El misterio de Sant Mena

20 de enero de 1986

Mañana

La sala de reuniones era la forma que tenían de llamar al cuarto de los ratones en el cole porque no era verdá que nadie se reuniera allí dentro. El Míguel había estado una vez entre aquellas cuatro paredes y era un espacio cerrado, sin ventanas, al que tenías que ir sólo si la habías liado gorda. Como ya debía saberlo por otros, no le dijo nada al Dani. Desde que había estado de novios con la Laia, que no se hablaban igual. Su relación (aunque seguían siendo buenos colegas) ya no era la misma, así que se limitaban a estarse en el pasillo, apoyados en la pared, sin decirse nada. El Carles les había pedido que esperasen en la puerta de la «sala de reuniones» a la hora del patio.

—Yo no he hecho nada, tío.

—Ni yo.

Llegaba un punto en que el silencio se les hacía insoportable, «buah». Hacía un buen rato que todos los demás habían salido al patio y, al final, quieras que no, los dos chavales se habían quedado solitos en el pasillo de la primera planta (demasiado largo y oscuro para unos críos de su edad). Además, además, el Míguel no llevaba nada bien lo de las injusticias en el mundo (sobre todo, si tenían que ver con él). Desde lo de la fábrica, que no habían hecho nada malo, ni nada.

—Vaya mierda, chaval.

—Sí, tío.

Además, además, hacía un montón de días de aquello y no había pasado nada, al final. No tenían por qué decirles una mierda, a ellos. Habían ido en su tiempo libre, fuera del cole, y podían hacer lo que quisieran, no? El Carles, sin embargo, se lo había dejado bien claro desde el principio: «Si me entero de algo más, de lo que sea, llamo a vuestros padres». El Dani daba por hecho que su hija Laia, al final, había tenido que largarlo todo. Después de tantísimos días de callarse la boca, había acabado contando en casa su aventurita con los dos y, así, lógico que el Carles tuviese que picarles la cresta otra vez (aunque, en esta ocasión, fuese en serio de verdá).

—Vaya marrón…

—Tú no has dicho nada, no?

—Pues no.

Ya lo sabían, hostias. El Dani sabía que el Míguel sabía que ninguno de los dos había abierto la puta boca y el Míguel se temía, lo mismo que el Dani, que les iba a caer una bien gorda por haberse llevado a la Laia con ellos a la fábrica abandonada de Can Baixeres. Era normal. El Carles era su padre. Pero ella, joder, había ido porque había querido, chaval.

—Es tu culpa, tío.

—El qué?

—Si no se l'hubieses dicho, tío…

—Yo?

—Sí, tú.

El Míguel se calló la boca porque pensaba igualito que el Dani, chaval. Por más que le escociera la verdá, la Laia se había metido con ellos en la fábrica por su culpa únicamente. Agachó la cabeza (tuvo que agacharla) y el Dani aprovechó la ocasión para darle una colleja de hermano mayor, «plas».

—Va, tío, si ya da igual…

—Ya, joder.

—Pues entonces…

—Ya, tío.

El Míguel se encogió de hombros y el Carles apareció por la esquina del pasillo (alto, ordenado y cargado de autoridad). Llevaba una carpeta con papeles y cierta prisa o desazón. El Dani pensó que aquel principio de nervios no podía significar nada bueno para sus intereses (cuando lo habitual en aquel hombre era que respirase calma, como si hiciera vida en lo alto de una columna).

—Hola, hola.

—Hola.

—Ei…

—Perdonad, chicos… pero me ha surgido un pequeño imprevisto a última hora y… en fin. Todo bien?

—Sí.

El Carles sacó un puñado de llaves del bolsillo izquierdo de sus pantalones y procedió a abrir la puerta de la «sala de r uniones» (al menos, ese era el nombre que se le daba en el cartelito de la pared, junto a la entrada). De los tres, sólo el Míguel tenía claro lo que le había pasado a la e (vamos, como si lo estuviera viendo): algún cabroncete asiduo a las broncas de la sala, mientras esperaba su turno, tenía que haberla arrancado haciendo palanca con un tornavís de jugar al clavo.

—Pasad, por favor.

El Carles se hizo a un lado y el Dani siguió al Míguel de cerca, que el mamón ya se conocía el sitio y se había metido el primero sin preguntarlo, como un valiente. Aunque la sala era pequeña, su espacio lo ocupaba una gran mesa de madera y varias sillas (un montón de trastos viejos que habían sobrado de otros años). Al Míguel, que hubiera allí una mesa enorme, no le decía nada, pero, al Dani, que lo estaba flipando, lo dejó con la mosca detrás de la oreja (el umbral que acababa de cruzar no daba, ni de lejos, para tanto). El Carles, después de que hubiesen pasado, cerró la puerta y les pidió, «por favor», que tomaran asiento.

—Aquí?

—Sí, donde queráis.

—Vale.

—Y qué?

El Míguel miró al Dani y el Dani pensó simplemente en soltar «bueno, bien».

—Bien.

—Seguro?

—Sí.

—Sí, sí.

—Bueno. A ver, chicos… Necesito que me respondáis a… a una serie de cuestiones, ¿de acuerdo?

El Carles se detuvo en este punto y buscó la aprobación de los dos chavales. Ellos, que seguían esperando la llegada de la hostia con la mano abierta (en el sentido más ético del término), asintieron, «vale, vale». El Carles, su profesor de naturales, era capaz de las mayores lecciones morales. Abrió, sin embargo, la carpeta que había puesto sobre la mesa y sacó un cuadernito de cuero negro. Luego de buscar algo entre sus páginas, unas notas o así, se puso a repasar lo que había escrito. El Dani (que no había usado en su puta vida la palabra «desazón») siguió notando que algo no iba bien con el Carles.

—Qué pasa?

Luego de oírse hablar, se quiso dar un hostión en los morros (de los del puño cerrado), pero el Carles no dijo nada (como si no lo hubiese escuchado o algo) y siguió a lo suyo, repasando sus notas. El Míguel, a su lado, sí que lo miraba con cara de «pero qué dices, pavo» (que valía, en verdá, por «cállate la puta boca, mamón»). Y llevaba razón. El Dani sabía de sobras que, ateniéndose al código de los colegas, tendría que haberse callado y punto, pero no era menos cierto que aquella inquietud manifiesta en la persona de su profesor de naturales le ponía cada vez más nervioso.

—Ha pasado algo, Carles?

El Míguel le soltó un codazo en la ijada, «ouch», y el Carles levantó la vista de las páginas del cuaderno. «Eh…», el hombre tuvo que tomar un poco de aire antes de volver a estar plenamente con ellos, en la sala de reuniones.

—Sí. Sí que ha pasado algo, chicos.

—El qué?

—No os voy a mentir, chicos. No puedo. No sois unos críos, ya, y hay cosas que, aunque resulten difíciles de entender, suceden y… de algún modo, todos nosotros, tenemos que hacer por comprenderlas.

—El qué, profe?

—Hace una semana…

Después de todo, una semana seguían siendo 168 horas. En la cabeza del Carles, cuestión de disciplina, la operación era demasiado simple como para no enunciarla por enésima vez: 24 por 7 (las 24 horas del día por los 7 días de la semana), donde 7 por 4 eran 28 y 7 por 2, 14. Al 14 había que sumarle los 2 que te llevabas de la multiplicación anterior y el 16 con el 8 resultaban en las 168 horas de horror vividas en la cocina de los H. aquellos últimos siete días.

—Bueno, ya lo sabéis, no?

—Sí.

El Míguel se limitó a asentir, apesadumbrado.

—Bien. Necesito que me ayudéis, chicos.

—Cómo?

—Contadme todo lo que sepáis.

—De qué, profe?

—Quién de los dos estuvo en la ermita de Santa Caterina?

Ninguno dijo nada. Era un caso claro, de manual, y el código de los colegas también obligaba a guardar silencio aun en situaciones como aquella. La ley no escrita dejaba dicho que no podían delatarse los unos a los otros bajo ningún concepto porque, en cuanto uno abriese la boca, caerían todos y sería el fin de la pandilla.

—Esto es serio, chicos.

—Ya…

—Y bien?

—Yo.

El Míguel encajó bien la confesión del Dani porque, al fin y al cabo, no estaba señalando a ningún otro (más que a sí mismo) y eso, entre colegas, podía ser y estaba hasta guay.

—Tú no llegaste a entrar, Miguel?

—No, profe.

—Él no fue, profe.

—No, yo no'stuve allí.

El Míguel sabía que el Dani, lejos de reprocharle nada, quería echarle una mano quitándolo de en medio. «Buah, chaval», su colega era un tío muy legal (él casi seguro que hubiese hecho lo mismo en su lugar).

—Bien.

—Al final no pudo venir.

—No. No me dejaron.

—Está bien. No importa. No os preocupéis… Lo que yo quiero que me digáis ahora es por qué razón fuisteis a la ermita.

—No, si yo no fui…

—Ya.

—Él no fue, profe.

—Ya me ha quedado claro, chicos. Yo hablo de antes…

Antes de los desgraciados hechos de la ermita de Santa Caterina, en el conjunto de conocimientos del Carles sobre la materia, no había sucedido absolutamente nada reseñable en Sant Mena (ni luces en el cielo, ni estruendo de voces). Tenía marcado el martes doce de noviembre de 1985 como el primero de los días de actividad (conocida) del culto o grupo sectario que estaba detrás de los hechos recientes.

—De cuándo, profe?

—Lo que yo quiero que me digáis es por qué razón fuisteis a la ermita.

—Ya.

Y se quedaron callados otra vez.

—Y bien? Qué os llevó hasta allí?

—Bueno…

—El…

La verdá era que el puto Óliver les había comentado que habían «profumado» una iglesia del pueblo, pero el código de los colegas no permitía dar ningún tipo de nombre bajo ningún concepto, así que el Dani se la tuvo que jugar y, tirando de clase de lengua, elidió el sujeto (si es que se decía así) con una «impersonal», chaval.

—Sí. Nos dijeron que la habían profunao, profe.

—Sí. Y queríamos verlo…

—Sí, por dentro.

—Por qué?

—Bueno… Era chungo, no?

—Bueno, sí. Era por lo que'staba pasando…

—Sí. Por lo de la fábrica y eso.

—Qué fábrica, Daniel?

—La de Can Baixeres, profe.

—La fábrica abandonada?

—Sí.

—Esa, sí.

—Qué pasa con la fábrica, Daniel?

El Míguel no se pudo estar callado, que aquello era cosa suya.

—Pues c'hacían espirituismo, profe.

—Cómo?

—Espiritismo, profe.

—Espiritismo, decís?

—Sí, profe.

—Habían unas velas en el suelo, y eso.

—Nos lo contó'l…

—Sí, nos lo dijeron en el patio, un día.

—El qué?

—Lo que pasaba.

—En la fábrica?

—Sí.

—Sí.

Cada vez que el Carles pronunciaba la palabra «fábrica», tanto el Míguel como el Dani se ponían en guardia, como si la hostia (en el sentido más ético del término) estuviese a punto de caerles en mitad de la cara. Había momentos, sin embargo, en que el Dani tenía la sensación verdadera de que el Carles no sabía nada de su aventurita con la Laia en la fábrica abandonada de Can Baixeres.

—Y qué pasaba, chicos?

El Míguel miró al Dani y el Dani, sin decirle nada, quiso decirle a su colega que, a lo mejor, el Carles no se había enterado de lo de su hija Laia con ellos, chaval. El Míguel, como el Dani no le decía nada, se encogió de hombros, como preguntándole «qué pasa, tío», y el Dani, entre que se quería ir, que se agobiaba un montón, y que ya no sabía qué hacer, lo acabó soltando como mejor le vino:

—Pues que s'oían voces de muertos, profe.

El Carles no creía que aquellos dos chavales, dada su posición, estuviesen de broma. Anotó «voces de muertos» debajo de la última línea de su cuaderno de bocetos y, después de leerlo un par de veces, lo puso en duda con un gran signo de interrogación: «?». Respiró en silencio unos segundos. No podía negarles, sin más, su vivencia personal e íntima de las cosas. Quería exponerles de forma razonada los motivos por los cuales los cadáveres carecían de voz propia, pero antes (antes de cuestionar su peculiar visión del mundo material) tenía que bajar algunos escalones más, «sin falta». Si quería comprender realmente lo que estaba sucediendo en Sant Mena, debía someterse (aunque sólo fuera por unos minutos) a la suspensión total de su incredulidad.

—Dónde?

—En la fábrica.

—Dentro o fuera?

—El Óliver dijo que fuera.

«Mierda», ya estaba dicho.

—El Oliver?

—Sí.

—Él lo oyó?

—Sí, profe.

—Sí, pero fuimos todos.

—Ya. Y dónde sucedió exactamente?

—En…

—Sí, en el callejón que hay al lado.

—Sí.

—Vale. Y… vuestro compañero Oliver… os supo decir qué le decían?

—Los muertos?

—Sí.

—No bien, bien.

—Eran cosas malas, profe.

—Sí, como que…

—Como si quisieran coger la vida de los vivos, sabes?

—Entiendo. Está bien. Esto que contáis… Está bien, pero, chicos… todavía no me habéis dicho qué relación guarda la ermita de Santa Caterina con la fábrica abandonada de Can Baixeres. Es decir…

A poco que lo pensara, al Carles le costaba horrores no devolver las cosas a su sitio de manera inmediata. Aunque estaba de más enunciarlo, el Carles y su entendimiento no podían evitarlo. Ni había almas en pena por los rincones, ni cadáveres que pudieran asir nada por sus propios medios. Si consentía en escuchar determinadas cosas como profesor de naturales, se debía única y exclusivamente a la desaparición del pequeño Eduardo y su hermano Rafael.

—Nos pensábamos que habían sido los de la fábrica, profe.

—Explícate, Miguel.

—Pues eso, que nos pensábamos que ellos tenían la culpa de todo.

—Quiénes son ellos, muchacho?

—Los de la fábrica, los que hacían espi… espi…

—Espiritismo.

—Eso.

—Es que por las noches…

—Sí, profe. Allí pasaban cosas por las noches.

—Qué cosas?

—Rituales y cosas así.

—Entiendo.

—Cosas satánicas, profe.

—Cómo, satánicas?

—Lo pone en la puerta, profe.

—Sí.

Pero el Carles no había reparado nunca en las pintadas de los edificios viejos de Sant Mena y, hasta aquel preciso momento (las once menos tres minutos de la mañana del lunes veinte de enero de 1986), no había tenido nunca noticia de la gran cruz invertida que alguien había pintado a brochazos, de rojo sangre, en la puerta doble de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Fácilmente (tenía que admitirlo) la había visto un centenar de veces al pasar por delante y, sin embargo, no le había prestado nunca ninguna atención. Si se aplicaba unos simples gramitos de humildad, debía aceptar que vivía ciegamente para ciertos aspectos del mundo material (como si se hubiera puesto a propósito de espaldas a la sombra y a las ideas que pueblan la calle como auténticos fantasmas, «uuu, uuu»).

Noche

Tanto daba por donde caían el norte o el sur… Aquello era el puto Sant Mena. A l'Anton le valía con sentir la oscuridad de las montañas y los bosques a su espalda, joder. Delante de la gasolinera, no veía otra cosa que cientos y cientos de metros de asfalto y de cemento. Lo llamaban polígono industrial y lo habían ensuciado todo con la misma luz de farolas. Por encima de los tejados, por encima de los almacenes y de las fábricas, se esparcía una mancha difusa que simulaba algo parecido al cielo nocturno (cuando allí, en verdá, no quedaba nada). Aquel vacío, sin embargo, lo arrojaba a los pies de una ausencia mucho peor, que ya no tenía remedio. El Rafa no iba a volver por la carretera con su motillo, «reeem, reeem, reeem».

El horizonte lejano tenía la repugnante proximidad de las paredes de una caja de zapatos. Aunque no se daba cuenta, l'Anton tendía la mano al frente, en el aire, convencido de tocar el cartón del decorado con la punta de los dedos. Todavía le parecía mentira que no fuesen a fumarse otro piti juntos, «je, je». Viviría el resto de sus putos días sin volver a verlo. Tenía que asumirlo, «está claro», pero lo peor de su ausencia era ponerse por delante lo que le quedaba de vida e imaginarse que el Rafa no iba a aparecer de nuevo por allí, «reeem, reeem, reeem».

L'Anton se revolvía en su puesto. Todos los días (desde el pasado viernes) se había pateado el camino del castillo en busca de alguna tumba de pies torcidos y ropa polvorienta. Salía de casa a las dos y media de la tarde y miraba en las cunetas y en la umbría de los árboles del paseo. Tiraba patadas a las piedras y hurgaba entre los hierbajos. Había rodeado la antigua mole de piedra un par de veces, al menos. Nunca le había gustado aquella construcción. Desde que era pequeño, que le daba mala espina (con los años, l'Anton se había convencido de que sólo el que guarda muchas cosas necesita paredes tan gordas).

No era extraño que odiase su figura, después de todo, ni que, de vez en cuando, se sorprendiera deseando un pequeño temblor de tierra capaz de echarla abajo (si no un pequeño temblor de tierra, una tormenta cargada de furia, granizo y viento). Quería, desde que podía recordar, que la efigie monstruosa del castillo de Sant Mena desapareciera de su vista. En ocasiones, como en un rezo, llamaba a las excavadoras del mundo a comerle los cimientos. En ocasiones, mientras rebuscaba entre los matojos que se criaban a la sombra de sus muros, levantaba la vista del suelo y se preguntaba por los secretos que se podían esconder tras las puertas y ventanas del antiguo caserón (como si las piedras pudiesen guardar memoria de las cosas más terribles).

Él sólo pedía por el cuerpo de su amigo Rafa. A pesar del acero de la cadena y el candado, l'Anton había tratado en vano de abrir la verja de la entrada. Más de una vez, se había parado a mirar dentro, entre los barrotes. El lugar estaba ruinoso y parecía del todo cierto que la calamidad (como una víbora sedienta de vida) acechaba detrás de cada paso. Decían que el castillo tenía cerca de mil años de antigüedad y l'Anton no lo dudaba un segundo de su tiempo. Sentía en los huesos del tórax que las vigas de madera estaban a punto de quebrarse por la mitad, «crec, crec». Después de tantos años, si nadie se atrevía a entrar, le echarían toda una planta de escombros sobre la cabeza para sepultarlo vivo, al instante. No le costaba nada imaginarse una mano muerta entre los cascotes. Quizá el cuerpo del Rafa estuviese oculto en las catacumbas del castillo, más abajo.

Pero l'Anton no lo creía posible. Era demasiado peligroso colarse allí dentro. Si nadie se metía en las entrañas de la antigua mole de piedra, corría el riesgo de morir aplastado. O de algo peor (como quedar atrapado por un pie, hasta la inanición). L'Anton, sin embargo, miraba sus botas de trabajo y pensaba que el hombre o los hombres que le habían quitado la vida al Rafa, podían saltar una verja o reventar un candado si les daba la gana, sin ningún reparo. Nada les impedía esconder unos restos humanos en las catacumbas del castillo de Sant Mena. Aunque habían arrojado el cuerpo de la Loli a la riera, el cadáver del Rafa podía reposar allí debajo perfectamente.

Tendría que bajar a mirarlo. L'Anton, el domingo por la mañana, había llevado a sus hijos de paseo al descampado de la avenida de Terrassa. Después de haber buscado un par de días en el camino del castillo, pensó que podía acercarse un momento a mirar por la riera. Y estuvo buscando, de hecho, mientras sus hijos correteaban entre los coches aparcados, pero la vegetación, desde lo alto del barranco, le ocultaba el fondo de la cuestión. No bajó, sin embargo. Aunque estuvo a punto de llevarse a los niños cogiditos de la mano por la cuesta que se precipitaba hasta la riera, le pareció que los pequeños eran demasiado pequeños para lo que podían encontrarse de repente (el cuadro lo componían la peste y las carnes putrefactas del cuerpo de un chavalito, tirado entre las cañas).

Estaba decidido a volver solo, otro día. Si el Rafa seguía abandonado en una cuneta de la carretera de Caldes, alguien tenía que verlo al pasar en el coche, tarde o temprano. La Alba y la Carmen le habían jurado (con la boca pequeña) que no se meterían en líos. Mientras él echaba un vistazo aquí y allá, esperarían cada una en su casa, como dos buenas niñas. Tuvo que recordarles que aquello no era un juego, que acababan de matar a una chavala de sus años, «¿estamos?», y que aún no se sabía nada del Rafa, ni de su hermanillo, el Edu.

—Ya, tío.

Le daba muchas vueltas a la cabeza, pero no hacía una mierda, al final. Ni había encontrado al Rafa, ni se había puesto a buscar al pequeño Edu. L'Anton se ponía otro cigarro en la boca y se castigaba mirando los minutos que le quedaban en la gasolinera. En lugar de mover el culo, en lugar de largarse a otra parte a hacer algo útil con su vida, volvía la vista atrás. Pensaba en las cosas que no había hecho bien, como mandarle de una puta vez al Rafa que se dejara de hostias y no se juntara más con la chusma del pueblo, joder.

Vio subir la furgonetilla por la carretera de Caldes a las once y cincuenta y siete minutos de la noche. Aquel veinte de enero de 1986, a diferencia de otros días que pasaba de largo, puso el intermitente y paró en la gasolinera, a repostar. L'Anton apenas se revolvió en su puesto. Resopló de forma rutinaria, «venga, va, será por horas», y se puso en guardia, a ver quién venía. Era el vehículo de un tal Carlos, chispas de profesión. Aunque en el lateral se leía «Instalaciones y reparaciones Carlos M. Buenos servicios», l'Anton ya lo conocía de antes, de oídas. La gente del pueblo decía que trabajaba bien. El tipo que se bajó a saludarle después de aparcar, era un hombre cansado y vulgar, con bigotillo y cierto aire de formalidad.

—Hola.

—Hola. Buenas noches, caballero. Qué le pongo?

—Tres mil de súper, por favor.

—Vale.

El Carlos le abrió la tapa del depósito y se apartó a un lado.

—Gracias.

—Nada, hombre.

Y l'Anton se limitó a proceder con su deber de cada día.

—Frío, no?

—Quiere decir?

—No?

—No's para tanto… Al final, uno s'acostumbra a todo, no?

—No sé qué decirle, yo.

El Carlos vivía destemplado, últimamente. Se pasaba las horas del día pelando cables y ensayando la explicación que le debía a su mujer. Más pronto que tarde, tenía que decírselo: «Tere, t'estado engañando y quiero'l divorcio». Ninguno de los dos se había creído nunca sus excusas de mierda. No había ninguna empresa a las afueras de Sant Mena que requiriera de sus servicios durante el transcurso de la madrugada. El Carlos, en todo aquel tiempo, no había traído a casa ninguna factura, ni ningún albarán, porque no había nadie que pagara aquello «ni en negro, ni en blanco».

—T'acostumbras. Se lo digo yo.

—No sé si podría…

—No te queda otro remedio.

—Ya.

La Tere (el Carlos lo sabía) estaba jugando a las mentiras con él. Desde el principio, lo había sospechado todo y se lo había callado todo y tanto él como ella sabían que la Tere había estado tragando más de la cuenta y, al Carlos, que su mujer le viera las vergüenzas y no se lo echara en cara, lo dejaba hundido en la pura miseria. Era un tipo de lo más mezquino, que no se merecía el perdón de nadie. Sentía lástima por ella y, a su vez, quería dejarla tirada.

—Menuda mierda…

Ya no la soportaba a su lado.

—Perdone?

—No, digo todo.

—Sí.

Y los dos pusieron su pensamiento en la figura del pequeño Edu (mientras l'Anton se reprochaba no andar por ahí, buscándolo a todas horas, el Carlos no conseguía poner cara a dos de los cuatro miembros del culto diabólico que lo habían matado a sangre fría, en el transcurso de un ritual sucio, negro y perverso).

—No son buenos tiempos.

—No.

El niño estaba muerto. L'Anton tenía la costumbre de darle unos golpecitos a la boquilla del dispensador de gasolina, «plonc, plonc, plonc», antes de devolverla a su sitio, junto al surtidor. Luego de recoger la manguera, «esto ya'staría», miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las doce y un minuto y ya podía marcharse (por fin) a casa.

—Serán tres mil pesetas, caballero.

—Aquí las tiene.

—Gracias.

El Carlos le había dado tres billetes usados de mil pesetas y l'Anton se sentía horriblemente mal por querer meterse en la cama, a olvidar (había un no sé qué en la negrura del sueño que lo dejaba en paz por un rato).

—Ya'stá por hoy?

—Sí (yo sí).

L'Anton, en el rato de ponerle gasolina a la furgoneta, había contado hasta cuatro bidones blancos, sin identificar, en la parte trasera del vehículo y el Carlos, que lo había visto contar (al menos) dos veces, no dejaba de reprocharse que debería haber parado antes a repostar. «Antes y no después, huevón», pero, por nada del mundo, se iba a adentrar en la espesura del bosque con la aguja del depósito cerca del cero absoluto. La negrura de las montañas que apestaba la totalidad de las calles de Sant Mena de un tiempo a esta parte, seguía siendo mucho peor lejos del alumbrado general y lo último que necesitaba el Carlos en la vida era quedarse tirado en mitad de la noche.

—Cada trabajo quiere su hora. Y hay veces…

Ya lo sabía. Sus excusas habían sido siempre una puta mierda.

—Hay veces que se t'acumula la faena.

—Ya.

L'Anton no tenía claro si quería enterarse de nada.

—Y no puede'sperar a mañana, el asunto?

—No. Hay cosas que no'ntienden de horarios, verdá?

—Sí, es verdá.

Y los dos pusieron su pensamiento en las cosas que no hacían (y que estaban por hacer) en su puto pueblo. L'Anton estuvo a punto de decir algo (algo relacionado con la desaparición del pobre Rafa), pero se quedó callado. Estaba helado de frío. El Carlos echó la llave a la tapa del depósito y se subió corriendo a la furgoneta. Una vez en la puerta, justo antes de despedirse, «adiós, buenas noches», quiso preguntarle a aquel pobre desgraciado que se pasaba las horas allí parado, fumando, si había visto algo raro últimamente. A lo mejor, una noche de aquellas, había visto pasar un seat ritmo color ceniza por allí y podía decirle quién iba con el Alex y su novia de camino al cementerio.

—Adiós, buenas noches.

—Adiós, adiós.

El Carlos no soportaba la idea de conducir hasta los terrenos abandonados de Can T. debajo de aquella niebla malsana y espesa. Por más que buscaba sobre su cabeza, no veía sino una mancha difusa que simulaba algo parecido al cielo nocturno (cuando allí, en verdá, no debía quedar apenas nada, ya).