El misterio de Sant Mena

26 de enero de 1986

Algo (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre) le hizo girar a la derecha en el cruce del Doctor Fleming con Climent Humet. Apuró los últimos metros de acera del pueblo para meter la cabeza entre los hombros y, en cuanto salió al exterior, echó la vista al frente. La niebla (que estaba en ninguna parte y en todas a la vez) confería una sensación horrible de espacio cerrado a la noche y su casa (su cama, su descanso) iba quedando cada vez más lejos con cada paso que daba a la contra. L'Anton M. sentía que tenía que acercarse un momento al castillo, «nada más».

Pasado el último bloque de pisos, había dejado de pisar en firme. El camino estaba sin asfaltar y ya no quedaban más farolas que cruzar. Aunque la vieja mole de piedra se levantaba a poco más de trescientos metros de allí, el alumbrado municipal no alcanzaba a iluminarla (la oscuridad que descendía del bosque tendía a apretarse más y más según pasaban los días). Sin embargo, aquella noche del veintiséis de enero de 1986, l'Anton podía verlo claramente al fondo del cajón (porque el mundo, al parecer, se había cerrado del todo).

Todo estaba en su sitio. El castillo de Sant Mena seguía en pie, donde había estado siempre, y l'Anton, pasada la medianoche, no se cuestionaba apenas nada (como de costumbre, por lo que pudiera pasar). Aún así, tenía que reconocer que no podían ser más de las once y cincuenta y seis-y cincuenta y siete minutos de la noche, como mucho, porque algo (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre) le había impulsado a dejar la gasolinera antes de hora.

«Le den por culo a todo» era toda la explicación que necesitaba l'Anton en aquel punto de su vida para largarse del curro a hacer no se sabía qué. Pisando la tierra del camino, «cram, cram, cram», se forzó a contarse una vez más el cuento de la culpa que sentía por no haber buscado aún al pequeño Edu, ni haber encontrado el cuerpo putrefacto de su hermano Rafa por ningún lado, «pedazo de inútil».

A los pasos en la tierra, «cram, cram, cram», acabó sumando el trajín de una respiración profunda y pesada. Hacía un frío de la hostia, Anton. No veía donde ponía los pies y, sin embargo, tenía clarísima dentro de la cabeza la efigie del castillo en la oscuridad, un poquito más allá. Quiso entender que estaba por hallar una bamba del Rafa entre los matojos (como si hubiese resuelto en sueños el puzle de imágenes de su recuerdo). Quieras que no, llevaba ya muchos días buscando y era capaz de reconocer las piedras y los arbustos de cada rincón (cuando debería haber mirado en muchas otras partes, joder, que un muerto no cabe detrás de unos putos guijarros).

A medida que se acercaba al castillo, se convencía de que daría «sin falta» con algo nuevo y horrible (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre). Por la tarde, a eso de las cinco-cinco y media, había hablado otra vez con la Alba del Rafa. La chavalita se había pasado por la gasolinera para preguntarle por el chaval, por si lo había visto o tenía alguna noticia de su paradero, pero l'Anton estaba como al principio.

—Lo siento, yo…

Después de guardarse las manos vacías en los bolsillos, había improvisado unas palabras de ánimo. La chavala estaba cada día más triste (no había más que verle la cara) y l'Anton, por consolarla, le había soltado algo así como que «estamos más cerca, tranquila» y, escuchándose decirlo, sentía que no se podía soltar más mierda por la boca en menos tiempo, «pedazo de inútil».

Hacía casi dos semanas que los hermanos H. habían desaparecido de las calles de Sant Mena y cada hora (cada minuto, cada segundo) que pasaba sin que los encontrasen, iba en contra de sus vidas, Anton. La Alba le había prometido que no salían de casa para nada, que sólo acudían al instituto a diario y que, a veces, por el camino, colgaban (la Carmen y ella) unos carteles que habían fotocopiado en blanco y negro, «pero que no ha llamado nadie, todavía, sabes?».

L'Anton se detuvo frente a la verja de hierro que impedía el acceso al patio del castillo. Necesitaba pasar más allá. Algo (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre) le pedía que entrase «sin falta». Por alguna razón, tenía que revolverle las tripas a la vieja mole de piedra, como si el cadáver florido del Rafa estuviera pidiendo socorro a gritos, «aquí, aquí, ayuda». L'Anton se cogió de los barrotes (fríos y duros) y los sacudió con imp0tencia y rabia. No había manera de abrirse paso desde allí abajo (con el desdén de los metales pesados, el candado y la cadena le tintineaban las cláusulas del contrato sobre las barreras, los deberes y las obligaciones del hombre simple).

«Mierda». Miró a lo alto de la verja (a las puntas de hierro que ansiaban rasgar la carne tierna de sus muslos) y pensó seriamente en saltar al otro lado. Bien visto, la altura no era tanta y, si acababa ensartado en uno de los pinchos, moriría desangrado «sin falta» porque no lo iba a encontrar nadie hasta la mañana siguiente, al menos. Pero aquello no tenía por qué ser así, sabes? Iría con muchísimo cuidado de su vida. Además, si alcanzaba a ayudarse de los piedrotes del muro, parecía improbable que pudiera herirse en lo alto, al pasar al otro lado.

Antes (antes de encaramarse por encima de las puntas de hierro) se detuvo a observar los aleros de la capilla. Algo en aquel edificio (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre) le había llamado muchísimo la atención. Le vino a la mente la imagen del vuelo pavoroso de un murciélago en mitad de la noche (como en las películas malas de vampiros que ponían en la tele), pero realmente no pasaba nada por encima de su cabeza. El cielo seguía cerrado y l'Anton no podía negarse que, según se mirase, la bóveda celeste se le antojaba tan baja que podía pasar por el techo subterráneo de una cripta. La negrura guardaba en alguna parte un ataúd con una sombra de muerto dentro (cuando por fin asomaba, la mano del vampiro era blanca y huesuda y no hacía sonido al levantar la tapa, «grrriec») y aquel ruïdo que venía oyendo desde hacía un rato, «crum-crum, crum-crum, crum-crum», procedía del interior mismo de la capilla.

Al principio, el bullicio de sus propios pensamientos no le había dejado escuchar nada, pero, al rato de buscar murciélagos por encima de los aleros de la capilla del castillo de Sant Mena, le había llegado a la consciencia una forma repugnante de masticar piedra, madera o hueso, «crum-crum, crum-crum», que le quitó las ganas de andar por ahí solo pasada la medianoche. Pensó en un cadáver famélico masticando los hilos de su propio sudario (según se temía, en la soledad de la tumba, se podía llegar a pasar mucha hambre). Luego pensó que tenía que ser (por fuerza) un jabalí o alguna otra alimaña del bosque que andase suelta cerca del castillo, pero, por más que quiso creer en raros efectos acústicos, el ruïdo provenía del interior mismo de la capilla.

L'Anton se colocó debajo de un ventanuco que había a su lado de la verja para oír mejor. Aunque debía estar a unos tres metros del suelo, pudo percibir claramente cómo escapaba de su interior un «crum-crum» soterrado y monstruoso. «No puede ser, Anton», era la explicación que se daba mientras seguía oyéndolo, «crum-crum, crum-crum», a través de la abertura en el muro. Dentro de la capilla del castillo de Sant Mena, había algo (algo que se le escapaba de las manos, algo que aún no tenía nombre) que roía con un hambre ciega y atroz.

Su fantasía («crum-crum, crum-crum») se había puesto a imaginar toda clase de cosas extrañas, más o menos probables. No podía ser una rata demasiado grande, ni una legión de hormigas ocupada en la madera, «crum-crum», de un antiguo féretro. Aquello sonaba a otra cosa. L'Anton (mucho antes de considerar la posibilidad de que alguien hubiese encerrado allí a una bestia furiosa) pensó que debía tratarse de un demente largamente desahuciado. O sea, de alguien vivo.

—Rafa? Rafa… eres tú?

Luego, luego de que se apagase su timbre de voz en la espesura de la noche, se quedaron solos él y aquel ruïdo palpable y real, «crum-crum, crum-crum». L'Anton no lo sabía, pero estaba atrapado. En ocasiones, en la naturaleza, se dan algunas formas que la mollera de un hombre simple no es capaz de asimilar y l'Anton, que ya no abrigaba ninguna esperanza de averiguar nada en la vida, se quedó paralizado en el sitio, con la vista puesta en la oscuridad del ventanuco de la capilla del castillo de Sant Mena, «crum-crum, crum-crum, crum-crum».