El misterio de Sant Mena

26 de marzo de 1991

—No podemos saberlo. No ves que la gente normalmente se muere dentro de sus casas?

—Pero un día se llenará, no?

—Tú crees?

—Fijo, tío. No's tan grande, eh?

—Po'todavía no s'ha llenao, que yo sepa.

—Ya. Eso sí.

—Y ya s'ha muerto mucha gente, tío. Piensa, si no, en toda la peña que s'ha ido muriendo todos los siglos y que todavía no s'ha podío llenar, eh?

—Porque los cementerios no se llenan, tío. No se puede.

—Cómo que no?

—Pues como que no. No ves lo que t'acaban de decir, cabezón?

—Que'so no puede ser, tío.

—Joder que no… Pos no te l'acaban de decir, que s'ha muerto un montonazo de gente durante la historia y que aún no'stá lleno, tío?

—Es que tienen un osario, pa'eso.

—Un qué?

—Un osario.

La Olga se lo había oído contar a su padre un día, a la hora de comer. Desmenuzaba la miga del pan con la mirada perdida en las aristas del pasillo y se callaba un montón de cosas que no podían ser. Muchas veces no se daba cuenta de las cosas terribles que le explicaba a su hija de doce años. Hablaba por no oír la tele. Por no confesarle sus temores de señor adulto, con gente a su cargo. Con responsabilidades en la vida. Ella se lo repitió a sus amigos de octavo según lo recordaba:

—Es un hoyo en el suelo del cementerio, para ir tirando los huesos.

—Qué huesos?

—Pues los huesos que sobran.

—Pero cómo que sobran?

—Se ve que, cuando s'olvidan de alguien, ya los pueden tirar.

—Pero qué dices, tía?

—Y así aprovechan el hueco de la pared?

—Sí. Se ve que lo hacen así.

—No jodas.

—Eso me dijo mi padre, eh?

—Qué mal rollo, no?

El david no se lo podía creer bien bien, pero la Olga no les iba a vacilar con un tema tan chungo. No decía grandes cosas cuando estaba con ellos, los mayores. Se sentaba casi siempre al lado del Enri (si no era el Enri el que se ponía con ella) y se reía sólo si le hacían gracia las paridas que llegaban a soltar. Pero también era verdá que últimamente no se reía casi nadie del grupo. Aunque la primavera estaba al caer de un momento a otro, el invierno todavía soplaba por las callejuelas que daban a la plaza del caracol y los aires de pueblo abandonado que traía, quieras que no, les pesaban un montón en la espalda.

Era la peste a alcantarilla, que se ponía por las noches en las farolas, igual que la niebla de Sant Mena. El Sergio L. lo había visto al otro lado de la riera, en las calles del barrio de Can Palau. Cuando no podía dormir porque tenía miedo de soñar cosas malas, miraba por el balcón y le daba no sé qué encontrarse con la sombra del camino cruzando entre dos edificios. Todavía no le había pasado, por suerte, pero podía pasarle cualquier día. Porque estaba claro que, si la telaraña de la cripta de los muertos era verdá, y él la había visto con sus propios ojos, todo lo otro, también.

—Y si los vampiros fuesen verdá, qué?

—La sombra, dices?

—Sí, tío.

—Podría ser, no?

—Que fuese un vampiro, dices?

—Sí, sí.

—Pero habría una tumba, no?

—Y se parecería'un hombre, no?

—Ya, joder. Pero's que'sto no's una película, tío.

—Y'l gusano?

—Y la tela d'araña?

—Y'l agujero del suelo?

—Yo qué sé, no?

La Olga no había preguntado mucho, que digamos, pero, por lo que habían ido hablando por las tardes, a la hora de la merienda, sabía que los cuatro habían bajado a la cripta de los muertos, en el castillo de Sant Mena, y que habían visto como «un capullo mazo de grande» de donde había salido «alguna cosa chunga que te cagas» y, si no lo había entendido mal, en otra ocasión, hacía ya casi dos años, se la habían llegado a encontrar de cara.

—Es la sombra del camino?

—El qué?

—El vampiro que dices?

—Podría ser, no?

—Pero por qué lo dices, tío?

—Porque pareciera que se va como contagiando por las casas, no?

—No.

—Cómo que no?

—Espera, espera… El qué se contagia, tío?

—Eso, no?

—Pero'ntonces no saldrían más?

—Más sombras?

—Sí. Más vampiros.

—Ya. Pero piénsalo un momento, tío.

—El qué?

—Que no lo podríamos saber. Que la gente normalmente se muere dentro de sus casas, no?

—Sí. Eso sí, tío.

El Enri buscó al david con la mirada, por ver si tenía algo que decir sobre el tema, pero se lo encontró como esperaba: calladito y mirando a otra parte. Se lo veía bastante nerviosillo últimamente. El puto sol se estaba poniendo detrás de los bloques de pisos de Can Baixeres y no podían tardar mucho en volverse a casa si no querían que se les hiciera de noche por el camino. La Olga, a su lado, también estuvo a punto de esconderse para adentro, pero, al final, quiso hablarlo de algún modo.

—Yo no sé los vampiros, vale? Pero tengo una amiga que ha visto fantasmas de verdá hace poco.

—Quién?

—Una amiga.

—De tu clase?

—Sí.

—Y qué le pasaba?

—Bueno, todavía le pasa, eh?

—Pero'l qué?

—Bueno… que'stá sola en el cuarto de baño y oye como unos pasos que vienen por el pasillo de su casa, vale? Pero los oye de antes, vale? Pero lo peor de todo viene luego, cuando la llaman por la puerta, porque se ponen detrás y la rascan así, como si le fueran pasando las uñas poco a poco, y le piden que les abra… Hija mía, ábreme.

El Enri se llevó un susto importante cuando vio que la Olga se había quedado callada porque tenía algunas lágrimas por la cara. Y no supo qué decirle, la verdá. Pensó en sacarse el pañuelo de tela que llevaba siempre en el bolsillo para que lo usara, pero el A., que estaba en la otra punta del banco, soltó «qué chungo, tío» y quiso saber cuántas veces le había pasado «eso» a «su amiga».

—Bastantes, ya.

—Más de cinco?

—Sí. Diría que sí.

—Y es su madre?

—Sí.

—Pero'staba muerta?

—Sí.

—Desd'hacía mucho?

—Sí. Bueno, un año o así.

—Pero qué chungo, no?

—Sí.

El Enri se encontró al david nada más pensarlo. Los dos sabían que la madre de la Olga se había muerto hacía «un año o así», pero el puto david, entre que bebía agua de la fuente del caracol y que vigilaba no sé qué historias por los rincones, estaba más pendiente de las calles que de ellos. Como si esperara que llegase alguien en cualquier momento, sabes que te digo? Pero el Enri no entendía una puta mierda, chaval. El Sergio L. fue el único que supo comportarse con la pobre chavala:

—Estás bien, tía?

—Sí, sí. Es que… Es que me da mucha cosa… cua-cuando lo cuento. No sé.

—Ya imagino, eh? Y tu colega, qué?

—Qué?

—Que cómo lo lleva.

—Sí, sí. E-Está… Está asustadilla, la pobre.

—Dile que se venga, eh? Que no se quede sola en casa, si eso.

—V-Vale. Ya se lo diré.

—Guapo.

Pero lo que el Sergio no dijo a continuación fue que el fantasma de una madre muerta hacía un año encajaba a la perfección con su idea del contagio vampírico, chaval. Y se moría de ganas de soltárselo a sus colegas, joder, pero las lágrimas de la Olga, aunque no fueran muchas, le acabaron chapando la boca por ese lado. Porque pobrecilla, no?

—Que se venga, no?

El A., como el Enri y el david no se decidían a contestar, soltó que «sí, claro que sí, tío, y así nos lo cuenta ella en persona, eh?». Luego mezcló en su cabeza la mancha negra de los vampiros con el espectro descarnado de una madre que vuelve de la tumba para atormentar a su hija pequeña en el cuarto de baño de su propia casa y supo que «fantasma» no era el término adecuado para el caso.

—Pero piensa que igual no's un fantasma, eh, tía?

—Ah, no?

—No, no. Si lo que decimos es verdá, tiene que ser otra cosa, eh?

—El qué, un vampiro?

—Fijo.

—Pero eso's peor, no?

El Sergio asintió muy fuerte, en silencio. La lógica del camino, de la muerte llamando de puerta en puerta, se sostenía ya sobre una serie de hechos que eran bastante irrefutables, chaval. Y, por más que el gasolinero siguiese con vida (o eso creían ellos), una forma monstruosa de plaga se extendía por el pueblo desde las entrañas podridas del castillo de Sant Mena. Pero ya lo habían hablado muchas veces: «bajar a los túneles no es una opción, tío».

—Porque si'l Plutón ese es el dios del infierno… no sería como'l Satán, tío?

—Como si fuese meterse en la boca del Satanás, quieres decir?

—Que no, joder. Que no's la boca de nadie, tío. Sería la boca del sitio en sí.

—Del infierno?

—Sí.

—Pero's que'so da igual, pavo. A que no te meterías nunca?

—Pues no.

—Pos eso.

Y, sin tumba, ni vampiro, los palos de escoba acabados en punta no les iban a servir de nada. El Sergio pasó de estar medio contentillo por haber resuelto una buena parte del misterio de Sant Mena (al menos, según lo formulaba en su cabeza) a sentirse como angustiado por no poder hacerle una puta mierda a nada, chaval. Miró al Enri, a su lado, con la idea de expresarle la negrura de su desesperación, «me parece que estamos jodidillos, tío», pero el Enri venía solito de sus propias honduras:

—Ei, tío…

Se dirigía al david, pendiente de los callejones de la fábrica.

—Qué?

—Qué dirías que pasaría si un vampiro se muriese solo?

—Qué hablas, tío?

—Fácil, joder. Si estamos diciendo que las muertas están volviendo todas a por sus maridos vivos, qué pasaría con…

Pero no se atrevió a decir ni «iaia», ni «vieja», ni nada parecido. El david ya le había dicho bastante con la cara que le había puesto al momento, al verlo venir. El Enri sufrió mucho por las noches recientes de su mejor amigo. Se imaginó los pasos en la escalera, «pom, pom, pom», y los susurros por el pasillo: «sssh… que no te duermes, fillet?». El david tenía mala cara desde hacía bastantes días. Seguro que no dormía bien por culpa de algo así. Lo mismo eran sólo unas pesadillas, pero, si te podías pensar que tu iaia (que tanto te había cuidado) podía regresar de la tumba para chuparte la vida como un puto vampiro, normal que no durmieses tranquilo, chaval.

—La veis?

—Eh?

El david se refería a la mujer de las otras veces, que rondaba igual que si fuera una alimaña la puerta principal de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Aún no sabían quién podía ser. No la podían reconocer en aquel estado. La veían bien, pero, por lo que fuera, no les parecía del todo real. Desde lejos, daba la sensación de que era más una sombra que una persona. Igual que un espectro. O un fantasma.

—Es la del otro día?

—Fijo, tío.

—Da yuyu, chaval.

—Sí, joder. Mucho.

—Si no la'stuviera viendo…

—Qué?

—Que me pensaría que no'stá ahí.

—Ya.

—De verdá, digo. Pero…

—Qué busca, tío?

—Es como si quisiera entrar, no?

—Sí, sí. Pero… Pero más que querer, pareciera que lo necesitase, no?

Y, sin embargo, como las otras veces, la mujer no sería capaz de cruzar la puerta principal de la fábrica abandonada de Can Baixeres porque hacía ya bastantes meses que la habían tapiado con ladrillos y hormigón. El david se temió lo peor: que se girase al oírlos murmurar y que se volviese a por ellos en mitad de la noche. Porque, cerca de las siete y media de la tarde del martes veintiséis de marzo de 1991, el invierno seguía con su soplo de ruina y muerte por las calles de Sant Mena y, quieras que no, ya era demasiado tarde para llegar a tiempo a casa, chaval.