El misterio de Sant Mena

23 de abril de 1990

Mañana

Si la clase de las ocho era mortal cualquier día de la semana, los lunes podía ser lo peor. Aunque una estuviera muerta de sueño y no se enterase mucho de nada, en el fondo, ponerse allí otra vez, a escuchar a la D., «no más tarde de las ocho y cinco», te revolvía el ánimo porque te estabas forzando a hacer cosas que no tenías ninguna gana de hacer tan temprano por la mañana y, cuanta más presión te metías por tenerte allí sentada, escuchando a la D., más te rebotabas porque te dabas cuenta de que te habían puesto en la fila de las cosas, eh?

—Qué fila, tía?

Aunque lo veía claro en su cabeza, la Laia no sabía cómo expresarlo bien bien. Y eso que no tenía sueño, eh? Aquella mañana del lunes veintitrés de abril de 1990 estaba más despierta que en todo lo que llevaban de curso, vale? Miró a la Montserrat D., parada frente a la pizarra con la cara de siempre, de tía estirada, de tía mal follada, y pensó una manera de explicárselo a la Eli, para que lo entendiera, pero le venían a la mente cadenas de montaje y cosas por el estilo. En lugar de palabras, veía delante de sí como un horizonte de chimeneas industriales y un mogollón de gente metiéndose dentro de las fábricas, por las puertas negras, igual que si fuesen bocas que se los fueran tragando, sabes?

—No sé, tía. Es como si no nos perteneciéramos, ya.

—Pero qué dices ahora, tía?

La Eli había hablado un poco menos bajito de lo que tocaba y la Montserrat D. tuvo que pegarle un toque de atención al instante: «ep, va». Sí. Perdón. Las dos se tuvieron que callar un momento la boca. La Eli no llevaba nada bien lo de no ser una buena niña a todas horas. Abrió corriendo el libro por la página que les habían dicho, la veintisiete ó la veintiocho, y siguió con todos los demás el camino cuesta arriba que conducía, «poc a poquet», hasta la ermita triste de la montaña. La Laia pasó mucho de la Mila y sus neuras de mierda. Estuvo a punto de ponerle una notita a la Eli, en plan «tienes que venir conmigo a un sitio», pero se lo acabó susurrando todo cuando la profe se puso a leer en voz alta no sé qué rollo de un desierto azul.

—Adónde?

—A una inmobiliaria.

—Dónde dices?

—Un sitio, tía.

—Pa'qué?

—Pa…

La D. se había quedado callada y las estaba mirando otra vez, rollo «se puede saber qué pasa ahora». Nada, joder, que las habían vuelto a pillar. La Laia tuvo que disculparse, «ya paro», y la D., como la vio con ganas de charlar, le pidió «por favor» que siguiese ella con la lectura:

—Sí, sí. Por dónde era…?

La Eli le puso corriendo su libro delante. Le señalaba con el dedo, «aquí».

—Ah, sí. Perdón.

Y la Laia repitió en voz alta las tres últimas líneas del primer capítulo: «Quina solitud! —murmurà, aterrada, i sentint que el cor li devenia, d'improvís, tant o més obac que aquelles pregoneses», pero la verdá era que lo había leído sin enterarse mucho de lo que ponía, ni de lo que había dicho. Luego la D. preguntó a la clase no sé qué de la simbología de no sé qué parajes inhóspitos y la Laia, como vio que la cosa no iba con ella directamente, se puso a escribir «tienes k venir conmigo xra hablar con 1 tía». La Eli se encogió de hombros, «qué tía», y la Laia puso «1» justo debajo, pero, claro, así no se respondía a casi nada en la vida. Señaló el uno con un círculo y, después de pensarlo un momento, abrió un paréntesis y puso dentro «la Concha». La Eli hizo un «no sé quién es» con la boca, muy claro, y le soltó un «pa'qué» mudo de la hostia que la Laia pilló al vuelo, sin problemas. Volvió de nuevo a la página en blanco de su libreta y apuntó, a toda prisa, «el otro día hablamos n la librería del viejo M».

—Sí? Y qué?

La Laia tuvo que regañarla, joder. Más bajito, tía. Por suerte, la D. les seguía hablando a todos de la importancia del viaje al principio de las novelas y de no sé qué rollos homéricos que se repetían en la literatura «desde el principio de los tiempos». Pues vale, pava. Apuntó, con letra más redonda que antes, «q era xungo». La Eli le pilló el boli y escribió un signo de interrogación debajo, a lo que la Laia respondió «él» en letras minúsculas. La Eli puso «xq?» al lado y la Laia, mientras negaba con la cabeza, escribió «x eso quiero hablar con la tía sta tarde».

—Vale.

«T vendrás conmigo, x favor?».

La Eli asintió sólo un poquillo justo antes de poner la cara de susto, tía. La profe estaba allí. Ya iban tarde. La Laia, joder, no estuvo a tiempo de esconder la libretilla debajo de la mesa cuando se la cogió la puta Montserrat D. con bastante cara de mala leche: «qué mañanita que llevamos hoy las dos, eh?».

Hora del patio

Los cuatro se habían esperado a que saliese todo el mundo, al pie de las escaleras que llevaban a la segunda planta. El interior del viejo edificio de la escuela, cuando se quedaba quieto, daba mucha grima (por grande, por vacío y por viejo), pero los cuatro amigos habían estado en sitios peores últimamente y, si tenían que aguantarse un rato, aguantarían. De todos ellos, el Sergio L. era el único que no llevaba bien el silencio sordo de dentro (como si las voces de los críos en el patio no pudieran nada con los huecos de los pasillos).

—Va, quién va?

—Vas tú?

—No, yo no. Que vaya éste.

—Yo? Yo no, tío, el Enri.

—Y por qué yo?

—Es cosa tuya, no?

—No, tío. Es de todos.

—Pero l'has dicho tú o no?

—Sí.

—Pues venga, vas tú.

—Que no, tío. Que vamos todos y ya'stá.

—Los cuatro de golpe?

—Sí, joder. Como siempre, no?

Cambiaron miradas un momento y, aunque lo de presentarse los cuatro de golpe en el despacho de los profes estaba lejos de ser la mejor opción, estuvieron de acuerdo en no joder a ninguno en concreto enviándolo solito a la aventura. Aún así, uno tenía que dar el primer paso y uno tendría que llamar luego a la puerta y, cuando se le preguntase que qué quería, tendría que dar la cara y hablar por los cuatro, no?

—Va, no?

—Va, sí.

Y tres de los cuatro se pusieron a mirar al Enri y el Enri se tuvo que morder el labio de abajo para no decirles lo que pensaba de ellos en aquel momento. Chistó fuerte en vez de soltar una palabrota y se puso en movimiento sin darle más vueltas al asunto, «va, joder, va». La puerta del despacho de los profesores estaba justo al lado del pie de las escaleras, así que no era para tanto, no? Cruzó la entrada del vestíbulo y picó tres veces en la puerta del despacho, «pom-pom-pom».

—Muy flojito, no, tío?

—Haber llamado tú.

Les abrió la Carme con un vasito de café en la mano.

—Qué, chicos? Qué pasa ahora?

De primeras, ninguno dijo nada, pero el Enri ya se lo sabía de antes: si uno daba el primer paso, luego tendría que llamar a la puerta y luego, joder, tendría que dar la cara por los cuatro.

—Está el Carles?

—Sí. Queréis hablar con él?

—Sí, por favor.

—Ara le digo que estáis aquí, eh?

—Sí. Gracias.

La Carme se metió para adentro con su cafetito caliente y los tres cabrones aprovecharon la ocasión para hacer piña con el Enri (es decir, que cerraron filas a su espalda). Estaba claro que le tocaba hablar a él. Los otros tres no iban a decir ni mu hasta que lo vieran todo más clarito. El Carles (aquel hombre tan alto y enjuto) se les plantó delante, en el umbral de la puerta del despacho, y los miró con cara de qué habrán hecho éstos mamones, ahora.

—Qué hay, chicos?

—Hola, profe.

—Hola.

El Enri lo miraba para arriba, al contraluz, y se quedaba como mudo, joder.

—Y qué?

Pues muchas cosas, profe. El sábado habían bajado a la cripta de los muertos y habían visto una cosa chunguísima que él, el Carles, tenía que ver con sus propios ojos para que se la pudiera creer, vale? Luego, si iba con ellos y la veía, se lo creería todo y ellos podrían decirle todo lo otro que habían pensado antes: el niño del pozo más la mujer muerta más la cosa chunga de la capilla más el gusano blanco más el perro rabioso más la sombra del camino (sobre todo, la sombra del camino, tío).

—Ha pasado nada, chicos?

—No. Bueno, sí.

—El qué?

—Qué pasaría si hubiéramos visto algo?

—Algo? El qué, Enric?

—No lo sé. Bueno… sí.

—Bueno qué?

—Era como una telaraña tope de grande, profe.

—Ya. Y no serían muchas telas de araña juntas, Enric?

—No. Bueno… No creo, no?

—Era una sola, Enric?

—Sí. Yo diría que sí, profe.

—Y cómo sabes que no eran muchas?

No lo sabía. No podía saberlo, joder.

—Pero's que'ra una sola, profe.

—Ya.

—En serio, eh?

—Sí, sí. Sabrías decirme qué tamaño tenía, más o menos?

—Buah… Asín de grande, lo menos.

Y el Enri extendió los brazos todo lo que pudo, en distintas direcciones.

—Tan grande, estás seguro?

—Sí, sí. O más, eh?

—Y dices que no eran más de una?

—No, no.

—Vale.

El Carles se pasó la mano por la barba.

—Dónde la viste?

—En un sitio.

—Qué sitio, Enric?

—Uno, profe.

—No me lo quieres decir?

El Enri se calló la boca. La bronca, en aquel punto, podía ser monumental.

—Ninguno de vosotros?

Qué va, tío. Los otros tres se pegaron aún más a la espalda del Enri, pero, claro, en aquel vestíbulo sin muebles del edificio viejo del cole, no había dónde esconderse, que digamos. El Carles (que seguía al contraluz) dio un pasito al frente, hacia ellos, y ajustó la puerta a su espalda para que no los oyeran desde dentro. Luego, puesto bajo el mismo fluorescente, bajó un poquito la voz.

—Si no me decís el lugar, no os puedo ayudar, chicos.

Los cuatro asintieron, en silencio.

—Entendéis lo que os digo?

—Sí.

El david asomó a un lado del Enri.

—Bien. Dónde estaba esa tela de araña que me decís?

—En una cripta, profe.

—Una cripta?

—Sí.

—Sí, profe.

El Sergio L. no necesitaba asomarse. El Carles era un buen tío, vale?

—Puede saberse dónde demonios os habéis metido, chicos?

—En la cripta de los muertos.

—La cripta del castillo.

—El castillo de Sant Mena, profe.

—Ya.

—Estaba ahí abajo, eh?

—Sí, en el fondo de todo.

—Sí, profe. Estaba pegada al techo.

—Y l'habían roto por dentro.

—Como los capullos.

—Sí, profe. Quiere decir los capullos de seda, como los gusanos.

—Igual.

—No, igual no.

—Bueno, igual no… Pero se parecía mucho, eh?

—Sí (eso sí).

—Vale.

El Carles alzó una mano y los cuatro se quedaron callados otra vez.

—Está bien, chicos. Primero necesito saber por qué razón os metisteis ahí.

—Bueno…

—Teníamos que averiguarlo, no?

—Sí. Teníamos que saberlo si era verdá.

—El qué?

—Eh…

—Una cosa, profe.

—Qué cosa, David?

—Bueno…

—Son unas cosas que'staban pasando, profe.

—Sí, por el pueblo.

—Y teníamos que mirar en la cripta.

—Para saberlo, eh?

—Porque ahí podían haber más cosas, no?

—Sí, tío.

—Ya, ya. Mirad… No podéis volver a bajar a ninguna cripta, vale? Es peligroso. Las criptas son lugares insalubres por definición y… El castillo de Sant Mena está ruinoso, chicos. Está por caerse, vale? Si nadie hace nada a tiempo, que lo dudo, un día se vendrá abajo y os podría pasar cualquier cosa estando allí. Está claro?

—Sí.

—Sí, profe.

—Vale. En cuanto a vuestra tela de araña…

—Qué?

—Qué? Pues que os sorprendería saber la grandísima cantidad de secretos que esconde la naturaleza. Yo no quiero dudar de vuestras palabras en ningún momento, chicos, ni pienso contaros que habéis visto cosas que no son, vale? Pero la vida toma formas insospechadas, chicos. Os podría hablar, no sé, de ciertos organismos que se agrupan en colonias y que, juntos, son capaces de… de tejer como grandes telas de araña, comprendéis?

—Sí?

—Sí. Hay especies de arácnidos que viven en grupos, como en sociedad.

—Pero por aquí?

—No, que yo sepa, pero es que nosotros, los seres humanos, aún no lo sabemos todo, eh?

—Y podrían ser unas arañitas, entonces?

—No lo sé, Sergio. Tendríamos que verlo con detenimiento. Verlo y estudiarlo después, sí? Las cosas… La ciencia requiere de un examen adecuado y preciso. No se ha conocido el narval, por poneros un ejemplo, porque los marineros hablasen de él, sino porque, gracias a sus relatos, se buscó y se capturó a un ejemplar vivo.

—Qué's un narval?

—Un tipo de cetáceo, David.

—Ah.

—Pero entendéis lo que os quiero decir, chicos?

—Sí, profe.

—Que podrían ser muchas arañitas en lugar de algo grande, no?

—No, tío. Que no se sabe nada.

—Sí, tío?

—Sí, claro. Que tendría d'investigarse más, no, profe?

—No, Sergio. Lo que yo digo es que no podéis volver a meteros en el castillo, está claro?

Los cuatro asintieron a la vez. El Carles no estaba de broma, eh?

—Y la telaraña, qué?

—Qué le pasa, David?

—No hacemos nada, ya?

—No. Vosotros, desde luego que no.

—Ah, vale.

—Os ha quedado claro, chicos?

—Sí.

—Sí, sí.

—Enric?

—Sí, profe.

—Y tú, qué tienes que decir?

El A. podía habérselo callado, pero no quiso (o no pudo o no le dio la gana).

—Y'l túnel qué?

—Qué túnel, Sergio?

—Uno c'había, profe. Debajo de la telaraña to'tocha.

Y el Carles notó un aire súbito, un aire que no aire que le subía de ninguna parte, por los pies. Era una corriente fría y oscura, como el recuerdo descolorido de otro tiempo, que le erizaba los pelos de la nuca. Tenía, de pronto, ganas de salir corriendo.

Tarde por la tarde

El Paco abrió su agenda de piel negra por la E (así, en mayúscula) y dejó la pluma (una estilográfica-to-guapa que le había regalado su mujer, la Merche, con su propio dinero) suspendida en el aire, justo en frente del papel. Había un rumor grave por debajo del silencio de las cosas. La maquinaria, ya sabes, que no para nunca. Miró a la cara de las crías que tenía delante por ver si notaban algo, igual que él, pero debían de estar medio bobas con la edad porque no se enteraban de una mierda. El Paco forzó una sonrisa (como tantas otras a lo largo del día) y preguntó por preguntar:

—Me has dicho Elisabet?

—Sí.

Y apuntó «Eli» junto al número de teléfono que le había dado la cría un momentillo antes. Estaba por echar la llave de la oficina y liar una gorda, los tres. Cualquiera sabía que dos guarrillas mamándola eran mucho mejor que una sola. Lo pensaba a voces, por si les llegaba a los oídos, mientras hacía que sí con la cabeza, muy serio. El delito estaba en no pasarles por encima, joder. Levantó la mirada un segundo y vio otra vez lo que ya tenía visto: estaban hechas, al punto. Cualquier tío con ojos en la cara se las follaría sin preguntarles antes por la fecha de nacimiento, que no?

—Vale. Pero si yo llamase nunca a'ste número me lo cogerías tú, no?

—Sí, claro.

—Quiero decir… No serás una d'ésas que se pasan el día colgadas del teléfono, hablando con el novio, no?

—No, no. Yo no.

—Si no tiene novio…

—Ah, no?

—No. Si no quiere…

—Y eso?

De pronto, la Eli no sabía cómo ponerse frente a él y el Paco salivaba en secreto, como un chucho hambriento. La Laia, la otra chavalita, tenía aire de fresca y la lengua muy larga. Le daba bastante igual si su amiga le ponía cara de «te voy a matar, cabrona». Ella prefería mirar al Paco, a aquel hombre de mundo sentado en el butacón de su despacho, para hacerle ver que la Eli, su amiguilla del insti, aún seguía con miedos y hostias por la vida, sabes que te digo?

—Estoy bien así, vale?

—Claro que sí. Ya tendréis tiempo para novios, eh?

La Eli estuvo a punto de encogerse de hombros, pero resolvió no contarle nada más de su vida a un extraño que acababan de conocer hacía menos de cinco minutos. El Paco le buscó la carilla de niña asustada y le entraron ganas de abrazarla y de quedársela para él. Si se lo proponía, si le dejasen, podía introducirla en el mundo de la carne de poco a poco, de una forma muy natural. Porque el joder, joder, era naturalísimo y, con una cría tan sensible como la Eli, había que andarse con muchísimo cuidado.

—Piensa que la mayoría de los chavales, a vuestra edá, son todos unos brutos que no saben nada.

—A que sí?

El Paco se interrumpió para mirar a los ojos de la Laia, detrás de las gafillas, y estimó en apenas unas décimas de segundo qué cosas no habría probado ya una cría tan despierta como aquella. Empezó a asentir, «ajá», para que no lo pillasen calculando (o, mejor dicho, deteniéndose en los detalles). Se estaba poniendo muy burro. Pero la ternura de la Eli le tiraba mucho más que el tipín fresco y delgado de su amiga Laia. No se fiaba una puta mierda de las listillas. Le daban demasiadas vueltas a las cosas y ponerse a comer polla no puede llevarte tanto tiempo, al final.

—Yo sólo digo que no hay prisa, eh?

—Ya.

—Cada cosa requiere su tiempo. Así que…

Pero la fantasía, al Paco, lo había desbordado en un momento de nada, como un borbotón de magma candente que le hubiese llenado la cabeza de golpe: si dispusiera enteramente de la Eli sin que nadie lo supiera, ¿cuánto tardaría en follársela? ¿Cuánto sería capaz de aguantar sin tocarla como realmente deseaba? ¿Cuándo se cansaría del juego para poder matar las ganas de dentro a fuerza de pollazos?

—Que qué?

—Que no tengáis prisa, chicas. Tenéis toda la vida por delante, eh?

—Sí, bueno…

Y, cuanto más dudaba la Eli en su inocencia, más sed le entraba al Paco de profanar no sé qué suelos. Joder, macho. Los términos iban desde el mancillar hasta el destruir, pero el Paco (con el «cre-cre-cre» de la maquinaria de fondo) daba por bueno (o muy bueno) que un hombre pudiese desear a una criatura como la Eli como a pocas cosas en la vida. Era natural, vale? Además, que la chavala era muy bonita y, si no la forzaba para nada, porque los dos querían, porque se ponían de acuerdo, porque todo se podía hablar, podían llegar a pasarlo muy bien juntos, eh?

—Pero que no se puede ir con tanto miedo, tía.

—Que ya. Que no…

—No seas mala tú tampoco.

—No, si yo…

—Ya, ya. Tú déjala'star, que cada uno va a su ritmo, eh que sí?

—Sí.

—No hay que forzar las cosas, digo. Que, al final, todo llega.

El Paco hizo por sonreír de buen rollo, pero hacía rato que les venía sonriendo de otra manera. Una muy distinta. Tenía claro que, en otras circunstancias, habría echado la puta llave de la puerta de la oficina y les habría enseñado algunas cosas a las dos chavalitas sobre lo que era un hombre de verdá. Porque, según lo que había leído últimamente, la libertad que proponían «los auténticos satánicos» no tufaba a caza de brujas por pensar verdades como puños, eh que no, Paco?

—Bueno…

Por el momento, era mejor dejarlo allí.

—Que no's quiero aburrir más, yo. Ya'stá de dar la chapa, no?

Pero es que las chavalitas ya estaban hechas, al punto, y no era asunto de nadie si él tenía más o menos ganas de pasarles por encima una ó mil veces, vale?

—Pues nos vamos.

—Sí.

—Vale.

—Se lo dirás a la Concha?

—Sí, claro. Yo la aviso en cuanto pueda de c'habéis venido, eh?

—No t'olvides, vale?

—No, tranquila.

Y salieron las dos p0r la puerta, «adiós, adiós», y el Paco se quedó a solas con su hambre de perro flaco, que escarba en las basuras. Cerró la agenda con ganas de abrirla. Lo último que le apetecía en la vida era encerrarse en casa, con la puta Merche. Cogió el teléfono y marcó un número sin pensarlo demasiado. El trabajo era el trabajo, macho. Después de cuatro tonos, alguien descolgó el auricular al otro lado, pero no dijo nada. El Paco respiró hondo antes de continuar con su parte:

—Se acaban de ir. Las dos.