El misterio de Sant Mena

27 de abril de 1990

Había un sitio debajo de la escalera por donde no pasaba nadie casi nunca. El Amador se sacó un vasito de chupito que llevaba metido en el bolsillo del chándal y lo puso boca abajo encima del papel con las letras y los números que había dejado antes en el suelo. El puto cabrón los había convencido para que lo siguieran a «un lugar secreto» para «hacer una sesión d'espiritismo» y los cuatro pardillos (el david, los dos Sergios y el Enri) habían cogido y le habían ido detrás sin pensárselo dos veces, «vamos, va».

—Esto para qué es?

—Para contactar con los muertos.

—Qué me'stás contando, tío?

—Qué muertos?

—Eso no se sabe.

—No?

—No. Mi tío dice que'so lo diciden ellos.

El Enri, que había estado en casa del Amador una tarde para jugar una partida a la amiga 500 que le habían traído los reyes, «flipa, chaval», había tenido ocasión de ver a su tío en movimiento. Era un tipo de lo más peculiar. Vivía algunas temporadas con ellos, en su propia habitación, y le daba de fumar al Amador cuando sus padres no estaban. También tenía un montón de revistas guarras de tías en pelotas debajo de la cama. El Amador le pillaba las «penthouse» cuando le salía de la punta del nabo y luego, a la hora del patio, les hablaba de las peras, peritas y perolas de las tías buenas que salían allí dentro y, joder, lo oías hablar y, quieras que no, te contagiabas del entusiasmo que sentía por las mujeres desnudas de la «penthouse» (escrito así, «que'ra en estadounidés»).

—Yo me parece que paso, tío.

—Por?

—Qué pasa? Que te da yuyu o qué?

—Mi iaia dice que'so no's un juego, eh?

—Pues claro que no, tío. Esto va'n serio, joder.

—Razón de más, no?

—Razón de más pa'cerlo, chaval.

—Por?

—Porque así podremos saber qué quieren.

—Los muertos?

—Sí, tío.

—Pero… pa'qué quieres saberlo, tío?

—Joder, pues pa'saber qué'stá pasando por el pueblo d'una puta vez, no?

—Ellos te lo dicen?

—Si les preguntas primero, sí.

—Pero no dicías que no se sabe quién sale?

—Y no se sabe, chaval, pero mi tío dice que lo saben casi todo.

—Yo no me lo creo, eso.

—Joder, chaval, pero no ves que'stán todos al otro lao, como vigilando?

—Ya.

—Pues?

—No sé, tío.

—Va, va. No's riléis ahora, joder.

En la penumbra del hueco de la escalera, un lugar «bastante secreto» por donde no pasaba nadie casi nunca, los chavales acabaron acercándose al papel con las letras y los números que el Amador había dejado antes en el suelo. La verdá de la buena era que ninguno quería sentarse allí y cerrar el círculo, pero, por no quedar mal, entre los unos y los otros fueron colocando cada pieza en su sitio y, al final, «cre-cre-cre», la estaban liando gorda.

—Vale, bien, tíos.

El Sergio L. fue el último en poner el dedo sobre el culo del vasito. Oía el griterío de los niños en el patio como el que oye voces de otro mundo. Podían ser las once de la mañana como podían ser las dos de la madrugada, chaval. Eso daba exactamente igual. En el interior de la cripta de los muertos, era siempre la misma hora y el Sergio L., desde que habían bajado, no había dejado de pensar en los pies resecos que se veían en los nichos. Los habían puesto sin nada, eh, tío? Y él no se pensaba que se pudiera hacer eso, sabes que te digo?

—Ei, tíos…

—Qué?

—Ahora, en serio.

—Qué pasa?

—Yo diría que no's buena idea, esto.

—Por?

—Porque's mejor no molestar, vale?

—Ya.

—Que no, tío. Que no pasa nada, no?

—No? No nos puede pasar nada si hacemos esto?

—No, tío. Yo diría que no.

—Bueno…

—Qué?

El Amador tuvo que quitar el dedo del vasito un momento.

—No habéis oído la historia del Míguel R.?

—Qué historia?

—Una d'un chaval, que se quedó pajarito.

—No.

—Qué chaval, tío?

—Uno que'staba aquí, en el cole, como nosotros.

—Eso cuándo?

—Eso no se sabe, chaval. Pero no hace mucho, no te pienses.

—Y qué le pasó?

—Que lo hicieron mal.

—El qué?

—Esto.

—Sí?

—Sí, tío. Levantaron el vaso antes de tiempo y se les escapó el espíritu de dentro.

—Qué dices, tío?

—Que sí, c'ara, chavales, cuando'mpecemos con esto, es muy, muy importante que no levantéis los dedos hasta que no lo hayamos cerrado del todo, vale?

—Vale.

—Sí.

—Qué pasa, si no?

—Que'l espíritu no se va y se te puede meter dentro, como le pasó al Míguel.

—Se le metió dentro?

—Sí. Se ve que se le volcó el vaso, asín, antes de tiempo, y se le metió un humo por la nariz, fiiiu… y, desde'ntonces, que'stá pajarito, el chaval.

—Joder, no?

—Ya te digo, tío. Seguro que l'habéis visto por el pueblo más d'una vez.

—Al Míguel?

—Sí, chaval. Es un pavo que'stá todo'l día con la motillo, pa'rriba, pa'bajo.

—Uno que tiene un poco de cara de mongolito?

—Ése, tío. Ése, ése.

El david lo recordaba de lejos, de verlo subido en su motocicleta, por las calles de mierda del barrio de Can Baixeres. Como últimamente paraban más por la plaza del caracol que por otros sitios, lo había visto cruzar varias veces por delante de la fábrica abandonada, «rem-rem-reeem», como una cosa más del barrio, como algo que no tuviera ni voz ni vida propia, pero, joder, a él, al david, le daba más bien penilla verlo pasar en su moto porque el pobre chaval iba casi siempre solillo por ahí, como si no tuviera ningún amigo, ni nada, en la vida, sabes?

—Y no se cura?

—El qué?

—Eso.

—Pues no sé, ni puta idea, tío, pero va, va, va, vamos a'mpezar ya, que se nos pasa'l tiempo, eh?

—Vale, va.

—Acordarse de que no podéis levantar los dedos hasta que yo's lo diga, vale?

—Sí.

—Sí, sí.

—Vale. Vamos p'allá…

Después de que todos hubieran puesto un dedo sobre el culo del vasito, el Amador cerró los ojos y se concentró muy fuerte en no sé qué mierdas que había que concentrarse al principio, a lo primero de todo (el david, los dos Sergios y el Enri se quedaron callados, como mudos, mirando a ver qué pasaba).

—Hola? Hay alguien ahí?

Nada. No. El vasito se estaba quieto en el centro del papel donde el Amador había escrito a boli todas las letras del abecedario, los números del cero al nueve y un «SI» y un «NO» bien grandes (así, en mayúsculas).

—Queremos contactar con los espíritus del más allá… Hay alguno cerca?

El vaso se deslizó sobre el papel sin permiso de nadie, «shrrr», y se detuvo sobre el «SI». El Enri miró al david y el david, sólo con mirarse, le aseguró que él no había sido, chaval.

—L'has movido tú, tío?

—Chst! Cállate, pavo.

El Amador, joder, negó con la cabeza y, luego de recomponerse, preguntó:

—Quién eres?

El vaso volvió a deslizarse sobre la superficie del papel, «shrrr».

—E… De… U…

El Amador cantaba las letras y el Sergio L. las iba juntando en su cabeza, con sentido: «e-d-u». El A., sin embargo, estaba más pendiente de las sombras que había a su alrededor, en el hueco de la escalera. Había algo realmente chungo en la manera que tenía el vaso de moverse, tío. Iba suavito y, aunque había comenzado como lentillo, cada vez cogía más velocidad.

—Edu?

—No's el niño muerto?

—Cuál? El niño del pozo?

—Tíos, tíos…

—Qué? Qué?

—Esperarse, vale?

—Qué?

El Amador volvió a poner la mirada fija en el vacío.

—No nos engañes más. Di la verdá. Di quién eres.

Su tío le había avisado de que habían espíritus burlones, que decían mentiras sólo para divertirse. El vasito volvía a deslizarse sobre el papel, «shrrr», y el Amador, el david y el Enri repetían las letras en voz alta, a la vez: «ese, o, y griega, y griega, o». El Sergio L., en cuanto lo supo, no se pudo quedar callado:

—Quién?

—E… ele… ene… i… eñe… o… de… e… ele… pe… o… zeta… o…

—El niño del pozo?

—Qué te pasó?

—Eme… e… co… gi… o…

—Quién?

—Om… be… erre… e… ma… lo…

—El hombre malo, tío?

—Sí.

—Hostia, tío. Pregúntale qué le hicieron, tío.

—Qué te pasó, Edu?

—Eme… ue… erre… to… po… zo…

Después de aquello, se quedaron quietos, con el dedo sobre el vaso. El espíritu descarnado del Edu, del niño muerto, les acababa de confesar que un hombre malo lo había matado en un pozo. El Amador pidió calma a sus colegas con la otra mano, «tranqui, tíos», porque aún podían estar mintiéndoles. Luego, mirando a la nada del hueco de la escalera que tenían delante, se dirigió a la presencia espectral que ocupaba el espacio, a su alrededor:

—Dónde'stás ahora, Edu?

Nada.

—Nos puedes decir en qué pozo'stás, Edu?

El Amador hizo que sí a sus colegas, «ara, ara, tíos», y el vasito volvió a deslizarse sobre el papel, «shrrr». El movimiento dibujó la palabra «castillo» en menos de un momento y el A. miró al Sergio de seguida, en plan «no, tío, no cuela», pero el Sergio L. (sin abrir la boca) le pidió que se esperase un poquillo, «que ya verás tú», vale?

—Pregúntale si es el pozo de la cripta.

—Qué cripta?

—La del castillo.

—Vale, vale… Estás en el pozo de la cripta del castillo?

El vasito, «shrrr», se fue directo al «SI».

—Buah, tío.

—Qué pasa?

—Que'so no puede ser, tío.

—El qué?

—Eso que dice'l fantasma.

—Que'n la cripta no hay pozos, tío.

—No? Seguro?

—Que'sto's una trola, pavo.

—Que t'estás quedando con nosotros, mamonazo.

—Que no, que no. Que no soy yo. Que te juro que no soy yo…

—Joder que no, tío.

Pero, en el fondo, el Amador tenía que reconocer que allí no se había dicho nada que no se supiera de antes. Al menos, al menos, hasta que le habían preguntado «al espíritu» por el pozo de la cripta que, por lo visto, no existía. Si sus colegas ya no se fiaban mucho de él después de lo que les había hecho el sábado pasado, cuando los había «dejao tiraos» porque «s'había quedao dormío», el «espíritu mentiroso» (en aquella hora del patio del veintisiete de abril de 1990) lo estaba dejando de mentiroso a él.

—Que no. En serio, tíos. Que mi tío dice c'hay espíritus burlones, que cuentan mentiras todo'l rato, pa'joder. Esperar, ya veréis… Eres o no el Edu? Ahora dinos la verdá, va.

El vasito, «shrrr», se fue directo al «NO».

—Lo veis? Yo'stoy como vosotros. Yo no toco'l vaso casi-casi.

—Pero tú te sabías el nombre del Edu como todos, chaval. O no?

—Que no, tío.

—Joder que no.

—Vale, vale. Va… Preguntarle algo que yo no me sepa, va.

El Sergio miró al A. y el A., al david y al Enri.

—Había una telaraña?

—Dónde?

—En la cripta?

—Sí, no?

—Pregúntale.

—Había una telaraña tocha, allí?

El vasito, «shrrr», se fue al «SI» y se detuvo en seco.

—Vale. Ara pregúntale qué había justo debajo.

—De la telaraña?

—Sí.

—Vale, tío.

El Amador cogió aire y le preguntó al espíritu sin forma que tenía delante:

—Si no eres un espíritu mentiroso, dinos qué había debajo de la telaraña, va.

—Eso.

El vasito esperó a que dejase de sonar el timbre del final de la hora del patio antes de volver a deslizarse, «shrrr», sobre la superficie del papel. Y fue rapidito, chaval, como si temiera que la montonera de críos que volvían a clase corriendo pudiera interrumpir sus últimas palabras:

—Bo… ca… pe… ele… u… to… ene… i… a…

—Eh?

—No sé, tío.

—Has sío tú?

—No.

—En serio.

—Que no.

—No has sío tú?

—Que no, joder.

Y, en aquel momento, les alcanzó de lleno el griterío de los niños del patio y el Amador aprovechó la ocasión para apartar el dedo del vaso igual que si le hubiese dado un chispazo o algo.