El misterio de Sant Mena

24 de diciembre de 1990

Algo no iba bien en la casa. Venía notándolo desde hacía un rato. Confundía un principio de migraña con el mal cuerpo que le estaba dejando el silencio sordo que se había puesto a murmurar en el umbral del pasillo, «hhh-hhh-hhh». Llegó a pensar que lo arreglaría encendiendo la luz, «clic», pero antes tenía que resolver otro asuntillo en el comedor. No es que fuera urgente, tú, pero los pasos, a su edad, estaban contados. No se podía andar de aquí para allá como si nada, como si fuese una chiquita de quince años. Abrió el mueblecito que tenía justo delante y agarró la botellita de anís por el pescuezo.

—Ya te tengo, tú.

La iaia traía un vasito limpio de la cocina. La iaia podía haber perdido el nombre por el camino, con los años, pero había ciertas cosas de ella que no sabía nadie en su casa. Ni su propia hija, tú. Porque la iaia, nena, se quedaba despierta cuando todo el mundo se iba a dormir y era entonces que aprovechaba para hacer y deshacer a su antojo, sabes?

—Poquita cosa, no te pienses.

La planta de abajo se estaba bien quieta por las noches. Casi que parecía otro sitio distinto que durante el día, eh? Se sirvió un culín de aguardiente con mano temblorosa, no por nada, tú, sólo que llevaba un buen puñado de años a cuestas, y se dio el gusto de beber porque sí, porque le placía. «Mmm», qué rico, nena, pero pensó que tendría que ponerse un poquito más, sabes? Aquella sensación persistente de que se habían dejado la puerta de la calle abierta no la dejaba estar en paz y aquel rato suyo tenía que ser solo suyo, eh que sí?

—Y tanto!

Di que sí, filleta. Vertió otro culín de anís en el vaso, «chrrrp», y buscó al intruso en el umbral del pasillo. No se veía nada, tú. Estaba todo oscuro, «hhh-hhh-hhh». Apuró el vasito de un trago y pensó que se pondría otro poquito más porque tres estaban bastante bien, que no eran muchos, y porque mañana, nena, era la nochebuena y todos estarían bien contentos menos ella.

—Au, tú.

Aunque no quería reconocerlo, la iaia tenía miedo. No hacía ni dos semanas que habían enterrado a la Montse y a la Pili, que era madre de dos criaturas, y el niño de la casa seguía mojando la cama algunas noches, el pobrete. Por no preocuparla, su hija no se había querido parar a contarle bien bien qué era aquello de «los terrores nocturnos» que le había dicho el médico de cabecera, pero la iaia se veía venir que las pastillitas de la farmacia no iban a servir de nada con el niño.

—Porque sí, fillet. Esas cosas se saben siempre.

La iaia quiso venirse arriba y se puso tres deditos de anís en el vaso. Luego tapó la botellita con la rosca, «rsss, rsss, rsss», y la devolvió a su sitio, al interior del mueblecito. Volvió a buscar en el umbral con el vasito en la mano. Nada. No se veía nada más que la negrura del pasillo, como si la lámpara del comedor se hubiera medio fundido o algo, tú. Se tomó un sorbito de aguardiente, «shrrrp», y pensó que andar hasta la cocina, al fondo de todo, para lavar sólo un vaso, era mucho andar a aquellas horas de la noche. Porque la iaia, cuando se quedaba despierta por la madrugada, perdía un poquito el oremus y le daban las dos y las tres de la madrugada y seguía suelta por la casa.

—Pero… y la puerta?

Se refería a la puerta de la calle, que estaba al fondo de todo, junto a la cocina. Según ella, se la habían dejado abierta, los puñeteros, pero tener que andar todo el pasillo sólo para echar la llave de la casa era mucho andar a aquellas horas de la madrugada, no?

—Sí.

No iría, tú. No pensaba ir. Algo le decía que era mejor no pasar por allí más de una vez. Empezó a murmurar una oración en latín que se sabía desde que era pequeñita. Quieras que no, le parecía que tenía como mucha más empenta que las dichas en la lengua vulgar de todo el mundo. Vale que seguía con la prueba del pecado en la mano, pero ya tendría tiempo de lavarla por la mañana, en un momentito que se quedara sola. Pensó en esconderla donde no la viera su hija. Debajo de la cama o en un bolsillo de la bata. Cualquier cosa antes que cruzarse sola el pasillo dos veces. Se acercó a la puerta del comedor y le dio corriendo al interruptor de la luz, «clic».

—Ninguno, nena.

El pasillo estaba vacío de intrusos. Apagó la luz del comedor y pensó en subir ya las escaleras para meterse en su cuarto, a escuchar un ratito el transistor, pero el caso era que la presencia de alguna cosa maligna se dejaba notar dentro de la casa y, ahí, nena, no habían ni años ni puñetas que valieran de excusa. Ella aún no estaba loca, tú. Ni era una vieja senil como decía su yerno, el Pere. Siguió fuerte con su bisbiseo. Por tal de no oírse recordar aquello de «la iaia está cargada de puñetas», susurró algunas sílabas más altas que otras en la soledad de la planta baja y, si se despertaba alguien, mejor que mejor, tú.

—Sed libera nos a malo. Amen.

Puede que sus días ya hubieran pasado y que ella siguiese viviendo en su casa (que entonces era la casa de su hija) igual que si fuera un trasto viejo, que no hacía ningún servicio a nadie, pero estaba segura de que los males de su tiempo no estaban dispuestos a morir con ella. De todos los miembros de su sangre, la iaia era la última que creía verdaderamente en la existencia del demonio y los de su estirpe. No podía decir de verdá si su hija había llegado a creer nunca, pero lo que estaba claro era que, con el tiempo y la televisión, había dejado de creer en nada. Y su nieto, el pobrecillo, aunque se la quería mucho y la escuchaba con auténtica devoción, no podría creer jamás en la vida.

Su mundo era otro. Y, aunque ella seguía ahí puesta, como una silla o una fregona gastada, podía decirse con todas las letras que vivía de prestado. Pensó en acabarse el culín de aguardiente que tenía en la mano, pero la mano le temblaba de una manera tan penosa que sintió lástima por su vida. Porque, lo quisiera o no, la iaia estaba cargadita de puñetas, al final. Entonces lo vio moverse a su izquierda, en el rellano de la escalera, y se acordó de lo que le había dicho al niño, no hacía muchos días: «cuando la muerte hace su cosecha, a veces l'hace tan a ras del suelo que también se lleva, sin quererlo, a los más pequeñitos de la casa».

Había estado allí todo aquel rato, mientras ella se perdía para adentro, entre memorias y miedos de vieja. Lo miró con ojos de profundo terror. La iaia, no jodamos, creía verdaderamente en el demonio y los de su estirpe y, cuando miraba a la sombra que había en la escalera de su casa, veía a una aberración surgida del mismísimo infierno. Se llevó una mano al pecho, donde estaban el susto grande y la crucecita de plata, y no dejó que se le cayera el vasito de anís por nada del mundo.

Acaso no lo estaba viendo bien. A lo mejor, no había allí nada más que una fantasía de su invención y ella era definitivamente una vieja loca y senil y lo último que necesitaba en la vida, aquella noche del veintitrés al veinticuatro de diciembre de 1990, era que se despertasen todos por su culpa para limpiarle los cristales rotos del suelo, no? Pero la monstruosidad no se detuvo a mirarla más tiempo. Se volvió (si es que podía volverse de algún modo) y siguió su camino hacia las habitaciones de la segunda planta. La iaia pensó de inmediato en su nieto, el pequeño David, y gritó «no»:

—No! Quieto… Yo-Yo te l'impido!

Y se precipitó escaleras arriba sin pensarlo, recostando casi todo el peso de su cuerpecito contra la pared, «ufff». No podía pararse a pensar en los huesos de sus brazos o de sus piernas mientras subía. Ya sabía que eran demasiado viejos y que, si se caía de bruces, se le iban a partir todos en muchos trozitos pequeños y que ya no estarían nunca a tiempo de repararlos mientras viviera, pero, diantres, qué le quedaba por hacer con ellos, tú?

Buscó al monstruo más arriba. Se había parado a verla (si es que habían ojos que mirasen al fondo de aquella calavera). La iaia apretó el paso como pudo, «ufff-ufff», y supo que había dejado atrás más escalones de los que querría contar para su salud. Si rodaba escaleras abajo, se abriría la cabezota, «ploc», y todo se habría acabado para siempre.

—Tú…

Se dirigía a la sombra. El vasito de anís se le había derramado casi todo por el camino, pero no pensaba dejarlo caer, tú. Estaba muerta de miedo igual que una niñita sin su madre y, sin embargo, seguía adelante. Porque el niño no, nena. El niño sí que no. «Tú, tú», gritó sin apenas aire, «sal de aquí… Salte de mi casa ara mismo». La iaia se tuvo que parar un momento en el rellano, «ufff-ufff-ufff». El aguardiente del vasito se agitaba con tanta violencia en su mano que creyó que se desvaneceria a la mínima, de un momento a otro, así que respiró hondo, como buenamente pudo, «ufff-ufff-ufff», y puso todo lo que cupo de su pensamiento en la crucecita de plata que llevaba colgada del cuello.

Casi se puso a rezar cuando la sombra arrastró consigo la oscuridad de la segunda planta. Porque, de repente, se volvió furiosa a por ella, a por la poca sustancia que le quedaba en los huesos y la iaia, en lugar de probarlo un solo instante con la insignia de su corazón, se resignó a su suerte. No había nada que hacer. Aquella cosa horrible no atendería a razones de ninguna clase. Bajaba dispuesta a apurar hasta la última gota de su puñetera decrepitud, «iiia, iiia, iiia».

—Iaia…? Iaia, eres tú?