El misterio de Sant Mena

27 de enero de 1986

…porque la pupa del brazo se le ponía también en los sueños y, cuando se sentaba a la mesa, en la cocina de su casa, la leche se le había enfriado «una barbaridá» y su madre ya no estaba más, «hijo mío, hijo mío». Él tenía miedo de que se perdiera para siempre por el pasillo oscuro, mientras andaba a voces con las puertas, porque todos se habían empezado a olvidar de su nombre, que no lo buscaban, ni nada (él mismo no lo decía nunca en voz alta por si lo podían oír por el agujero negro de la pared, «uuu, uuu»). A veces, cuando se rascaba las pupas de la cocina de su casa, pensaba que, si no se oía su vocecilla, sería como los muertos que hablan solos en sus tumbas, que no los oye nadie, al final. Y un poco, a lo mejor, él se había muerto ya y no lo sabía todavía porque no se lo había podido preguntar a nadie, el pobrecillo. Por eso, aunque estuviera soñando cosas buenas de sus amiguillos del barrio, llamaba a su madre y escuchaba el ruido de la motillo de su hermano, que aparcaba fuera de la casucha rota porque venía a buscarlo, que tenían que ir al cole otra vez, «tran-tran-tran-tran». Si alguien se asomaba al escondite y le preguntaba «eres tú, chaval?», él se tapaba muy fuerte con las mantas porque ya no era él. Al principio de todo, le habían quitado el nombre, que era lo que usaban sus padres y su hermano para llamarlo (él, a lo primero de estar allí, tenía mucho miedo y lloraba todo el rato y eso, «uuu, uuu», pero, después de ver las cosas que había, se había enfadado con todo, «la putacabra ya», y no quería saber nada. Las pupas del brazo le escocían un montón cada día y le enfadaba más todavía que tenía calor y frío al mismo tiempo, «uuu, uuu». Los de abajo-abajo, para curarlo, le escupían el suco de los bidones, pero no le daban nunca, que eran todos muy mentirosos, y el suelo, al final, se estaba llenando de charcos de babas y de agua sucia de barro. Él, si no hubiera tenido tanto frío en las manos y unas cosquillitas muy molestosas en la punta de los dedos, habría puesto una piedra gorda en el agujero y «ya está o qué», pero tenía miedo de no volver a oírlo, «tran-tran-tran-tran», porque se quedaría solito y triste para siempre, pero, si le preguntaban «estás ahí, chaval?», él se tapaba la cabeza con la manta y decía que no. «No». Y es que, a veces, le tiraban bollitos dulces desde arriba (bollicaos, fosquitos y cosas ricas de comer), pero había veces que le echaban la cuerda gorda de los nudos gordos, «uuu, uuu», porque querían sacarlo del pozo a la fuerza para llevarlo otra vez con el gusano de los muchos nombres, «larvam, larvae, larvae, larva», y él no quería ir, «joder la puta, ya todo, con la sangree e e