El misterio de Sant Mena

23 de marzo de 1989

Todo lo demás daba igual, macho. Las cuencas vacías de la fachada o la penumbra pegajosa del pasillo, justo antes de bajar al sótano, no importaban una mierda en aquel puto momento. Podía tener la piel sucia de hollín y de moho y podía tener unas ganas horribles de vomitar sombras, pero todo aquello, macho, se quedaba en nada frente al horror del pozo. El Javi O. se sacudió el asco de los hombros, como si estuviesen sucísimos de cenizas y como si los manotazos que se daba, «plam-plam-plam», pudiesen nada contra la memoria reciente. Ajjj, pavo. Lo suyo no tenía remedio, colega, porque iba todo por dentro.

Podía notarlo. Le bajaba por la garganta, igual que un vaso lleno de babosas. Había llegado al pozo que había en el sótano del caserón en ruinas de Can T. a media mañana y lo había mirado a la cara porque sí. Porque no se creía los rollos del Carlos y de los otros tíos. Porque tenía que verlo con sus propios ojos, macho. Le habían contado muchas veces que los problemas de Sant Mena se habían acabado la mañana de aquel seis de febrero de 1986, en la entraña negra de la masía, pero el instinto, joder, le decía todo lo contrario todos los putos días del año. El Javi O., desde entonces, se había tragado las ganas de hacer algo por su cuenta y, a juzgar por la náusea que le inundaba la calavera, más le valdría no haber hecho nada, hostia puta, nen.

Se lió a hostias con el volante de la furgonetilla, «joder, ya». Seguía aparcado a un lado del camino, en medio del bosque, junto a los terrenos abandonados de Can T. (donde la otra noche). Seguía donde siempre, con el mismo puto jeto de todos los días. Estuvo a punto de darse un cabezazo contra el cristal de la ventana, por borrarlo todo de una puta vez, pero la visión del fondo del pozo lo dejó helado otra vez. Había un revoltijo de cuerpos humanos al fondo. Había piernas y había brazos y había cabezas con pelo, pero la forma en que estaban tirados en el suelo, de cualquier manera, no estaba bien, tío. No podía ser que nadie se deshiciera de una persona como si fuese una bolsa de basura, joder. El horror se apretaba en la carne arrugada de los rostros sin ojos. No había labio para los dientes y el foco de la linterna se había detenido porque sí en unas chapitas cutres de grupos de punk rock que el Javi conocía de oídas.

—Pero si son sólo unos críos, tío.

Las madres de aquellos dos chavales habrían querido lavar el barro de sus manos, sabes? Si hubiesen sabido que sus hijos acabarían un día tirados al fondo de un pozo de mierda, habrían pedido que las dejasen, al menos, pasarles un trapito con agua limpia por la cara, sabes? Pero nadie les había dicho ni media palabra en todo aquel tiempo y las señoras, con su pena, debían seguir sentadas junto a la puerta de la calle. El Javi ponía a su madre en la silla de esperar a los hijos y se le rompía el corazón en un millón de trozos, pavo. Le podía la rabia. Ni el Carlos, ni ninguno de los otros dos tíos, le había hablado nunca de la matanza de unos pobres chavales.

—Pero qué han hecho, joder?

Porque, lo que era el bicho malo, allí no estaba metido. Después de comprender que estaba viendo más de un cadáver en el fondo de un agujero en el suelo de un sótano, miró bien que ninguno no tuviese el tamaño de un adulto más bien grandote. Debió ser entonces cuando los detalles horribles de la muerte en los muertos se le metieron dentro del cuerpo. Bajó la ventanilla del coche y escupió fuera, «sput». El gargajo se quedó enganchado en las ramas de un arbusto espinoso, más bien pequeñito. El Javi O. puso las llaves de la furgoneta en su sitio y arrancó, «brom-brom-brom-brom». Donde estuviera el cadáver del puto Alex T. era un misterio, pavo. Tenía que hablar con el Carlos, de buenas, joder. El tío tenía que sentarse delante suya y tenía que explicárselo todo bien de una puta vez y él, vale, tendría que ir de suavito, que el hombre venía del hospital, de ponerle la quimio a su parienta y la parienta de uno, hostia puta, es sagrada, pavo.