24 de octubre de 1990
Tarde
La Laia se cansaba de los besos, al final. Acababa haciendo calorcillo, olía mucho a saliva y ya habían repetido varias veces todo lo que se podía hacer a su edad, sabes que te digo? Tenían que ser más de las cinco y veinte de la tarde, por lo menos. Ella había salido de su casa a eso de las tres-tres y cuarto como mucho y se había plantado en la puerta del piso de su amigo (su nuevo rollete) en cosa de diez ó doce minutillos. No más, vale? Y no es que luego se esperasen mucho tiempo para ponerse con el tema, la verdá. Se sentaban en el sofá del comedor, delante de la tele muda, y empezaban con la coña y con la risa tonta y, antes de las cuatro, ya se estaban morreando otra vez: como los miércoles sólo tenían clase por la mañana y los padres del Dani no estaba casi nunca por las tardes, aprovechaban el rato para enrollarse juntos.
—Por qué no me la chupas un poco?
—Te flipas mucho, tío.
—En serio?
—Vas tú mu'rapidito, no?
—Sí o qué?
—Pero tú te oyes, chaval?
—Sí, sí. Pero sólo digo un poquito, con la lengua en la puntita, aunque sea…
—Que no. Que paso.
Luego se le puso encima, se bajó la camiseta de un tirón y le buscó la polla calentita debajo de los pantalones. Tenía los calzoncillos un poco mojados por la parte de delante, como las otras veces, pero es que era normal, tía, con el rato que llevaban liándose. Además, que la Laia llegaba un momento en que también se cansaba de tenerla clavada en la barriga, por los sitios.
—Pásame un clínex o algo.
—No sé si tengo, tía.
—Y cómo quieres que solucionemos esto, eh?
Le había sacado el pollón fuera y se lo había cogido bien fuerte, con el puño de la mano buena. Luego había comenzado a hacerle una paja muy, muy suavito, «frus, frus, frus», mientras le miraba los ojos de cabrón medio ido. Le encantaba esa mirada como de borrachillo que se les ponía antes de eyacular y, como la Laia quería que durase, le gustaba ir poquito a poco. Al menos, para empezar. Con el ratazo que llevaban dándose el lote, capaz de no aguantarse más y ponerlo todo pringadito de semen, tía.
—N-No sé… Me puedo correr en tu mano?
—Como quieras, tío.
Pero se iba a manchar toda la ropa, vale? Por eso ella se ponía casi siempre encima antes de acabar. Porque llegaba un punto en que el chaval se ponía tan pesadito con las súplicas y con las manitas que era mejor terminar con una pajilla, «frus, frus, frus», que no rebotarse con él, al final. Ya le había tenido que pedir varias veces que le sacara la mano de dentro de los pantalones. O que no pensaba quitarse el sostenedor, chaval.
—Y-Ya, tía.
—Ya?
—Sí, sí… Dale, dale.
No era la primera que le hacía, «frus-frus-frus». La segunda vez que se enrollaron, que fue en las escaleras del piso de sus padres, le tuvo que hacer una paja para que se callara la boca. El chaval había comenzado a declararse entre morreo y morreo y la Laia, joder, como que no quería escucharlo todavía, vale? Porque aquello suyo no tenía nada de malo si los dos querían, vale? Pero la Eli aún no podía enterarse de nada, estamos?
—Sí, sí.
—Lo digo'n serio, eh, tío?
—Sí. No pares, p-por favor.
—Así?
—Sí… sí… sí…
Más tarde
Lo normal era que acabasen en la cama de su cuarto. Podían empezar en el sofá del comedor o en las sillas de la cocina, después de comerse unos gusanitos y unas galletitas saladas, pero las veces que se habían enrollado en la casa del Dani habían terminado siempre tirados en su cama, sobre la colcha, con el pestazo a semen y el ruidito de fondo del radiocasete, «tum-tum-tum-tum». Al chaval, le había dado muy fuerte con el heavy metal y todo eso de la música dura desde hacía un par de años o así.
Tenía siempre puesta alguna cinta que le habían pasado que era «la puta hostia», tía. En la tarde del veinticuatro de octubre de 1990, tocaban los Suicidal Tendencies por una cara y los Sepultura por la otra (gracias a la tecnología del autoreverse). El Dani le había explicado que el Controlled by Hatred era la caña y que el Beneath the Remains era muy importante para la causa del thrash metal, al parecer. La Laia respiraba más tranquila, echada sobre su pecho. El tipo seguía empeñado en impresionarla con cuestiones que, en el fondo, le parecían bastante estúpidas. O irrelevantes. Porque, lo que es a ella, le importaban una puta mierda sus gustos musicales, sabes que te digo? No le gustaba nada el rollo tope agresivo que llevaban aquellos tíos porque sí y, además, que le cansaba mogollón tanto «tum-tum-tum-tum» seguido.
—Eh? No te parecen la polla?
—No, tío.
Demasiado machacón y demasiado enfado junto, pavo. Aún así, la Laia prefería (de algún modo) aquel rato de después, cuando se podía hablar sin prisas. Entonces les daba exactamente igual que se estuviera haciendo oscuro en la calle. Podían estarse callados lo que quisieran. La Laia se hubiese quedado dormida más de una vez, pero el Dani no tardaba en cambiar de tema si veía que ella no estaba por la labor. Lo segundo de lo que tiraba era de la literatura porque sabía de sobras que, a ella, le gustaba bastante leer.
—L'has podido leer?
Se refería al tomo de cuentos del Poe que tenía encima de la mesita.
—Algo, sí.
Pero la verdá es que la Laia no había pasado por las páginas de Ligeia como él hubiese querido. Con lo poco que le había contado la otra tarde, ya se había hecho el cuadro en la cabeza y no le venía en gana comprarlo. El chaval quería que viese que su amor era igual de grande y de profundo que el amor que sentía el pollo de Ligeia por la Ligeia, pero la Laia no tenía ningún interés en ser la muerta enamorada de nadie, sabes que te digo?
—Y qué?
—Me gustó más el otro, el que va de la peste.
—Cuál?
La Laia había entrado en el cuarto de sus padres a por el libro de cuentos del Poe el lunes por la tarde. El que tenían en casa, se lo estaba leyendo su madre y su madre leía (sobre todo) por las noches, antes de acostarse. La Laia, cuando se quedaba sola en el piso, aprovechaba casi siempre para mirarle los cajones de la mesita: se ponía sus pendientes y sus perfumes y se buscaba la carita de niña en el espejo del tocador, por ver si seguía guapa como antes. Algunas veces le contaba los condones que les quedaban por usar. Nunca se sabía si podría pillarle uno sin que se diesen cuenta.
—El rey de la peste o algo así.
—No l'he leído, yo.
—No?
—No. De qué va?
No sabía decirle, la verdá. La Laia sólo guardaba la viva impresión de unas calles oscurísimas y ruinosas, llenas de muertos y de horror. Mucho horror. Justo después del paseo nocturno por la ciudad abandonada, cuando habían aparecido en escena aquellos personajes tan estrafalarios, lo que era la corte del rey Peste I, lo había dejado estar por pesado y por aburrido.
—No sé, tío, pero daba rollo, eh?
—Sí?
—Sí, tío. Salía una ciudad apestada, sabes?
—No.
—Se ve que, en el pasado, en la ciudad de Londres, habían tenido la peste, la enfermedad de la peste, y l'habían tenido qu'ir cerrando como por barrios para que no se contagiaran todos al final, sabes lo que quiero decir?
—Sí.
—Y hay dos tíos que se cuelan dentro igualmente, porque, bueno, los estaban persiguiendo unos, y van luego por ahí dentro, ellos dos solos, y es todo… no sé.
—Ya. Pero mola o no?
—No sé, chico. Yo preferiría no'star nunca allí, la verdá.
—Ya, claro, pero…
—Qué?
—Que tiene que molar, no?
—Yo diría que no, tío.
—Yo sí que iría, tía.
—Pues yo no.
La Laia se levantó de la cama de un brinco y se fue descalza para la ventana del cuarto, «tap, tap, tap». Se había agobiado de golpe, tía. El «tum-tum-tum-tum» seguía sonando de fondo, «choosin' my own way of life» y todo eso, pero era otra cosa lo que le pasaba a ella. Estaba despeinada y sucia de babas. Vio el camino de tierra del castillo de Sant Mena más abajo y se acordó de su amiga Eli, que no sabía nada de lo suyo todavía. Joder, tía. Un día iría solita por el campo y se encontraría al lobo de cara y entonces… qué?
—No l'has pensao nunca, tú?
—El qué, tía?
—Qué opciones tenía la pobre caperucita?
—Eh?
—Que qué cojones podía hacer una pobre cría frente a un lobo hambriento, tío?
—No sé de qué me'stás hablando, tía.
—Que la caperucita del cuento no s'equivocaba en nada, tío. Que ella no podía hacerle una mierda si s'encontraba al lobo de cara, yendo por el bosque, así, de repente, sabes que te digo?
—No.
—Que no tenía para'scoger, tío. Ninguna posibilidad. Nada que hacer.
—No ir sola?
—Ésa no's una opción, tío.
—Por qué no?
—Tú l'harías?
—Yo?
—Sí, tú.
—Sí, no?
—Por qué?
—Porque, al final, se te comen, si no.
—No, tío. El mensaje del cuento no puede ser ése, tío.
—Como que no?
—Como que no.
La Laia no estaba bien. Le pasaba algo raro al cielo, no? No eran ni el «tum-tum-tum-tum» del radiocasete, ni los cómics de tías en apuros que había por el escritorio. El Dani en sí no le estaba gustando como ella se había pensado al principio. Era un buen chaval y eso, pero lo oía hablar de fondo y le daba mucha pena la suerte de su amiga Eli, sola en el camino.
—Pero'l lobo sigue ahí fuera o no?
—Ése's el problema, tío. Y no la puta caperuza, joder.