El misterio de Sant Mena

29 de diciembre de 1988

Todavía estaba mojada. Lo notaba al moverse, en la ropa de las bragas. Tenía el coño contentillo. Sólo de pensar en lo que había hecho por la mañana, hacía un rato, se sentía guarra, sucia y mal. Dejó dicho al encargado de planta que se tenía que ir un momentillo al lavabo, «es que me hago pis», y se sacó un cigarrito del bolsillo delantero de la bata nada más perderlo de vista. No sabía si echarse un piti antes o después de hacerse un dedo.

Estaban a dos días de la fiesta de nochevieja y la Raquel C. hacía casi tres años que no salía de farra por ahí, con lo que le gustaba a ella una buena polla, joder. Desde que había sido mamá y se había casado, la pobre no había vuelto a salir con las amigas, ni se había vuelto a emborrachar. Era una buena madre, vale, pero no tenía ningunas ganas de ser una esposa perfecta. Porque, si la vida no era aquello que estaba pasándole cada día en una fábrica del polígono industrial de Sant Mena, que se la devolviesen, por favor, que alguien se la había quitado.

La Raquel C. se metió en un lavabo de los lavabos, se sentó en la tapa del váter y se desabrochó rápidamente el botón de los tejanos. Luego se sacó el mechero de los pantalones y se encendió el piti que traía en la boca, «fuuu». Era muy cerda. Cuando quería, podía ser la más puta de todas. Se mojó dos dedos con la lengua y miró a ver si había echado el pestillo de la puerta, que nunca se sabe, chica. No estaba puesto. Daba igual. La Raquel se metió la mano en las bragas y lo notó todo muy mojadito. Y caliente.

—Menos mal, tía.

Aunque no se le hubiese caído la lata de aceitunas rellenas del mostrador, aquel tío hubiese encontrado la manera de entrarle como fuera. Le habría valido cualquier otra excusa, al final. Le había dicho «ten, guapa» y le había devuelto la lata con la sonrisilla de capullo que traía puesta de casa. La Raquel le dio las gracias, claro. Estaba en un punto de la vida en que no sentía ni pena ni asco por los tíos. Al menos, por la mayoría. Por eso, cuando ella se ponía un buen escote por las mañanas, no se molestaba demasiado con las chorradas que llegaban a soltarle algunos como «hola, qué tal, soy el Paco, pero tú puedes llamarme Soni». O que pudiera parecerle guapa a nadie, sabes? Ella también tenía un espejo en el baño de casa y tenía asumido (desde hacía tiempo) que sus dos tetas daban mucha hambre y muchas ganas de follar:

—Te acompaño?

—Perdona?

—No… Digo que si t'ayudo con la cesta.

—Ah, no. Si no pesa tanto, gracias.

—Si no me cuesta nada mujer…

Y la Raquel se lo cuestionó en serio: Vale?

—Vale. Pero tampoco hace falta, eh? Que tengo'l coche aquí mismito…

—Razón de más.

—Eh?

—Que menos trabajo me cuesta, no?

—Sí.

—Vamos?

Vamos, Raquel?

—Vale.

El pavo lucía un bigotillo de lo más estúpido en mitad de la cara (como de tipo malo de peli mala), pero vestía chulo y olía bastante bien. La Raquel supuso al momento que tenía que currar en un banco o algo así, sabes? Pero no le dio mucha importancia, tampoco. El tío tenía su puntillo, que no? Aun así, mientras iban camino del coche, la Raquel se puso a pensar la manera de quitárselo de encima, rollo «bueno, sí, pues muchas gracias» o «ya nos veremos en otra, eh?», pero la verdá era que no paraba de verse en el asiento de atrás del coche, con aquel tío, follando como animales. A las malas, podían parar un momento en cualquier descampado, a plena luz del día. Porque ella necesitaba follar. Necesitaba acordarse de qué se sentía jodiendo fuerte, pero, detrás de cualquier cara amable, cabía esperar de todo un poco, no?

—Lo tengo allí.

—Vale.

La idea que bullía en la Raquel de manera sorda y constante era dejarse llevar a lo más guarro de su existencia (aunque sólo fuera por un rato). Se trataba de no hacerse demasiadas ilusiones y conformarse (al menos) con sentir las ganas de follar de otro en la piel de las tetas. O donde fuera, vamos. Si luego resultaba que el tipo se comportaba y conseguía que se corriera, pues mejor que mejor, pero, vamos, que, si no, seguro que el calentón le daba para hacerse luego un dedo en el comedor de casa, mirando la tele, si la nena se quedaba dormidita. O en el lavabo de la empresa, si la cosa le picaba mucho.

—No nos conocemos de algo?

—Nosotros?

—Sí, de antes.

—Pues… no sé.

—A ver? Déjame que te vea…

—Qué?

—Mírame un momento, por favor.

—Qué?

—Es que, a mí, no se m'olvida una cara así como así.

—No sé. Igual nos habremos visto del pueblo, no?

—No, no. Yo, a ti, te tengo que tener en mi agenda.

—A mí?

—Sí.

—No sé. Tú sabrás, chico.

Pero la Raquel estaba convencida de que tenían que sonarle muchísimo más sus tetas que su cara. Lo veía recordar. El Paco hacía como que miraba a ninguna parte, pero tenía los ojos hundidos en su escote. Follarían bien, si se ponían. Si los dos querían, podían ponerse las botas en el asiento de atrás del coche de la Raquel, pero la Raquel, por más que lo mirase, no podía saber que el Paco A. tenía una inmobiliaria y que, en efecto, estaba buscando donde había visto antes ese par de tetorras. Lo delató un fruncimiento en la mirada: las ubicaba en la zona de la Colomina, cerca de la plaza del ayuntamiento.

—No tenías un crío o algo así?

—Una niña, sí.

—Digo pequeñita.

—Sí. Ahora tiene dos añitos, por?

—Tú no te llamarás Yolanda, verdá?

—No, Raquel.

—Raquel, seguro?

—Sí.

—Claro.

—Qué?

—Ya caigo. Yo t'enseñé un piso en Francesc Layret. No t'acuerdas?

—No mucho, la verdá.

—Tampoco hace tanto, no?

—No. No sé…

—Yo diría que fue hace uno ó dos años.

—Ya, ya, pero que no m'acuerdo, yo.

—No t'hice un buen precio o qué?

—No demasiado, la verdá.

—Ya decía yo… Pero eso podemos arreglarlo, mujer. Seguro que todavía estamos a tiempo de hacerle un apaño, eh?

—Tú crees?

—Seguro, mujer.

Pararon con el coche al final del polígono, cerca de un camino de tierra por donde pasaba algún que otro camión cargado de runas. La Raquel no se podía creer lo que había hecho, al final. Le parecía increíble que se hubiese atrevido a encerrarse en el coche con un desconocido (así, como si nada), pero lo peor de todo era que se ponía perrísima acordándose del trayecto, cuando el Paco le había metido la mano entre los muslos y hablaban de bobadas o no hablaban de nada.

—Quieres uno?

—No, paso.

—Yo sí, tío.

De un tiempo a esta parte, fumaba demasiado. Tenía los dedos sucios de nicotina entre los labios pegajosos de la vulva y los movía nerviosamente todo el rato. No podía estarse quieta ni medio segundo. Sólo de pensarlo, se ponía mala. El Paco se le había corrido en las tetas sin avisar y le había salpicado un poquito la cara y el pelo, «perdona, tía». No pasa nada. La Raquel C. jadeaba muy bajito en el lavabo de la segunda planta de Kastol, cada vez más sola. Estaba cerca de correrse y no podía dejar de preguntarse si ella hacía cosas así porque quería o porque se había perdido mogollón en la vida.

—Sí, sí, sí…

Apretó el ritmo. El Paco, el cabrón, había ido por faena y le había sacado las tetas lo primero. Nada más verlas, se cogió la polla de los pantalones. No les hizo ningún asco, joder. Puede que estuvieran más feúchas que antes de la nena, pero el tipo tenía el morro grueso y no se quiso aguantar las ganas de correrse, así que se pajeó encima de ella, mientras se las iba manoseando a saco, «uaaa, tía». La Raquel se mordió el labio un segundo. Ya venía. Ya subía. Luego apretó las rodillas muy fuerte y se lo calló todo junto en la soledad del lavabo de la segunda planta de Kastol. El Paco, en el asiento de atrás del coche, se limpiaba el rabo con un pañuelo.

—Tenemos que vernos otro día.

—Tú crees?

—No sé tú, pero yo'sto tengo c'acabármelo… No t'apetece o qué?

—No sé.

—Te saco a cenar, venga.

—Quieres decir?

—En plan bien, eh?

—Es que tengo turno de tarde, yo.

—Que sales, a las diez?

—Sí.

—No s'hable más. Tienes pa'limpiarte?

—No.

—Ten.

El Paco le había pasado lo primero que había pillado. La Raquel vio que era la blusa que traía puesta, pero, como no tenía otra cosa a mano y el semen se le estaba enfriando encima, se frotó la piel con cuidado de no hacerse daño. Porque, por más que se restregase con la blusa, todavía apestaría a semen al llegar a casa. No se lo podía decir a nadie. Tenía que ducharse nada más entrar. Se limpió el cuello y un poco la cara y se miró en el espejo. El páramo de los camiones era un desierto de escombros a su alrededor. La Raquel se había metido en el coche con un completo desconocido. El vientre abierto de la muerta entre las cañas no era ningún aviso, chica, pero, por allí, no pasaba nadie salvo algún que otro camión cargado de runas mortales.