inmolados a cuchillo. La aritmética de la operación era impecable y estaba llena de gritos, dolor y llantos. El Míguel no quería morir tan joven y no soportaba la idea de ver morir a la Laia o a su amigo Dani.

—Tenemos que salir d'aquí.

—Cómo?

—Está cerrado, tío.

—Qué hacemos?

—Tiene c'haber otra salida, joder.

—Qué?

—Por qué?

Por su vida. Porque no podía morir tan jóvenes, ninguno.

—Tenemos que'ncontrarla, tíos.

—Pero dónde?

—Por allí.

Y señaló al fondo (en dirección opuesta a la puerta principal).

—A mí no me suena c'haya nada'llí, tío.

—Tiene c'haber algo, macho.

—Piensa, tío. Acuérdate por fuera.

Pero el Míguel no podía pensar (si allí sacrificaban una vida y ellos no podían escapar a tiempo, estaban todos muertos). Comenzó a caminar hacia el fondo de la nave industrial y los otros dos, que seguían fuertemente cogidos entre sí, fueron con él (sin quererlo y sin tener claro qué querían en realidad). La oscuridad interior de la fábrica abandonada tenía para los chavales algo de la niebla de su puto pueblo. Era como si se espesara en la distancia. Las columnas de hierro emergían de la nada a poco más de un metro de sus narices y el sueño pesado de las cadenas (enroscadas en el suelo) pasaba a su lado como un rumor extrañísimo. La Laia fue la primera en darse cuenta de que iban en contra de la brisa subterránea.

—Nos estamos acercando…

—Eh?

—A… A eso.

—El qué?

—Qué dices, Laia?

—No lo notáis?

—El qué, Laia?

—El aire frío.

Era verdá. El Míguel y el Dani percibieron un cierto airecillo en la cara.

—Sí, tío.

—Sí.

El Dani se mojó un dedo y lo expuso a la oscuridad de la noche interior.

—Por allí, no?

—Eh?

—Sí.

—No es adónde íbamos?

—Sí.

—Sí, sí.

—Qué hacemos?

—Tenemos que salir d'aquí.

El cuchillo de inmolar vidas humanas era curvo y agudo, como los ángulos de menos de cuarenta y cinco grados que trazaban en clase de mates. El satánico lo clavaba sin pasión en el pecho de su víctima (le bastaba una sola puñalada para arrancarle el alma del pecho a quien quiera que fuera). El momento de terror máximo, a ojos del Míguel, estaba justo en el instante antes de sentir nada en la carne propia.

—Pero seguimos?

No podía pensar. Si no hacían nada, los iban a matar a todos.

—Sí. Tiene c'haber otra salida, joder.

—Por ahí?

—Sí, sí. Va.

Y siguieron yendo en contra de la corriente de aire frío. La Laia se convenció de que «menos, es nada». En aquella negrura tan absoluta, no tenían otra cosa a la que agarrarse, al final. El Míguel podía estar equivocado, «nunca se sabe», pero ni a ella, ni al Dani, se les ocurría nada mejor. Lo peor que podía pasarles era que topasen de morros con una pared sin puertas ni ventanas y que, después de todo, tuviesen que seguir buscando… Pero la Laia se equivocaba.

—Qué's eso?

—Una puerta?

El Míguel enfocó una gran trampa en el suelo. Tenía dos hojas, era pesada porque era metálica y no presentaba cerradura (ni cadena, ni candado). No daba a la calle (si descendía, no podía dar a la calle) y, por lo tanto, no les valía (si no los sacaba vivos de allí, no les podía valer). El Míguel (que no podía pensar en nada más que en la muerte de todos ellos) se forzó, sin embargo, a considerarla seriamente como una posibilidad de escape, pero aquello no podía conducir a otra parte más que abajo (más y más abajo).

—No la toquéis, vale?

—No, no.

El Dani no se lo calló. El aire frío salía de dentro (de muy abajo).

—Y si no hay otra salida, qué?

Aquella idea (abrir la trampa de par en par y descender al subsuelo de la fábrica abandonada de Can Baixeres en busca de la vida) pesaba una barbaridad. La opresión de los arcos de acero (en algún punto del techo, en el cielo de la noche interior) pudo finalmente con los doce añitos de la pobre Laia.

—Yo no pienso bajar, vale?

—Y si no hay más, qué?

—Yo no bajo.

El Dani sin el Dani no se estaba escuchando.

—Te quedarás aquí, tú sola?

—No.

—Entonces, qué?

—Yo no voy.

—No nos podemos quedar, Laia.

El Míguel se calló la otra parte de la suma, pero la Laia, que era más lista que ellos dos juntos, no necesitó invocar la imagen de un cuchillo curvo y afilado (ni los gritos, ni el dolor, ni los llantos de las víctimas, que podían ser ellos mismos) para sucumbir al pánico. Antes de que se le saltaran las lágrimas de los ojos, había echado a correr hacia la puerta por la que habían entrado.

—Espera…!

—Laia!

Pero la cría se había perdido en las tinieblas. La oyeron correr. Gritaba «ayuda» y gritaba «socorro» y gritaba «quiero salir d'aquí… ¡Por favor, c'alguien me saque d'aquí!» en medio de la nada más absoluta. El Míguel estuvo a punto de salir corriendo detrás de ella, pero, antes, miró un segundo a su amigo el Dani.

—Qué hacemos?!

—Buah, tío…

El Dani no podía quitarle el ojo de encima a la trampa del suelo. No es que no supiera que tenían que ir a buscarla, de inmediato. Tenía claro que, corriendo a ciegas por el interior de la fábrica, se acabaría haciendo mucho daño (si nadie ni nada la arrastraba al corazón de la gruta para devorarla viva, podía resbalarse con cualquier mancha del suelo y/o chocarse de cara con una columna de hierro). El Dani lo sabía y el Dani no deseaba que le pasara nada malo a la Laia (todavía la quería como el primer día), pero el Dani estaba como loco por abrir las puertas del subsuelo, chaval.

—Tenemos que bajar, tío.

—Qué dices, macho?

—Es la única salida. No lo ves?

—No, tío.

Pero lo veía exactamente con sus mismos ojos (no en vano, eran muy buenos amigos desde niños). El Míguel también estaba como loco por cruzar las puertas del infierno y bajar a investigar. Allí seguro que encontraban las pruebas que necesitaban. Allí estarían escondidos los huesos de los muertos y las hostias consagradas (y seguro que alguna cosa más). Allí podrían matar al dragón, de un solo estacazo. Pero, de otra parte, los gritos de la pobre Laia se le hundían como alfileres en el corazoncito y el chaval no podía estarse un segundo más sin ir tras ella, a la desesperada.

—Me voy, tío.

—Guay.

—Laia, espera!

El Dani se quedó solo frente a la trampa de metal, a oscuras. No le hacía falta verla. Estaba allí, a un paso. Si se agachaba, si la buscaba a tientas, podría abrirla sin problema. Aquel par tendría que volver tarde o temprano. Irían a la puerta principal y, después de aporrearla sin sentido, tendrían que volver a su lado, para bajar sí o sí al subsuelo de la fábrica abandonada de Can Baixeres con él. El Dani no pensaba reprocharles nada. Era normal. Ellos tenían que intentarlo, no?

—Laia?

El Míguel la había encontrado en algún sitio, llorando.

—Está cerrada, Míguel.

—Ya. Ya lo sé.

El Míguel la empujó, sin embargo. «Umpf». Nada. No la abrirían ni a empujones ni a hostias. Entonces oyeron ruido fuera. Alguien había empezado a trastear con la cadena y el candado. Del otro lado, sonaba el tintineo de unas llaves. «Ojo». La Laia bajó la voz y, en un susurro muy suave, le preguntó:

—Serán ellos?

—No lo sé.

El «clac» del candado fue definitivo. El Dani, desde la distancia, vio entrar la luz de la calle por la puerta principal de la fábrica. Era un brillo enfermo, de farolas de mierda. El Míguel y la Laia estaban cogidos otra vez entre sí (ella se había caído de rodillas al suelo y él se había agachado a ayudarla). Un hombre, o eso les pareció a los tres, se asomó al umbral. No lo veían bien (estaba al contraluz). Lo oyeron hablar con claridad, sin embargo.

—No se puede'star dentro (si él os ve, os mata).

El Míguel lo tenía visto del pueblo. Era el Kiko y era, a decir de todo el mundo, un loco inofensivo que andaba suelto por Sant Mena con los dientes rotos (los dos de delante). La Laia no supo cómo encajar las palabras de aquel perfecto desconocido. Eran un puro disparate (que nadie quisiera matarlos por el hecho de estar en un sitio, escapaba a toda lógica). Pero qué más daba, en aquel momento, lo que nadie pudiera decirles. Al fin y al cabo, ya podían salir de allí.

—Vámonos, va.

El Míguel asintió.

—Va, vamos.

El Dani estaba lejos y sin argumentos para meterse de cabeza en el agujero.

—Esperarme…!

Y salió disparado como cuando salía de una pesadilla demasiado vívida (debió de cruzar aquellos metros en menos tiempo del que tardó en cruzar la ermita de Santa Caterina). Era el último. Si nada ni nadie acechaba allí dentro, él era la única presa disponible (sabía de sobras que los habitantes de la selva se ponían una careta detrás de la cabeza porque «los grandes tigres sólo atacan al hombre a traición, por la espalda»). El Dani, «joder, joder, joder», corría por su puta vida. El Kiko le esperaba en la puerta con una sonrisa idiota en la cara. Luego de contarlo fuera, echó la cadena y el candado, «clac», y se volvió hacia ellos, a confesarles un secreto de amigo a amigo:

—Él me la dio.

Se refería a la llave, pero los chavales seguían tan asustados que no supieron qué decirle. La Laia volvía a cogerse del brazo del Míguel y el Dani, por no ser menos, se les puso detrás (muy cerca). Tenían mucho susto y mucho frío. Aquella tarde negra del veinte de diciembre de 1985, el último otoño del año se había propuesto helar las calles mucho antes de la medianoche.

—Pero tenéis que saberlo. No se juega con Satanás, vale?

—Qué Satanás?

La Laia se había revuelto sin pensarlo, como un resorte largamente preparado por la palabra y la ciencia de su padre, el Carles.

—Él.

Y señaló al interior de la fábrica y luego, meneando la mano muerta, se refirió al todo, a su alrededor, con una vaguedad insultante. La Laia estaba cansada y desconcertada. Aquel señor, si bien tenía cara de chalado, parecía muy serio y muy convencido a la hora de decirles aquellas chorradas que les decía (era como si una verdá superior les hablase a través de su boca, sin ningún pudor). Pero no podía ser que le hicieran caso. Aquello no tenía sentido. Ellos venían de pasar un rato muy malo y lo mejor que podían hacer en aquel momento era marcharse a casa, a descansar. La Laia, antes de despedirse y llevarse a los chavales del brazito, le quiso dar las gracias a aquel desconocido de todos modos.

—Gracias por sacarnos, eh?

Pero el Kiko no la escuchó. Al parecer, estaba atento a otra cosa en su cabeza. La Laia sentía que podía oírlo nadar. Eran algunas frases sueltas que le rondaban por la maraña acuosa de la sesera como anguilas hambrientas de sombra (él, por no quemarse vivo las manos, tenía que soltarlas antes de que fuese demasiado tarde). Por esa razón (la Laia creía comprenderlo) volvía a hablarles.

—Satanás…

Bajó la voz, no fuesen a oírle.

—Él es mucho más antiguo que los hombres, vale?

—Ya.

El Míguel y el Dani se lo creían todo. Aquel tipo (aquel puto colgado de los dientes rotos) no podía estar mintiéndoles después de lo que habían vivido dentro de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Tenía la llave. Tenía que haber visto cosas. Tenía que decirles la verdá verdadera, sí o sí.

—Porque hay algunas ideas, chiquitos, que son viejisísimas.

—Cuánto?

—Bufff… Más que los hombres y todo!

—Qué dices?

La Laia volvió a saltar cuando no quería otra cosa que largarse a casa. No era posible que las ideas precedieran de ningún modo a los hombres porque las ideas surgían con ellos y habitaban solamente en sus cabezas, las pensasen o no. Luego, antes de protestarle con un puñado de razones fundamentadas, consideró la posibilidad de que, con «hombres», el Kiko se estuviera refiriendo estrictamente a los seres humanos modernos (es decir, al sapiens sapiens, y no a sus antecesores, el homo erecto, el homo habilidoso y demás fauna). De todos modos, le repugnaba muchísimo la posibilidad de que Satanás (o lo que quiera que fuera aquello) hubiera podido poblar las noches del hombre primitivo.

—Lo has visto tú también, verdá?

Y la Laia, yendo más allá del hombre primitivo y del mono en la rama, albergó aún la posibilidad (en su cabeza) de que aquello que se acabaría llamando Satanás («d'alguna manera teníamos que llamarlo, no?») infestase la tierra de algún modo, muchísimo antes que ellos.

—Eh? A que sí, chiquita?

Y la Laia no quiso (ni pudo) llevarle la contraria al loco de Sant Mena.

Noche cerrada

A su espalda, detrás de la gasolinera, no había más que hierbajos, páramo y piedras (en algún punto, quieto en la sombra, se alzaba el antiguo castillo de los señores de Sant Mena). Todo aquello (hasta el pie de la montaña) era suelo de nadie. Si los edificios pertenecían a los vecinos, l'Anton se preguntaba a menudo quién reclamaba aquella otra tierra para sí. Estaba seguro de que habría una escritura en algún cajón (de algún despacho) que asignaría tal parcela a tal apellido (los constructores seguían al acecho del concejal de turno, ávidos de recalificación), pero lo que l'Anton quería saber de verdá era quién reclamaría la tierra para sí. Alguien, por fuerza, había poblado ese suelo antes que ellos y, si nadie lo habitaba, si nadie insistía en pisarlo a diario, lo normal era que su antiguo dueño (humano o no) volviera por sus fueros, a su espalda, detrás de la gasolinera.

L'Anton, que se había criado en calles de asfalto y cemento, cada vez que se había escapado al campo (a aquella tierra de hierbajos, páramo y piedras) había notado como que se metía en la casa de algún otro (aquel antiguo dueño, humano o no, que estaba por recuperar sus dominios). Hacía años, de hecho, que no paseaba por allí. No tenía ni tiempo ni ganas (y no quería, la verdá, molestar a nadie con su presencia). De niño, había ido mucho en bicicleta por el camino de tierra que sale del pueblo en dirección al castillo y los bosques, más allá. Tenía pensado volver algún día con sus hijos (si es que seguían vivos, todos ellos). Difícilmente nadie se habría acordado de Sant Mena a la hora de planificar un ataque nuclear masivo contra la Europa occidental, pero les bastaba con reventar todo lo demás y dejarlos morir de hambre y/o enfermedad. L'Anton era de la opinión de que no les faltaría nunca el pan. O sea, de que morirían antes abrasados por los vientos de radiación (si no se les caía la piel a tiras mientras boqueaban, se les pudriría la carne viva sobre el hueso).

Una gran oquedad sobre su cabeza (en aquella noche fría del veinte de diciembre de 1985) le llevaba a preguntarse qué espacio iban a surcar los misiles si no lo había. La posible desescalada armamentística que le había prometido el boletín de las once, en lugar de quitarle el miedo del esqueleto, le había anunciado que las ojivas nucleares de alcance medio-corto podían recorrer entre 500 y 5500 quilómetros de distancia (a él, le sobraban, por lo bajo, cinco mil cuatro cientos ochenta quilómetros de espantada). Estaban todos jodidos, por allí, en su pueblo. No había donde esconderse. A veces había soñado con cavar un hoyo muy hondo en el suelo para salvar a los suyos, pero, a las once y cuarenta y tres minutos del último viernes de otoño, le preocupaba (sobre todo) qué sería de los misiles si no tenían cielo que surcar. El paralelismo que le venía a la cabeza era simplísimo. Aquellos artefactos no estaban diseñados para pasar sus días aparcados en un silo subterráneo, sino para volar por los aires, pero, si no podían volar porque no había cielo, ¿qué otro cometido tenían en la vida?

L'Anton ignoraba cuál era su propio cometido en la vida. Sentía que él, y que todos sus coetáneos, habían firmado un contrato diabólico según el cual estaban pillados por los huevos a perpetuidad. La otra parte, llámese capital, democracia o libertad, no pedía apenas nada a cambio. Él era libre de escoger entre ir al trabajo o quedarse en casa siempre que la pagase. Podía elegir entre venderle su alma a una petrolera (como era el caso) o a una fábrica de velas (trece pagas al año y tres semanas de vacaciones en agosto). Podía barrer las calles del pueblo o recoger las basuras de los demás. Podía limpiar escaleras en negro o pasar frío (como era el caso) en una gasolinera solitaria de Sant Mena.

L'Anton no había sabido nunca cuál era su cometido en la vida, ni si lo tenía a la manera de los misiles. No recordaba que su padre le dijera nada en su día y, en el cole, muchos años atrás, nadie se había parado nunca a explicárselo (ni siquiera le habían contado si los hombres lo tenían al nacer o si se hacían con uno, el que fuera, de camino a la tumba). Quizá no fuese algo realmente necesario, después de todo. Quizá fuese algo impostado y fútil (algo así como otra cláusula del contrato de obligado cumplimiento). L'Anton, en cualquier caso, sólo era consciente (debido al peso de la carga) del esfuerzo que se veía obligado a realizar cada mañana para levantarse de la cama. A sus años, aborrecía como pocas cosas las muchas mentiras que se contaba para volver a intentarlo (una vez más, al menos). La mujer, la casa, los hijos y aquel puñado de oraciones obreras contra la desesperación: «Hay que trabajar, Anton», «que el hambre es muy mala», «que mañana nunca se sabe». Y los días más malos se repetía sin cesar «que, de algo, hay que vivir, macho» (todo, a la postre, para seguir tragando una noche más con la crueldad extrema de tener a nadie pasando frío para nada).

A las once y cuarenta y tres minutos, había decidido que se largaba del curro antes de la hora. Un calentón y varios misiles después, pasaban dos minutos de las doce de la medianoche. L'Anton picó con el dedo en el cristal de su reloj de pulsera. «No es verdá». No podía ser que sus preocupaciones, entre cigarro y cigarro, le hubiesen robado casi tres minutos de vida (porque, mientras se trabaja, no se vive). Buscó una respuesta en el asfalto del polígono industrial. Seguía siendo por la noche, tardísimo, y él todavía seguía en la gasolinera, parado como un gilipollas frente a la carretera. «Esto no'stá pasando». Se puso en pie, tiró la colilla al suelo y la pisoteó de mala manera. El reloj de pulsera insistía en su retahíla de ceros (cero, cero; cero, tres; cero, siete, cero, ocho, cero nueve y subiendo).

«Me cago'n mis putos muertos, joder», un coche subía lentamente por la carretera de Caldes. Los cojones iba a ponerle a nadie gasolina después de acabar el turno. Se palpó el mono en busca de las llaves, el tabaco, el mechero y pensó seriamente en esconderse detrás de un surtidor o algo. Si no lo veían, lo mismo pasaban de largo y, si no pasaban de largo y lo veían escondido detrás de un surtidor, quedaba («fijo») de subnormal para arriba. «Me cago'n la puta, macho». Podía echarse al monte (si pegaba una carrerita, se metía en tierra de nadie en menos de un segundo). Allí no lo verían. Estaba demasiado negro (también para él) y nadie en su sano juicio se iba a bajar del coche en plena noche para salir tras el gasolinero huido. Nadie en el mundo necesitaba tanto-tantísimo unos litros de gasolina. Nadie, salvo aquella panda de colgados.

Eran el Alex y compañía (era, al menos, un seat ritmo color ceniza entrando en la gasolinera sin reducir la marcha, ni poner el indicador). El número de la matrícula no le dijo nada. L'Anton apretó los dientes muy fuerte. Aunque el círculo se estaba cerrando, aún estaba a tiempo de largarse a casa. Pasadas las doce, no le debía nada a nadie, verdá?

—Qué pasa, jefe?

El Alex, aquella noche, parecía de buenas. Se había bajado del coche sin portazos ni hostias y, si la vista no le jugaba una mala pasada a l'Anton, le estaba como sonriendo (pero no era posible porque las víboras no se alegran de nada). Puesta frente a él, en mitad de la noche de Sant Mena, aquella mala bestia no se molestaba ni un poquito en disimular su burla hacia el mundo y los demás.

—Hola.

—Ponte tres taleguitos, anda.

Pero l'Anton no estaba dispuesto a moverse del sitio.

—Qué?

—Serán cuatro mil doscientas setenta y cinco pesetas, señor.

—Baja.

No se lo decía a él. El Alex se echó a un lado y dejó que saliese del coche una muchacha de pelo encrespado, muy estrafalaria en las formas. No era gran cosa vista de espaldas (aun menos al lado de aquel tipo tan corpulento y hosco), pero era joven y tierna.

—Que me meo toda, tío.

—Eso'stá cerrao?

—Está todo cerrado.

—Qué dices, pavo?

—Mea allí, joder.

—Allí?!

Se refería a un claro de luz, debajo de una farola, donde crecían unos hierbajos de mierda. «Que sí, va» (al parecer, el Alex ya había resuelto la ecuación que le planteaba el gasolinero). La muchacha corrió a la acera, se bajó las bragas y se puso de cuclillas. L'Anton le vio el culo gordo y blanco y se acordó (no sabía por qué) de la Rosa S., que seguía sentada dentro del coche, sin decir nada.

—Menuda guarra, eh?

L'Anton no quiso responder. Aquella noche no temería el filo de la navaja.

—Qué?

—Qué?

—Te mola o no te mola?

L'Anton no quería (por nada del mundo) entrar en su juego, pero acabó mirándole el culo a la muchacha otra vez. Era grande y burdo. La tía estaba meando en cuclillas y l'Anton, a pesar de todo, se la habría follado allí mismo (sobre la acera). Su mujer, la Pili, se parecía cada día más a su padre (a medida que perdía la carita de niña, le recordaba un poquito más al plomo de su suegro).

—Te la follabas o no?

—Pse.

Pse? El Alex le enseñó todos los dientes con otra de sus parodias.

—Te molan los chochitos, eh? Escucha…

E hizo como que bajaba la voz.

—Si yo se lo digo, ésa te come la polla aquí mismo.

L'Anton se abstuvo de expresar nada.

—Qué? Qué me dices, jefe?

No tuvo que pensárselo dos veces. Si le ofreciera el coñito de la Rosa S., le metía fuego a la gasolinera con ellos dentro y, si sólo le dejase verle las tetillas, metía la mano a ciegas en el nido de las serpientes que le dijesen. L'Anton, sin embargo, se calló lo que pensaba. Había algo monstruoso (muy sucio y muy feo) en el ofrecimiento de aquel tipo. Hizo que no con la cabeza. Muy a su pesar, tenía que rechazar aquella propuesta de dudoso gusto (pero lo hizo de tal manera que pareció como que no se creía nada).

—Quieres verlo?

—No.

—Que no?

—No.

La muchacha del pelo encrespado escupió unas palabrotas en contra del frío negro de las noches de diciembre. Luego se puso en pie y se subió las bragas por debajo de la falda (l'Anton no perdió detalle). Aquella criatura tenía unos muslos blanquísimos y un rostro inocente y risueño. No debía tener ni veinte años. Después de encenderse un piti, volvió de tranquis junto al Alex (por el camino, fue pisando en todos los charcos de aceite que pillaba). L'Anton, viéndola venir (tan suelta y tan golfa), se dijo que «fijo» que le pasaba por encima.

—Qué pasa?

—Hola.

Entonces se miraron a la cara por primera vez.

—Y'ste no nos vale?

—D'eso'stábamos hablando, eh? Este y yo (aquí, a nuestro rollo), casi habíamos acordao la manera de pagarle sus servicios…

L'Anton sentía que el círculo se cerraba a su alrededor como una trampa de dientes acerados.

—Se viene a la fiesta o qué?

—Te vienes?

—Qué fiesta?

—Una, mañana.

—A qué hora?

—No muy tarde, tío. No te pienses, eh?

—Yo trabajo por la tarde.

Y tenía una letanía de oraciones obreras bajo el brazo.

—Hasta qué hora?

—Hasta las doce.

La muchacha del pelo encrespado torció el morro.

—Y no te podrías escapar un rato?

—Lo dudo. Si viene algún cliente y no'stoy aquí, se me cae'l pelo.

—Vaya…

La muchacha del pelo encrespado rodeó el vehículo y se puso a su lado.

—Soy la Loli, cielo.

—A-Anton.

Estaban muy cerca. La boca le olía a fresa, tabaco y otra cosa.

—Y no te lo puedes montar de alguna manera?

—No (no sé).

—Mira que nosotras nos lo montamos muy guapo, eh?

Al decir «nosotras», l'Anton buscó de inmediato a la Rosa, dentro del coche.

—Esa? Esa's lo peor, tío.

—Ya.

—No t'imaginas lo marrana que se pone cuando la invitas a beber…

—Sí?

—Quiero decir cariñosa, eh?

—Ya (ya imagino). Y-Y qué se celebra?

—El invierno, no?

El Alex lo expresó de otra manera.

—Que la membrana'stá toda pudrida, tío.

—Eh?

—No lo hueles?

—No.

—Mañana te cuento. Ahora, ponte tres taleguitos, anda.

—Sí, tío, que nos tenemos qu'ir a por más hostias…

Eran cuatro mil doscientas setenta y cinco pesetas, señor. L'Anton se lo pensó dos y tres veces antes de abrir la boca para decir nada (según tenía visto, la Loli no llevaba sujetador debajo de la camiseta). No le costaba nada imaginar que la muchacha, a una voz del Alex, se pondría de rodillas y le comería la polla a cambio de unos litros de gasolina. No era un mal trato, después de todo. Los petroleros cargaban a diario miles de barriles de brent por el mar, así que quién cojones lo iba a notar, Anton?

—Lo siento, pero son cuatro mil doscientas setenta y cinco pesetas.

—Tú llevas algo, niña?

—Ni cinco duros.

—Y cómo lo'cemos?

—No sé, tío. Va, enróllate, no?

—Lo siento (no puedo).

—Sabes qué?

—Qué?

—Antes le decía a'ste que tú le ibas a comer la polla…

—Pero qué dices, tío?!

—Sí, joder. Le'staba contando que, si yo te lo mando, tú le chupas el rabo a quien sea…

—Pero qué coño vas diciendo de mí, macho?!

—Va, si'l tío'ste ya'staba babeando, eh?

—Qué ascazo, no?

—Eso no's así.

—No? Tú no querías?

—Yo no he dicho eso.

—Si la gasolina no's tuya, tío.

—Va, enróllate.

No hacía falta decir nada. Si se bajaba la bragueta, la Loli se pondría en cuclillas y le chuparía la polla sin más. L'Anton sólo tendría que abstraerse de los misiles nucleares, del cielo sin cielo y de la mirada de víbora del hijo de puta del Alex, al otro lado del coche. La Rosa (la puta Rosa S.) podría mirar lo que quisiera (a él, no le importaba). La Pili sólo era su mujer y estaba en casa, demasiado usada. Nadie (salvo la petrolera de los miles de millones de litros) iba a notarlo. L'Anton se negó a pesar de todo.

—No (lo siento mucho, pero no).

Pero aquello, en aquella noche cerrada del veinte de diciembre de 1985, no era una victoria (ni una proeza, ni una hazaña). No había ganado nada (de hecho, l'Anton sentía que había vuelto a perder). Una vez más, la derrota le mordía duro en la mollera. El círculo vicioso (expresado en la letra pequeña del contrato) seguía cercándole peligrosamente la vida, pero él era un hombre simple, de acciones deleznables. Por esa razón, miraba como miraba a la Rosa tras el cristal de la ventanilla del coche.