El misterio de Sant Mena

28 de enero de 1986

Abrió la puerta, «clinc, clinc», y retrocedió por un instante a los días felices de su infancia. No tendría más de cinco ó seis años cuando su padre lo mandaba a por clavos a Cal Tomeu, «y te traes el cambio, mocoso». La ferretería de su pueblo era uno de esos negocios que no se mantenían iguales en el tiempo gracias al polvo que acumulaba en sus estantes. Nunca fue un comercio próspero (pocas cosas podían serlo en el suelo de Sant Mena, en verdá). L'Anton lo recordaba de siempre como un lugar oscuro, miserable y viejo (como tantos otros rincones de su niñez).

El mismo pasillo entre dos estanterías altas, repletas de trastos, bandejas y cajas, conducía hasta el mostrador donde el Tomeu mantenía un ojo atento a las variaciones del mundo exterior. El otro, solía dormir largamente, como el resto del local. Sin embargo, aquella mañana del veintiocho de enero de 1986, l'Anton se encontró con que otro hombre (alguien alto y delgado, puesto de espaldas a la puerta de la calle) había entrado antes que él.

—Y lo necesita para…?

—Sí, para romper una cadena.

—Cómo de gruesa?

—No sé, una cosa así.

—Así?

—Sí, más o menos.

—Pues vaya… Sí que cuida usté de su bicicleta.

—Sí.

—Espere aquí un momento, por favor.

—De acuerdo.

El viejo tendero salió de detrás del mostrador y se perdió en la oscuridad polvorienta de un pasillo cualquiera, «no tardo más que un segundo, caballero». L'Anton, entre tanto, se puso detrás del hombre alto y le preguntó si era el último. Éste se volvió a mirarle y le dijo que sí, que él era el último y que «hola, qué tal». L'Anton, «hola, buenos días», contestó que bien mientras se encogía un poco de hombros porque, aunque ya había visto que estaban los dos solos en la tienda, tenía que preguntarlo de todos modos. Luego, bajó la voz y se oyó decir:

—Cualquiera'ncuentra nada aquí…

—Desde luego.

La mirada de ojos claros de aquel tipo le había inspirado confianza. Lo tenía que tener visto del pueblo. Le sonaba de algo, de hacía unos años. Estuvo a punto de preguntarle por la cadena de la bicicleta de su hijo, pero el viejo Tomeu apareció a tiempo con una herramienta enorme en las manos (una suerte de tijeras pesadas, de brazos larguísimos).

—Aquí tiene.

—Vaya…

—Qué?

—No, nada. Qué le debo?

—A ver…

El tendero buscó el precio de la herramienta en algún punto del mango, «sí, aquí». Según pudieron observar, el importe estaba dibujado a mano, con rotulador negro: «7.495 pts».

—Serán siete mil quinientas pesetas, caballero.

—Caramba…

—Vale mucho la pena.

—No lo dudo.

—Los materiales con los que trabaja esta casa son buenos.

—Ya, pero no sé si… si llevo tanto encima…

Mientras el hombre alto buscaba en los bolsillos de su chaqueta y de su pantalón, l'Anton aprovechó la ocasión para sacar la cabeza y, refiriéndose a las tijeras que había sobre el mostrador, le preguntó al viejo tendero:

—Es una cizalla?

—No, señor.

—Ah, no?

—No, señor. Si lo que quiere es cortar chapa, puedo traerle una cizalla.

—No, no. Yo lo que quiero es cortar una cadena…

—De qué grosor, caballero?

—Pues… una cosa así.

—Tanto?

—Sí.

—Pues necesitará usté uno de estos, exactamente.

—Y… no lo tiene más barato?

—No, señor. Por no tener, no tengo más que este, ahora mismo.

—No tiene otro?

—No, señor. Tendría que pedírselo al almacén.

—Y qué tardaría?

—Dos ó tres días, caballero.

—Uf… Es mucho.

—Eso depende de la prisa de uno, no cree?

—Es que me corre prisa, sí…

—Ya imagino, señor. Si también ha perdido la llave del candado, y le corre prisa como dice, yo le recomendaría que recurriera a los servicios de un cerrajero. Tendría el problema resuelto en cuestión de unas horas, caballero.

—Ya.

Pero no. L'Anton no podía pedirle a nadie que forzase el candado de la verja del castillo por él, porque sí. Después de fatigar las cunetas de la carretera de Caldes en busca del cuerpo del Rafa, se había convencido de que el ruïdo de la capilla, «crum-crum, crum-crum», podía ser de una persona maniatada, reducida y amordazada en la oscuridad de un zulo. En su cabeza de hombre llano, el Rafa (o alguien vivo) luchaba con ansia por librarse de unas ataduras que lo mantenían preso, «crum-crum, crum-crum», en contra de su libre voluntad.

Aquella forma repugnante de masticar piedra, madera o hueso también podía producirse por la fricción desesperada de una cuerda (u otro material) contra lo que fuera que tuviera a mano el pobre preso. L'Anton había buscado en la riera de Sant Mena y no había encontrado nada entre las cañas. A fuerza de remover zarzas y piedras, le había entrado en la mollera que el Rafa (o alguien vivo) estaba encerrado en el interior de la capilla del castillo de Sant Mena, que no?

Porque, si pasabas el tiempo suficiente encerrado en una mazmorra, te podías volver loco de remate, «crum-crum», y masticar cualquier cosa que tuvieras a tu alcance, «crum-crum, crum-crum». La privación de luz, de agua y de aire limpio arruinan a cualquiera, Anton, y el hombre solo que pasa muchas horas en la soledad de una gruta, finalmente se comunica con las sombras que tiene a su alrededor, «crum-crum, crum-crum, crum-crum».

—Y bien?

—Eh?

—Qué quiere hacer, señor?

—Eh… No lo sé.

—Le pido otro cortapernos?

—Esperen…

El hombre alto hacía que no con la cabeza.

—Sí?

—Que… Que me temo que no llevo suficiente…

—Cuánto le falta?

L'Anton se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un billete marrón, de cinco mil pesetas. Debía traer algunas monedas más de cinco y de veinte duros en los pantalones, pero no pensó en ellas porque la calderilla la reservaba para las tragaperras y los carajillos.

—Dos mil quinientas.

—Y si las pongo yo?

—Cómo quiere decir?

—Yo se las presto.

—Sí?

—Sí. Yo le presto lo que le falta y usté luego me presta el corta… el…

—Cortapernos, señor.

—Sí. Si le parece bien, claro.

El hombre alto se pasó una mano por la barba, con mucha calma.

—Está bien.

—Hecho, entonces.

L'Anton le tendió la mano y el hombre alto se la estrechó con franqueza.

—Encantado.

—Me llamo Anton.

—Yo soy el Carles.

—Pues… aquí tiene.

Y le ofreció su billete de cinco mil al Carles sin vacilación y éste lo cogió y se lo dio, junto al suyo, al viejo Tomeu, que se cobró sin falta las siete mil quinientas pesetas del cortapernos. Luego de rellenar un albarán con letras apretujadas, el tendero le entregó el cambio directamente a l'Anton, «sus dos mil quinientas pesetas, caballero», y el papelucho, al Carles.

—Gracias.

—Esto es suyo.

—Sí.

El Carles cogió la herramienta del mostrador y se dirigió a l'Anton.

—Y bien?

—Qué?

—Cómo quiere hacerlo?

—No lo sé.

Porque, como tantas otras cosas en la vida, no lo había pensado.

—Le corría prisa, no?

—Sí.

—Quiere hacerlo ahora?

—Mejor, sí.

Y trató de coger el cortapernos de manos del Carles, pensando en marcharse solo al páramo del castillo, pero el Carles, por lo visto, tenía otros planes para su nueva herramienta.

—Si no vive lejos…

—Qué?

—Que prefiero acompañarle.

—No, no. Vivo aquí al lado, en Climent Humet.

—Ah, está bien (es cerca).

—M'acompaña, entonces?

—Sí. Es que…

—Qué?

—Digamos que también lo necesito con cierta urgencia, yo.

—Sí?

—Sí. Tenía pensado usarlo esta mañana, sí.

«Mientras haya luz» no pensó más que pensarlo. El Carles tenía intención de volver cuanto antes a la fábrica abandonada de Can Baixeres a deshacerse por la fuerza de la cadena que le impedía acceder al interior de la nave. Desde las ventanas del callejón (desde el hueco del intradós que los manobres no habían sabido cubrir con ladrillos), había visto las velas de que le habían hablado los chicos del C en su momento (además de las botellas vacías, el colchón y los condones tirados por el suelo). Pero, por más que se había asomado, no había hallado rastro de ningún componente de magia ritual.

—Si le corre prisa, lo dejamos estar, eh?

—No, no. Tengo tiempo de acompañarle un momento a la puerta de su casa, si le viene bien… Romper una cadena con esto no puede llevarnos mucho rato, no?

—No (no creo).

—Eso digo yo.

La gran cruz invertida que alguien había pintado (a brochazos, de rojo sangre) sobre la puerta doble del edificio era, sin duda alguna, una representación de la cruz de San Pedro que ciertos cultos satánicos habían tomado como suya (en la medida en que se proponían invertir los valores morales del culto cristiano, una cruz puesta del revés era un hallazgo tan simple como efectivo). Pero, al Carles, lo que verdaderamente le movía aquella mañana de martes era la motocicleta que había visto aparcada junto a la entrada, en el interior de la fábrica.

—Vamos?

—Vale.

L'Anton salió de la ferretería seguido del Carles, «clinc, clinc». Luego enfilaron unos metros de cuesta, los últimos de la pendiente, y giraron a la izquierda, en dirección al castillo por la antigua vía de Climent Humet. Hablaron poco («a qué se dedica?», «soy profesor», «de qué?», «de ciencias naturales», «pues yo pongo gasolina», «ah, ya, y bien?», «sí, bien») porque no se conocían de nada y tenían mucho en qué pensar. Por ejemplo, en la muerte cruel de la joven Loli y en la desaparición del pequeño Eduardo. L'Anton, llegado el caso, tenía pensado entrar solo en su casa con el cortapernos prestado y hacer ver como que cortaba algo durísimo antes de volver a la calle y darle las «gracias por todo» al bueno del Carles.

—Y cómo es que no trabaja hoy, Carles?

—Qué?

—Es martes, no?

—Sí, sí. He pedido el día libre. Tenía algunos asuntos propios que resolver…

—Sí?

—Sí. Son de esas cosas que vas dejando pasar, sabes?

—Ya, ya… Y, al final, llega un punto que no puedes dejarlo estar más tiempo, verdá?

—Exacto.

El Carles vio la fachada de la ermita unas casas más abajo.

—Y usté no trabaja hoy?

—Hago'l turno de tarde, yo.

L'Anton pasó por delante de la puerta de su casa como si no la conociera de nada.

—Carles…

—Sí?

—Puedo contarle algo?

—Sí, claro.

Y siguieron caminando. L'Anton se quedó callado. Se veía perfectamente que estaba midiendo sus palabras. El Carles, entre tanto, tuvo ocasión de contar que, pasada la ermita de Santa Caterina, sólo quedaban tres casas a un lado de la calle (en frente, tras una tapia ruinosa, se adivinaba un solar de hierbajos y sombra). Le pasó por la cabeza que debería llamarle la atención a aquel hombre, «ep, oiga, que se nos acaba la calle», pero el Carles no tenía (aún) motivos para dudar de sus intenciones.

—No ha notado que pasa'lgo raro?

—Algo raro?

—Sí, en el pueblo…

—Lo dice por la…?

—Las desapariciones, sí.

—Sí. Estoy al tanto…

—Pero no es sólo eso, Carles.

—No?

—No.

—Qué quiere decir?

—No ha notado algo más?

—Hombre…

Estaban dejando atrás Climent Humet y l'Anton continuaba adelante, como si nada. A mano izquierda, ya no quedaban más edificios (sólo maleza y campos sin cultivar) y el Carles atravesó el cruce con Doctor Fleming repitiéndose por lo bajo que aún no tenía motivos para dudar de las intenciones de aquel desconocido.

—No sé a qué se refiere.

—No?

—No.

—Yo sí. Llevo varios días… Bueno, no sé, desde que'mpezó todo'sto, sabe?

—A principios de año?

—Sí, más o menos. He'stado buscando al Rafa por muchos sitios, sabe?

—Al Rafael, el hermano mayor del niño desaparecido?

—Sí.

—Lo conocía?

—Sí, a los dos. He mirado por estos caminos… y he mirado en la riera y en la carretera que lleva a Caldes, también… pero no lo he visto, nada.

—Ya.

—No sé, Carles. Lo mismo le parece una locura esto que le digo, pero algo me dice que está ahí metido.

—En el castillo?

—Sí.

El Carles comenzó a asentir, más convencido. La equis estaba despejada. En el caso de l'Anton, tampoco había ninguna cadena de ninguna bicicleta y, aunque hacía un rato que habían dejado de pisar sobre asfalto, «cram, cram, cram», siguieron adelante, en dirección al viejo castillo de Sant Mena.

—Ya entiendo.

—Sí?

—Sí.

—Vale.

—Pero, Anton… dígame una cosa.

—Qué?

—Por qué piensa que está ahí?

—Si se lo cuento, no sé que dirá de mí… Lo mismo me toma por loco.

—Sigo aquí, no?

—Sí, sí, pero…

—Pero qué?

—Uf…

L'Anton resopló por no turbarse demasiado.

—Hagamos una cosa, Anton.

—Qué?

—Yo le digo que no hay ninguna cadena que cortar en mi casa y usté…

—Qué?

—Y usté me cuenta lo que tenga que contarme, sin manías, vale?

—Vale.

L'Anton levantó la vista y señaló a la vieja mole de piedra.

—Fue allí, junto a la capilla.

—El qué?

—Un-n ruido o algo. Era… era como si alguien masticase dentro.

—Dentro de la capilla?

—Diría que sí.

—No sería fuera, no? Hay veces que…

—No. Estaba dentro.

—Vale.

—Tengo que'ntrar, Carles. Tengo que verlo.

—Está bien. Esto tendría que valernos…

Se refería, «claro está», al cortapernos de siete mil quinientas pesetas de la ferretería de Cal Tomeu. El Carles, cuando estuvieron a las puertas del castillo, dejó que l'Anton pasara delante y se explicase.

—Procedía d'ahí dentro…

El hombre le indicaba un ventanuco que había en la pared exterior de la capilla, cerca del ábside, a unos tres metros del suelo. No se veía ni se oía nada. El Carles, «está bien», subió la cuestecilla que conducía a la verja de entrada y comprobó que la cadena no era mucha para su cortapernos.

—Parece que vale.

—A ver?

L'Anton se acercó a ver que el bocado de las tijeras daba para morder el metal de aquellos eslabones. Cada vez estaba más cerca de resolver el misterio del lugar. Sólo faltaba apretar con fuerza… y «clac»!

—Adelante, va.

—Espere…

—Qué?

—No sé si podemos…

—Por qué?

—De quién es esto?

—No lo sé.

El Carles, de repente, sintió algo de vértigo. Se estaba saltando demasiadas vallas de golpe. Se había tomado la libertad de tomarse un día lectivo como día libre, se había gastado cinco mil pesetas en un cortapernos que sólo tenía pensado utilizar una vez y había acompañado a un desconocido («encantado, me llamo Anton») al castillo de Sant Mena para romper la cadena que algún particular había puesto allí por los motivos que fueran (ninguno de los dos consideró que nadie pudiera llamarse marqués en el tiempo de los cielos vaciados y las cabezas nucleares).

—Quite, que ya lo hago yo…

—No. Espere…

—A qué?!

—Mire la puerta, dentro. Aunque entremos ahora, no pasaremos de ahí…

—El qué?

El Carles estaba en lo cierto. Por más que rompieran la cadena de la entrada, se quedarían (otra vez) a las puertas del misterio del castillo de Sant Mena, «crum-crum, crum-crum». Las dos puertas de la capilla (una doble y otra simple, justo al otro lado de la verja) parecían demasiado robustas como para echarlas abajo a empujones. L'Anton sintió tanta rabia que le tiró un puntapié a los barrotes, «planc». El Carles, entonces, bajó el cortapernos.

—Necesitamos algo para forzarla.

—Sí, joder.