El misterio de Sant Mena

29 de enero de 1986

mañana

Miraba a la señora Enriqueta hablar y no lograba escucharla. Había empezado diciendo que tenía a su hijo Javi en casa, «sin hacer nada», y el Juan le había perdido el hilo poco después, cuando comenzaba a explicarle que estaba preocupada por él, como si al chaval le pasara alguna cosa, «que no quiere salir de casa y yo no sé, ya». El Juan hacía «a saber, señora» con los hombros y repetía «ya, ya» a cada rato porque no podía dejar de pensar en lo suyo (la Rosa, la paja con la mano llena de babas y la llamada de teléfonos del sábado por la noche). «Pues no sé, Rosa, ya nos veremos otro día», pero ya habían pasado cuatro, contando el miércoles, y seguía sin verla, joder.

Hacía diez minutos que la señora Enriqueta le había comprado una barra de medio, una ensaimada para el café y dos cañitas de chocolate con crema para su hijo, el Javi. Por salirse un ratito de su cabeza, el Juan trató de atenderla. La mujer le estaba hablando de una novieta que había tenido su chaval antes de marcharse a la mili, «en verano, así, como muy pechugona».

—Y yo no sé cómo se llama, la pobre, porque mi hijo no me cuenta nada.

—Ya.

—Pero nada de nada, eh?

—Ya, ya.

—Que's que no lo quiere contar, que's que tengo qu'irle yo detrás, sabes, hijo?

—Sí. Sé lo que's eso.

—Sí, hijo?

—Sí. Yo también tengo madre.

—Y novia, Juanillo?

—No, novia no.

—Claro, hijito… Después de lo que pasó.

No hacía ni un mes que habían encontrado el cadáver fresco de la Loli tirado en el barro de la riera y ya era agua pasada, de otro tiempo. El Juan no lo veía claro, aquello. La pobre muchacha (toda su vida, sus voces y maneras) se había fosilizado en un recuerdo más, en uno cualquiera, y ya no tenía derecho a estar entre ellos, los vivos, de igual forma. Y, a juzgar por los plazos del duelo, no quedaba mucho para que dejase de doler. En unos días, la invocación de su persona sólo le causaría algo de pena porque seguía solo en el puto piso de los cojones. El Juan necesitaba meterla en caliente ya y la mano de la Rosa, en su cabeza, seguía llena de babas.

—Hay que darle tiempo al tiempo, hijo.

—Sí.

—No hay otro remedio.

—Ya.

—Además, tú todavía eres joven y tienes toda la vida por delante, Juanillo…

—Usté cree, señora?

—Seguro, seguro. Tú vente arriba, que'res muy guapetón y seguro que…

El ruido de la puerta la dejó con la palabra en la boca. Alguien entró con el frío de la calle, «clonc, clonc». Era la Rosa S. y era muy pronto como para creerla verdaderamente allí, despierta (debían ser cerca de las nueve y media de la mañana del miércoles veintinueve de enero de 1986 y el sueño del invierno lo callaba todo, ahí fuera). El Juan, de primeras, no supo qué decir. Se preguntaba todo el rato si era ella, si era su Rosa la que había aparecido en su panadería, y necesitaba que alguien le dijera, «por favor», para qué había venido, sabes?

—Rosa…

—Ei, tío.

—Q-Qué pasa? C'haces aquí?

—No querías verme?

—Sí, sí.

—Pues aquí me tienes, tío.

—Sí…

Un fuego sin llama, un fuego como un gusano dentro del barro, le revolvió lo más puerco de las tripas y lo dejó con la mirada puesta en la figura menuda y tierna de la Rosa S. (su Rosa). La señora Enriqueta, que seguía en medio de los dos, fue la primera en darse cuenta de que allí estaba por pasar algo serio. La muchacha que acababa de entrar tenía los ojos muy tristes y, si no había llorado por el camino, estaba a punto de llorarlo todo.

—Juan, hijo, mira a ver qué te debo…

—No, nada, señora Enriqueta. Ya me lo da mañana, vale?

—Sí, hijo. Gracias, hijo. Haz el favor d'estarte por la chiquilla…

—Sí, señora Enriqueta.

—Mira a ver qué tiene, que parece muy triste…

—Sí, señora.

Y las lágrimas que no se habían derramado (todas aquellas lágrimas que estaban por caer de un momento a otro) se la habían puesto durísima al panadero Juan, debajo del delantal. La señora Enriqueta pasó junto a la Rosa, «adiós, hija», y salió por la puerta, «clonc, clonc». El Juan, que le fue detrás, echó la llave sin falta y le dio la vuelta al cartelito de «abierto» a toda prisa. Luego se volvió a mirar a la Rosa (su Rosa). Ella seguía allí, de pie, con churretes en la cara y algunos mechones de pelo pegados en la frente (tenían que estar sucios de saliva o sudor). También le estaba mirando.

—Y qué?

—No sé.

—Aquí'stoy, no?

—Sí.

—Y ahora qué?

—Ven.

El Juan se acercó a la joven y, cogiéndola de los hombros, la llevó hasta la trastienda, donde los sacos de la harina. Luego pensó en apagar las luces de la tienda, para que no les molestasen con chorradas, pero antes tenía que sentar a la Rosa en algún sitio.

—Ponte aquí.

Y la sentó sobre un montón de sacos, «plomf». El Juan se dijo que allí estaría mejor que encima de la mesa de trabajo. Luego se puso delante de ella, en cuclillas, y comenzó a desatarle los cordones de las botas (aquellas botas horrorosas que llevaba siempre puestas).

—Qué ha pasado, Rosa?

—Que paso de todo, tío. Que paso de marrones y de más mierdas, tío.

—Ya.

—Que sí, tío. En serio. Que no puedo más, vale?

El Juan le quitó una bota y, con el calor que se desprendió de dentro, le llegó una vaharada de tufo húmedo y maloliente. Luego se deshizo del calcetín (uno grueso, sucio y arrugado) y se quedó con el pie blanco y desnudo de la Rosa S. en la mano. Estaba justo debajo del nailon negro de la media y la polla del Juan, dando cabezadas salvajes, estaba a punto de reventarle dentro de los pantalones (no tenía dónde meterse, ya).

—Y qué quieres hacer?

—No sé, tío. Tú…

—Qué?

Luego le quitó la otra bota y el otro calcetín.

—Que no sé qué hacer, tío. Que'stoy hecha un lío, sabes?

—Ya. Tranquila…

Luego le puso las manos en las rodillas.

—Tú no te preocupes.

Y siguió subiendo por los muslos, con mucho cuidado de no molestarla. Luego se metió debajo de la faldita que llevaba puesta sin decir palabra. Buscaba con dedos nerviosos el principio de las medias negras. Tenía que quitárselas, pero la carne que andaba tocando era muy blanda y muy tierna y se ponía cada vez peor.

—Yo'stoy aquí, vale?

—Sí, sí, pero's que no sé qué voy a hacer, tío.

—Te puedes quedar conmigo, si quieres.

—En tu casa?

—Sí.

—Hostia puta, tío.

—Qué?

En cuanto agarró bien la banda superior de las medias, comenzó a tirar de ellas con mucha delicadeza. Tenía que bajárselas sin que se notaran mucho sus babas de pardillo.

—Que gracias, tío. Que muchas gracias, sabes?

—Va, no me jodas, Rosa. Tú sabes muy bien que yo no quiero otra cosa que cuidar de ti.

—Sí, tío.

—Pues te vienes conmigo.

—Vale.

—Vale?

—Sí.

—Y luego… ya vamos viendo, vale?

La piel de los muslos de la Rosa S. era blanquísima y, en su cara interna, cerca de donde el Juan vio algunos pelos negros y duros, había algunas marcas, como de cuchilla. Parecían cortes hechos con una hoja muy afilada (en aquel momento, si los dedos desnudos de la Rosa S. le hubiesen rozado la punta del capullo, no habría podido metérsela porque se hubiese ido al momento, hostia puta).

—Qué pasa, Juan?

—Eh?

—No te gusta lo que ves?

—Sí, Rosa. Me gusta mucho, Rosa.

Pero las cicatrices eran un asunto feo de cojones. El Juan siguió quitándole las medias, poco a poco. Sentía más pena que asco por sus heridas. Una ternura grandísima por el cuerpo y la carne de la Rosa S. se le crecía en el estomágo y le subía por el pecho, quemándole sin ruido ni daño. Era como un agujero negro de hambre. Quería besarle las marcas que había dejado la cuchilla en su piel como quien besa unos pies en señal de veneración.

—Tú me quieres, Juan?

—Sí, Rosa.

—De verdá, digo.

—Sí.

—Sí, tío?

—Sí.

—Pues yo t'agradezco un montón lo que'stás haciendo por mí, tío.

—No digas chorradas, Rosa.

—No. En serio, tío.

Luego de quitarle las medias, se las tuvo que llevar a la boca para bebérselo todo de un sorbo. No lo pensó demasiado. No olían a suavizante, desde luego, pero no podía querer otra cosa en el mundo. El Juan tuvo que cerrar los ojos para aceptarlo como era. Después, después de volver en sí, las tiró al suelo como algo sucio, como una cosa usada muchas veces, y le buscó las bragas debajo de la faldita.

—Juan…

—Qué?

—Tú crees que yo podré vivir como los demás?

—Claro que sí, Rosa.

—En serio?

—Si quieres…

—Qué?

—No sé. A lo mejor, puedes probar de dependienta, aquí.

—En tu panadería?

—Sí.

—Quieres decir, tío?

—Sí. Hace tiempo que busco una.

Luego de tirar de las bragas con ansia viva, pensó que, quizá, la Rosa S. podría ponerse detrás del mostrador a vender pan por las mañanas y que, por la tarde, al llegar a casa, podría comerle la polla delante del televisor. No sonaba del todo mal, Juanito, pero no aguantaba más sin follársela, joder. Cuando tuvo las bragas bien apretadas en el puño, notó que la polla le estaba babeando goterones dentro de los pantalones. Se puso en pie. Tenía que bajarse la bragueta. Tenía que sacársela. Tenía que metérsela. No podía más, hostia puta.

—Rosa…

—Qué?

—Me dejas quererte?

La Rosa S. no le contestó. Le miraba la polla tiesa con cara de nada (debía estar con movidas chungas en la cabeza, como siempre). Luego se abrió un poco de piernas y dijo «métela ya, va», pero el Juan, cuando se iba a echar sobre ella, cuando estaba a punto de penetrarla, debió de rozarse la punta del capullo con su propia mano o algo y lo echó todo, «oooo, oooo», sobre los muslos y la faldita de la tierna Rosa S. (su Rosa).

—Joder…

—P-Perdona…

—Pero qué puto asco, tío.

—Lo… lo siento, tía.

—Venga, va… Quita d'ahí, animal.

Pero el animal no se pudo mover del sitio. Su polla seguía dando cabezadas en el aire y, a duras penas, dejaba caer unos goterones de semen espeso y blanco en el suelo, a sus pies (como si no hubiese acabado de explicarse o algo). Era penoso. Era un gordo, un calvo y un mierda y tenía el culo congelado, joder.

—Dame un trapo o algo, que me limpie, no?

—Sí, sí. Voy…

Tarde

Antes de salir del pueblo, se había parado a tomarse un cortado en el bar de la Fonda y, aunque venía con hambre de casa, no se atrevió a pedirse ni una bolsa de patatas ni un bocata de atún. Le daba vueltas a la cucharilla y veía los campos de Sant Mena regados de organofosforados. Si los granos de café los traían de fuera, de muy lejos, el agua potable la ponían del grifo mismo. No sabía por qué, pero pensó en echarle más azúcar al cortado. El suministro municipal podía estar contaminado de sustancias tóxicas. Si el agua de las lluvias se filtraba hasta los depósitos subterráneos, el veneno para matar a las ratas también podía escurrirse por la tierra, hasta el fondo de todo. Se puso la taza en los labios y le dio un sorbito corto al café. Un poquito de pesticida no podía hacerle ningún mal a nadie.

Bien pensado, todo era una cuestión de cantidades. La dosis de los químicos tenía que quedar muy diluida por el camino, después de todo. Luego pensó en el plomo de las tuberías que llevaban el agua del pozo al grifo de casa y dejó la tazita donde estaba. Puso veinte duros en la barra del bar y se fue para la puerta de la calle, «adiós, muy buenas». El Carlos tenía que arreglarle no sé qué sanitario a no sé quién a eso de las cuatro de la tarde, pero antes tenía que pasarse sin falta por otro sitio. Había aparcado cerca, en la plaza de Dalt, y aún le quedaban cincuenta minutillos libres antes de volver al tajo.

Se subió a la furgoneta, arrancó el motor y escuchó las toses que salían del tubo de escape. Sin meter ninguna marcha, pisó suavemente el acelerador, «brum, bruum, bruuum». Los metales pesados que no subían al cielo con el humo, caían como gotas oscuras sobre el asfalto de la carretera. El Carlos bufó porque tenía que dar una vuelta de la hostia para salir por el paseo de Anselm Clavé en dirección a Polinyà, pero, bien pensado, una exposición continuada a los químicos debía resultar igualmente fatal para la salud. Puso primera, que no el intermitente, y salió del aparcamiento. Si cada día ingerías un poquito de matarratas, al final, por fuerza, tenía que hacerte daño al cuerpo, no?

Condujo con precaución. Tenía el ánimo revuelto y las manos frías. Cada pocos días, en el domicilio de este o de aquel (donde quiera que estuviera pelando cables), oía hablar de la aparición fatal de un cáncer detrás de la puerta del armario. Se levantó una mañana y le encontraron un bulto en el pecho. O comenzó con una tos muy mala y acabó con una metástasis en la cama de su casa. O le contaban que uno que vivía en no sé qué calle empezó a mear sangre de pronto. El Carlos sintió un hormigueo de agujas afiladas en la punta de los dedos. La vida era muy perra. Quieras que no, tenías que morirte de algo, al final.

Saliendo de Sant Mena, cuando cruzaba sobre el cauce seco de la riera, no pudo no pensar en la herrumbre de los bidones herméticos que enterraba cerca de Can T., a los pies de las montañas. Era evidente que, tarde o temprano, las aguas ácidas de Kastol acabarían derramándose en el suelo y, si el agua de las lluvias se filtraba hasta los depósitos subterráneos, él mismo podía estar provocando la enfermedad de todos sus vecinos. Lo hubiese pensado o no, estaba cambiando el bienestar de algunas personas inocentes por cuatro perras miserables. Pero no se trataba de pasear con un coche de gama alta por las calles del puto Sant Mena, en verdá. El Carlos tenía claro que, si no lo hacía él, lo acabaría haciendo algún otro hijo de la gran puta como él.

Giró hacia Polinyà y le metió caña a la furgonetilla, que no estaba el día para hostias, «brum, bruum, bruuum». Una buena torta con el coche también te quitaba de en medio. Había oído algunas historias de cabezas cortadas y pies rodando por el arcén y ninguno hacía una puta mierda por remediarlo, macho. Hacía tres ó cuatro años que había pasado lo del síndrome de la colza y todavía no se le había caído el pelo a nadie, joder. Menudo panorama, Carlos. Cualquiera se fiaba de los aceites refinados de una industria caníbal que pisaba cuellos para desayunar. El Carlos estaba convencido de que, si un día se pasease en bemeuve por el pueblo, los mismos que se toserían los pulmones en la mano por su culpa dirían, al verlo pasar, «este sí que sabe», «este sí que se lo monta bien, el cabrón».

El Carlos, después de darle muchas vueltas a la porquería del mundo y de su cabeza, paró el motor de la furgoneta delante del viejo caserón que había a las afueras de Sant Mena. Lo tenía todo calculado. Eran las tres y diez y siete minutos de la tarde. La Concha estaría sola en casa (haciendo la colada o algo) y la niña, en el colegio. Tenía tres cuartos de hora buenos. Se bajó del vehículo y se dirigió hacia la puerta con paso firme, «cram, cram, cram».

Llamó al timbre una vez, «ding, dong», y esperó a que le abrieran con los pensamientos sucios de alquitrán (era aquella sustancia negra, pegajosa, que cubría las alas de las gaviotas de la tele de no se sabía qué playa). Al rato, oyó los pasos de la Concha detrás de la puerta y resopló con ganas de meter la cabeza en un cubo lleno de agua de lluvia, muy fría. Quiso ser otro, pero, cuando la Concha le recibió, «hola, qué tal», no tuvo que decirle nada. Ella solía verle el hambre en los ojos y, sin apenas sonrisa, se lo llevaba de la mano a algún rincón apartado de la casa (casi siempre al hueco de la escalera de la primera vez). Luego se ponía de rodillas, le bajaba la bragueta y le chupaba la polla hasta el final, hasta que lo echaba todo, pero, aquella tarde del veintinueve de enero de 1986, en la umbría de un pasillo estrecho, de techo bajo y aire angosto, el Carlos la detuvo justo antes de que se agachara.

—Espera…

—Qué? No quieres?

—No's eso.

—Y qué es?

—Ven.

El Carlos la cogió de los hombros y, sin mediar palabra, la condujo escaleras arriba, donde las habitaciones con cama (aunque él no había subido nunca, sabía de sobra que los dormitorios estaban todos en algún punto de la segunda planta). La Concha, «vale», accedió a seguirle. Estaba dispuesta a dejarse follar (al menos, una vez), pero el Carlos no contaba en sus planes con la penumbra helada del pasillo. El viejo caserón había fijado en el aire quieto de su interior la estampa antigua de los días pasados. Igual que en las fotografías en blanco y negro, el Carlos veía los listones de madera del suelo y de las paredes y veía las vigas del techo y veía las puertas (las puertas y la negrura imposible de los umbrales) y no le cabía en la cabeza cómo era posible que nadie viviese allí un sólo minuto de su vida.

La Concha, «ven», lo llevó de la mano hasta su dormitorio (la segunda de las puertas a la izquierda), pero el Carlos se soltó justo delante del umbral. No quiso pasar más adentro (por el momento, por lo que fuera). El cuarto ya le pareció demasiado grande y vacío desde la puerta. Cabían muchísimas más sombras de las que habría querido y la luz de la calle (blanca, fría y cruda) transfiguraba los pocos muebles de su interior en unos bultos aparatosos que carecían de faz propia. La misma Concha, una vez dentro, se puso al contraluz y el Carlos, buscando a través de la cortina de la ventana, descubrió unas ramas desnudas, como muertas, al otro lado del cristal.

Nada se movía en el viejo caserón. El Carlos intuía que, si se descuidaba, él mismo también podía quedarse congelado en cualquier rincón, como un trasto desenfocado en una fotografía. Miró la cama de matrimonio donde pretendía follarse a la Concha y notó (de alguna manera) los muelles del colchón en la espalda, «ñeeec, ñeeec, ñeeec». Entró. No podía quedarse parado en el umbral por más tiempo. A pesar de los hierros del armazón, el Carlos todavía quería tirarse a la Concha en su cama de color sepia.

—Cierra la puerta, por favor.

—Sí.

El Carlos cerró la puerta del dormitorio y se volvió hacia la Concha.

—Y ahora qué?

El Carlos lo tenía todo calculado. Ella querría un polvo rápido, por quitárselo de encima pronto, y él no se conformaría con menos que amarla de cabeza a pies. Sin buscar la hora en el reloj, estimó que todavía tenían cuarenta minutillos hasta las cuatro y cuarto (que era cuando la Concha tenía que marcharse al cole a por su hija Sofi). Buscó algo, a su alrededor. Tenía que sobreponerse a la sombra y a la humedad del lugar. Si ella cogía y se tumbaba en la cama (si ella cogía y se abría de piernas, si ella cogía y se dejaba hacer, como si nada), él no estaba dispuesto a marcharse de allí sin haberle besado antes la boca. Quería chuparle las tetillas mucho rato, hasta saciarse (hacía meses que le rondaban locamente la cabeza).

—Vienes?

La Concha no había dejado de observarle mientras maquinaba.

—Sí.

Luego, sin quitarle un ojo de encima, se sentó en el filo de la cama y se quitó las zapatillas, las medias y las bragas. El Carlos, viéndolo venir, se puso malísimo al momento. Si quería amarla de cabeza a pies como se había propuesto, tendría que hacer lo imposible por controlarse, joder. No podía sucumbir. Miraba la oscuridad tibia de la entrepierna de la Concha y tenía unas ganas locas de lanzarse sobre ella, «ya» (mientras él se debatía fuertemente, ella se había ido subiendo la falda por encima de las rodillas).

Respiró profundamente. Se obligó a tomar varias veces el aire lóbrego y frío de aquella habitación, «mmmf, mmmf, mmmf». Entonces, mientras le buscaba los pelos del coño por debajo de la falda, pensó que mejor se desvestía él también. Se quitó los zapatones de trabajar de cualquier manera y, luego de mirarle bien la carne joven de los muslos, estuvo a punto de bajarse directamente la bragueta, pero pensó, mejor, que se desharía antes de la chaqueta y de la camisa, no?

—Mucho frío, no?

—Bueno… un poco. Pero eso tiene arreglo, cariño.

Y dio dos palmaditas sobre el colchón, a su lado. Luego separó un poquito más las rodillas y el Carlos, con la mano puesta en el botón de los pantalones, resopló con fuerza. Le importaba una mierda si se lo veía bregar por dentro. Tenía que tener algo más que quitarse antes de dar el paso. Seguía muy malo de lo suyo (si no se refrenaba, aquella acabaría siendo una puta chapuza). Se bajó los pantalones y comprendió demasiado tarde que la Concha vería el tamaño verdadero de su erección (que no era gran cosa debajo de los calzoncillos, a metro y medio de su boca). Luego pensó en sacarse la camiseta interior, pero realmente hacía muchísimo frío en las entrañas del viejo caserón.

—Vienes o no?

—Sí.

Se dejó la camiseta, los calzoncillos y los calcetines puestos. Quieras que no, la penumbra del dormitorio lo contagiaba todo de tonos insalubres del sepia que le encogían la sangre a cualquiera, macho, pero la Concha seguía allí y le sonreía con amabilidad y nada podía salir mal si se querían bien. El Carlos avanzó con la mirada puesta en la oscuridad de la entrepierna. Tenía pensado que, a lo mejor, la primera vez, podía follársela sin más, por desquitarse. Si ella sólo quería un polvo rápido, él se le podía poner encima, darle duro un rato y descargar a gusto todo el amor que había acumulado aquellos meses (como si el semen de las mamadas estuviera desprovisto de calor o de humanidad). Puso sus manos sobre los hombros de la Concha y los muelles del colchón se quejaron sin falta, «ñeeec, ñeeec». La cama era la hostia de vieja. A poco que follasen, meterían mucho ruïdo y él prefería no molestar (el edificio era enorme y estaba vacío). El Carlos aprovechó el griñolar de su cabeza para mirar a la cara a la Concha (al menos, al menos, haría lo posible por verle las tetillas).

—No te quitas la ropa?

—No. Ven aquí, cariño.

Pero el Carlos no fue a ninguna parte.

—Quítatela.

—No, que hace mucho frío, tío.

—Quiero verte, Conchi…

—Que no. Anda, ven aquí…

Y la Concha quiso echárselo encima y el Carlos no se dejó (si no podía amarla de cabeza a pies como se había propuesto, al menos, al menos, le vería las tetillas desnudas).

—En serio, Concha.

—Qué?

El Carlos se arrodilló en el suelo, entre sus piernas.

—Que quiero verte. Que lo necesito, mujer.

—Carlos, que t'he dicho que no. Que te digo que tengo frío.

—Vale.

Y dejó los ojillos puestos en los bultitos que sobresalían de la blusa, donde las tetillas. Un segundo después, le dio un beso en los labios y le acarició el pelo por detrás de la oreja, «amor mío». La Concha no hizo nada. La Concha no las tenía todas consigo, sabes? El Carlos, entonces, le puso unos besitos delicados en la mejilla y en el cuello y, cuando quiso desnudarle el hombro para continuar con su camino de besitos hacia abajo, hacia las tetillas, la Concha le apartó la mano de la ropa.

—No, Carlos.

—Qué?

—No puede ser, vale?

—Pero… qué pasa?

—Que no me voy a quitar la ropa, vale?

—Vale, vale, pero… pero por qué, Concha?

—Porque no, joder. No quieres verlo, vale?

—Te pasa algo?

—Sí.

El Carlos se retiró un poco. Necesitaba verle bien la cara.

—El qué, Concha?

—Joder… No te valía con las mamadas, a ti?

—Qué?

—No te… No te podías estar quieto, tú?

—No… No, Concha. Yo quiero más, contigo.

—Qué? Qué más?

—Eh… No sé, lo normal. Yo te quiero, Concha.

—Mira… pues no puede ser. Yo no puedo.

—El qué, no puedes?

—Mira, Carlos. S-Si… Si tú quieres, puedes seguir viniendo, vale?

—Vale.

—Por mí, vale. Por mí, está bien, sabes?

—Vale, sí.

—Pues vale, tío. Pero…

—Pero qué?

—Que tiene que ser hasta donde yo diga, vale?

—Claro, mujer.

—Pues déjate de hostias, joder.

—P-Perdona…

—No pienso quitarme la ropa.

—No, no.

El Carlos tuvo que abrazarla con fuerza. No habría tetillas al final, macho. La había cagado pero bien. Se oyó decir «lo siento, yo…» y, en verdá, sentía que estaba más dispuesto que nunca a amarla de cabeza a pies. Aún tenía la polla dura cerca de los labios de su coño y, sin embargo, se le estaba pasando por alto que aún podía metérsela hasta el fondo (una forma incierta de horror comenzaba a empaparle la piel desnuda de los brazos).

—Ni ahora, ni nunca, tío.

—Vale. Como tú digas, Concha.

—Que sí, joder.

—Pero tienes que decírmelo, Concha. Tienes que contármelo todo, vale?

—No, tío.

—Necesito que me lo digas. Si… si vamos a'star juntos…

—Yo… No, no. Son cosas que hice de cría, tío.

«Cosas que me pasaron hace tiempo, cuando tenía diez y siete ó diez y ocho». Luego se quedó callada un segundo, mirando cosas pasadas de su cabeza, y luego comenzó a hablarle de un grupo de gente mala con el que se había juntado durante un tiempo, «porque, joder, no sabes una mierda de la vida, no?», y el Carlos la oía a lo lejos, a través de unos años horribles y sucios, de mucha miseria y soledad, y se ponía enfermo (la debilidad le corroía los huesos de las piernas). La mancha seguía debajo de la ropa. La vida era muy perra. La Concha se ponía la mano en el pecho cada vez que no encontraba la manera de expresarle el daño que le habían hecho. Porque habían usado un cuchillo con ella el día que la preñaron. Porque la habían preñado a las puertas de un lugar muy oscuro y frío, que había debajo de la tierra, «por mi culpa, tío». El Carlos sentía en las sienes que el suco de los bidones corría por debajo de las calles de Sant Mena, «blub, blub, blub». A fuerza de inconcreciones, la Concha le estaba insinuando que, más que un sótano, había una caverna de hormigón en las entrañas podridas de la fábrica abandonada de Can Baixeres. Repitió varias veces (sin que viniera nunca a cuento) que allí mismo se abría una boca del infierno y el pobre Carlos, infectado de los tonos insalubres del sepia, quiso vomitar todo su asco sobre la madera del viejo caserón, a sus pies. Luego quiso besarle las heridas del cuerpo y quiso gritar algo gordo, por desquitarse, pero la Concha no sabía callarse nada porque el dolor de la carne sigue a la sangre que corre de las heridas y aquellos hombres de su pueblo sabían, como ella, que la negrura de más abajo podía escucharles si…

—Si qué…?

—No. Nada.

Pero los silencios de la Concha se llenaban de la luz de la tarde y no le dejaban los sesos en paz. Ella estaba chillando. Le habían grabado no sé qué cosas horribles en la piel, con cortes profundos que le abrían la carne hasta el blanco de los huesos, y el Carlos no sabía qué decir porque ella no estaba dispuesta a llorar una gota más, sabes? Mientras seguía tumbada en un altar de sacrificio, «no tendría más de diez y siete ó diez y ocho años, tío», algunos hombres de su pueblo (como bultos al contraluz) se turnaban en la cabeza del Carlos para penetrarla sin ardor en los ojos (vislumbró, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo, la máscara de hueso y la pesadilla de túnicas sobre la pared del fondo). La Concha no sabía parar. Cerraba las piernas, se pasaba la mano por la cara y murmuraba cosas acerca de una daga curva con dibujitos chungos, «c'hacían así, sabes cómo te digo?». Luego le habló de sus lágrimas de pena por las criaturas del mundo que se someten al machete filoso y, en otro momento, de la importancia de los nudos rituales en las ataduras de manos y pies, pero todo eso, chico, daba mucho igual porque «sólo tenías que pensarlo, al final».

—Concha…

—Qué?

—Tienes que decirme dónde vive.

—Para qué, tío?

—Porque no'stoy dispuesto a verle más por aquí.