El misterio de Sant Mena

25 de enero de 1986

Que resultó que no les quedaban churros con chocolate, que allí sólo vendían palomitas calientes, «señor mío». El Juan sentía que las horas se desmoronaban sobre las racholas de la pared. En lugar de empujar adelante las putas agujas del reloj, empañaban el reflejo del fluorescente con una película asquerosa de babas asquerosas y lo dejaban a él tirado en la mesa de la cocina, igual que a un trapo sucio, pero, a diferencia de las vaharadas que escapan del horno, no brotaban de golpe, sino que lo hacían lentamente, segundo a segundo.

Volvía a estar solo a las puertas de un sábado noche. Tenía veintisiete años, era mal amigo de sus amigos y hacía justo una semana que no se veían con la Rosa. La había llamado dos ó tres veces al día y no le había cogido el teléfono ninguna de las veces. El Juan se miraba las manos vacías sobre la mesa de la cocina y veía la mano del Charley aventurándose debajo de la blusa de la dulce Amy y sentía lástima por su propia carne mortal. Lo recordaba todo muy bien porque no podía olvidarlo. Mientras miraban juntos la película de terror, no podía dejar de pensar que estaba sentado al lado de aquellas dos tetas. Las tetas de la Rosa S., Juan. Se le tuvo que poner dura cuando se dio cuenta de que estaban hombro con hombro o cuando cometió la torpeza de buscarle la mano a tientas, como un adolescente. Hubiese estado bonito de no haberse cogido como un puto pardillo (que es lo que era). Luego salió una rubia de piernas largas y vestidito azul, como de fulana, que no le dijo gran cosa hasta que le vio el escote, pero todo se precipitó con la proyección de las tetas tiernas de una joven desconocida en la ventana del vecino. El Charley las miraba con unos prismáticos desde su habitación. Justo antes de que el vampiro le mordiese el cuello (tenía la boca muy abierta y los colmillos muy afilados), la Rosa le sacó la polla de los pantalones y se la comenzó a menear. El Juan no apartó los ojos de la pantalla (no se atrevió) y, sin embargo, no podía quitarse de la cabeza el momento en que la muy puta se quitó el chicle de fresa de la boca y se pasó la palma de la mano por la lengua.

El Juan sabía que eran las nueve y treinta y nueve minutos de la noche del sábado veinticinco de enero de 1986 y buscó la hora en el reloj de todos modos. Las nueve y treinta y nueve minutos y diez y siete segundos, campeón. Hacía una semana que la Rosa le había hecho una paja en el cine con la mano llena de babas y, cada vez que lo pensaba, se le ponía durísima y se la tenía que volver a menear por su culpa, «joder, con la muy guarra». Quería llamarla. Estaba empalmado. Tenía que intentarlo, al menos. Antes de meterse solo en la cama otra vez, marcaría su número de teléfono y esperaría un rato largo a que no le dijera nada, «tuuu, tuuu, tuuu».

Era mucho peor enfrentarse a los espacios vacíos de su piso que arrastrar los dedos (de gordo, de calvo, de mierda) por la rueda del aparato telefónico. La soledad del pasillo no se aliviaba con la luz encendida. El Juan se levantó de la silla y se dirigió al salón, a oscuras. Necesitaba echar un polvo. Necesitaba ponerle la voz de una mujer al hueco de las habitaciones. Descolgó el auricular y comenzó a marcar, «siete, uno, cinco…». Le molestaba muchísimo la idea de meter ruido en otra vivienda a aquellas horas de la noche, «tuuu, tuuu, tuuu», pero tenía miedo de colgar y de quedarse solo en el piso. Podía ponerse la tele. Podía abrir la nevera y coger cualquier cosa para picar. Podía restregar la cara por la pared, con ahínco. Si el Juan no hablaba con la Rosa, si no se la estaba follando en menos de una hora, acabaría castigado frente al espejo del cuarto de baño.

Alguien descolgó al otro lado de la línea. El Juan pensaba que no era tanto lo que veía frente a sí en el lavabo (el poco pelo, la cara de sapo) como lo que se dejaba de ver y que él sabía. No podía engañarse con las ganas de cariño que se guardaba en el pecho. En el fondo, era un tipo mezquino que sólo se ocupaba de su negocio y de sí mismo y, si la Loli ya no podía ponerse detrás del mostrador a vender pan por las mañanas, tendría que ser la Rosa quien, al llegar a casa, por la tarde, le comiese la polla delante del televisor.

—Sí?

—Rosa?

—Ei, tío…

—Hola.

—Hola, tío. Qué pasa?

—T'estado llamando, Rosa.

—Ya, tío. Lo siento. He'stado liadísima, últimamente.

—Ya… ya imagino.

—Qué pasa, Juan? Qué querías?

—Bueno… Yo…

—Sí?

—Yo quería verte, Rosa.

—Ya, tío.

—Y… Y te llamaba p-para ver si podíamos vernos y eso.

—No sé, tío.

—No?

—No lo sé.

—He hecho algo malo?

La Rosa no dijo nada y el Juan tuvo tiempo de pensar que había una cualidad monstruosa en las inflexiones de la voz que le llegaban a través de la línea de teléfonos. Aunque sólo fuera en su cabeza, sentía miedo de enunciarlo siquiera. La voz de la Rosa no era la voz de la Rosa. Si se paraba a considerarlo, tenía pegado a la oreja un aparatito mecánico que reproducía sin pudor lo que la Rosa le podía estar diciendo en su casa (si es que verdaderamente había una casa o una Rosa en el otro extremo). Según tenía entendido, un pulso eléctrico recorría el subsuelo de Sant Mena sin detenerse en ninguna parte, pero, cuando salía de nuevo a la superficie para subir por la fachada de un bloque de pisos, nadie sabía por dónde había pasado exactamente.

—No dices nada?

—No sé, tío. Qué quieres que te diga?

—No sé, Rosa. Algo…

—Mira, tío, mi vida'stá en la mierda ahora mismo…

—Qué te pasa?

—Joder, no veas… Esto'stá siendo un follón, sabes?

—El qué, Rosa?

—No, no, no. No te lo puedo decir, Juan. Es mejor que no te meta'n esto.

—Ya.

—En serio, tío.

—Ya.

—Vale?

—E-Espera, Rosa…

—Qué?

—Que yo pensaba que… que íbamos a intentarlo.

—El qué?

—Bueno, y-yo creía que me darías otra oportunidad, no?

—De qué hablas, tío? De salir?

—Sí.

—No sé, tío.

—No?

—Qué quieres, que t'haga otra paja?

—Sí.

—Ya.

—Y más cosas, Rosa.

—Sí?

—Sí, joder. Yo quiero todo contigo, Rosa.

—Ya, tío, pero…

—Pero qué? Nos lo pasamos bien, no?

—Sí, sí. Si'stuvo guay…

—Entonces qué?

—Que's que no puedo.

—Por qué, mujer?

—Ahora mismo no puedo, tío.

—Es por él?

La Rosa no dijo nada y el Juan no se lo pudo callar.

—Es por el Alex?

—Sí.

—Estáis juntos?

—Bueno, no. Es que son muchas cosas, sabes? Y tu rollo…

—Qué?

—Todo ese rollito tuyo… eso de las parejitas que van de la mano…

—Qué?

—No sé, joder. Que no va conmigo, sabes?

—No? Por qué?

—Yo no soy como los demás, tío. Yo voy d'otro palo, más bien, eh?

—Ya.

—Ya?

—Que sí, joder. Que'so no m'importa una mierda, mujer.

—No?

—No. Rosa…

—Qué, tío?

—Necesito verte ahora.

—Sí, tío?

—Sí.

—Y qué piensas hacer, Juan?

—Lo que haga falta, joder.

—Sí, tío?

—Sí, joder.

—Pues esta noche te va a costar encontrarme, sabes?

—Dónde'starás?

—No te lo puedo decir, tío.

—Seguro?

—Te lo juro por mi vida, tío. Esta noche es mejor que no me busques, Juan.

Y el Juan (un poco Juanito después de oírla hablar de aquella otra manera) se subió a las tinieblas que gravitaban sobre la chimenea industrial de la fábrica abandonada de Can Baixeres, como si una impresión vivísima o un hálito de negrura le viniesen a la mente a través del pulso eléctrico de la línea de teléfonos. Ante la boca abierta de la nave industrial, tuvo que tragarse la frustración que le cargaba los huevos de esperma y de mala leche. Una exhalación subterránea que iba cargada de frío y de nada, le encogía la churrilla por momentos y el Juanito, «pues no sé, Rosa, ya nos veremos otro día», tuvo que colgar para meterse en la cama, a tener los ojos muy abiertos toda la noche, que no?