El misterio de Sant Mena

2 de febrero de 1990

Desistió. Tenía cogido en la mano el dedo índice del pie izquierdo cuando le entraron unas ganas horribles de vomitarlo todo junto en el suelo del cuarto de baño. Pero no lo hizo. Ella, por lo que fuera, intuyó que eso sería mucho peor que quedárselo metido dentro. Si lo dejaba salir como venía, el grito que le ardía en el estómago le desgarraría la garganta para nada. La Teresa G. no tenía ninguna intención de derrumbarse otra vez. Ya lo había llorado todo. Ya sabía que la vida en crudo era brutal y que, a cuatro ó cinco días de morirse (si no más), una todavía tenía que cortarse las uñas de los pies, por si acaso, que nunca se sabe.

La Teresa se vio a sí misma en los dedos que tenía en frente (de las manos, de los pies). Estaba harta de oler a podrido en la vida. El dolor le había apagado la luz de las mañanas y le había quitado risa a la risa de su niña Olga. La pestilencia que discurría silenciosa por debajo de las casas de Sant Mena la ofendía de un modo personal, profundo y severo. Su marido era fontanero y las cañerías del piso la ataban forzosamente a la porquería que había más abajo, en las alcantarillas. Al final, todo el mundo tiraba la mierda por un tubo de plástico y no pasaba nada, no?

Se volvió para abrir el grifo del agua caliente. Habían restos de uñas cortadas sobre las racholas blancas del suelo. La Teresa (o lo que quedaba de ella) se había puesto de culo en el filo de la bañera. Debía estar en cuarenta y pocos quilos de piel, dolor y huesos, pero su sistema nervioso, en lugar de adelgazarse con el resto, se le había ido afilando con los años de padecimiento y ella, en el fondo de todo, seguía igual que siempre. Cortarse las uñas de los pies se le antojaba una cosa inútil y sucia. Sobre todo, en su situación.

El pie que sostenía en la mano izquierda no se diferenciaba en nada del pie de una mujer muerta. La Teresa sentía que el deceso (su propio deceso) no podría cambiarlo gran cosa, ya. Si se ponía a imaginarse los pies de un cadáver en la morgue del hospital de turno, le salían algo más fríos y/o azules que los suyos, pero no mucho más, tampoco. Se volvió para tocar el chorro de agua caliente que tenía detrás y se vio depositada ordinariamente en una de aquellas bandejas metálicas que se usan en las morgues para acumular los cuerpos sin vida.

Era cuestión de tiempo. Su marido el fontanero hacía meses que no la tocaba. A veces, le cogía la mano por compasión, por el miedo que tenía de quedarse solo en la vida (él y la niña), pero, por lo general, se cuidaba mucho de tratar directamente con su cuerpo. O sus despojos. Ella misma se horrorizaba al verlo. Las veces que se había parado frente al espejo le entraban unas ganas furiosas de pararlo todo en seco. Y la cicatriz en el vientre (que la hubiesen vaciado por dentro) era lo de menos. El cáncer le había consumido la carne y la ilusión por todo. La Teresa dejó caer las tijeras al suelo, pero no se soltó el pie.

El vapor del agua caliente tenía un no sé qué de obsceno, aquella mañana fría de febrero. Se pegaba a las paredes como las palabras de aliento que habían dejado de decirle y lo manchaba todo de una pena sin sentido, espesa y turbia. La Teresa estiró el brazo y, sin mover el culo del sitio, abrió un poquito la puerta del cuarto de baño para que corriera el aire. Le daban apuro tanta calor y tanta humedad juntas. Se estaba agobiando por nada otra vez, sabes? Pero, así como se colaba el aire en la habitación, se colaron de repente una mano y un brazo. Primero fueron los dedos abiertos de una garra que tenían mucho de humana y de sepulcro y, luego, como en una prolongación del zumbido de las bombillas del tocador, siguieron una manga de paño negro (sucia, vieja, raída) y el susto vivísimo dentro del corazón.

La Teresa (que no Tere) dejó de respirar. Su primer impulso fue cerrar de un portazo: darle una patada a la puerta y, si acaso, preguntar luego, pero lo peor de todo no fue que hubiera alguien (un extraño) dentro de su casa, sino que, a la mano y a la manga de aquella presencia cadavérica, les siguieron un hombro y una cabeza pálida de muerte. Tenía dos huecos negrísimos donde los ojos que la buscaron nada más entrar. Venía a por ella. La quería a ella y ella no tenía a dónde ir (su cuarto de baño sólo disponía de una ventanita que daba a un pozo sórdido de tuberías y de cables).

La Teresa (que no Tere) se quedó quieta en su sitio. Aquella figura oscura se asomaba tras la puerta, realmente, pero ni la mano era garra; ni el paño de las mangas, ropa; ni el fulgor de sus ojos, ningún brillo que se pudiera apreciar en verdá. Las cuencas vacías estaban vacías y aquello no era ni una criatura viva, ni ninguna cosa animada, sino el espectro vivo del hambre de todos los muertos del cementerio. Y, si tenía boca, carecía de labios y, si aquello eran realmente dientes, debían de ser antiquísimos (además de horribles y de espantosos).

La Teresa (que no Tere) sintió que la miraban a los ojos, sin embargo. Necesitaba respirar, coger algo de aire. Su presencia torcida ocupaba entonces todo el umbral de la puerta y, si aquello suyo eran realmente brazos, estaba tendiendo una mano de dedos larguísimos hacia ella. Estaba perdida. Hacía, en verdá, muchas semanas que no tenía nada que hacer en la vida, pero no quería morirse. Nunca lo había querido. Se propuso cerrar los ojos y dejar que sucediera lo que tuviera que suceder, pero el horror la mantuvo atenta hasta el mismísimo final.

Retrocedió de todos modos. Aquello se le venía encima de mala manera y ella, antes de que llegase a tocarla, se echó para atrás y se cayó de espaldas a la bañera, donde corría el agua caliente. Estaba ardiendo. La Teresa pegó con la cabeza en la pared y vio (porque no podía dejar de mirar) cómo la figura oscura se abalanzaba sobre ella, manchándolo todo a su paso. Hedía a tumba, verdá? La Teresa quiso incorporarse, por quitárselo de encima a manotazos, pero aquella cosa (lo que quiera que fuera) le puso una zarpa helada en el pecho y la aplastó contra el suelo de la bañera. No se volvería a mover. Tenía que asumirlo. Sus brazitos de enferma terminal carecían de ninguna forma de resistencia o de vigor. Aún así, bregó. El agua del grifo quemaba muchísimo y ella tuvo que revolverse hasta que pudo tirarle algunos arañazos a la cara. O donde pillase. Pero fue en vano, Teresa. El grito que la quemaba por dentro ya no saldría nunca de su pecho: las pocas fuerzas que le quedaban en el cuerpo se le estaban escapando como el agua caliente por el sumidero.

La Teresa (que no Tere) agotó sus últimos segundos en el mundo yendo del miedo horrible a morir (a dejar de ser) a las ganas incontenibles de vivir los momentos de su vida que ya no iban a ser (con su marido, con su hija). El hambre (o su espectro) tenía la intención de chuparle hasta la última gota de jugo de los huesos. La Teresa podía notarlo. Mientras peleaba por pelear, sentía pena (una forma gigantesca de piedad) por sus piernecitas desnudas, puestas de cualquier manera en el filo de la bañera. Tenía la cabeza en una posición casi imposible, con el cuello muy torcido, pero no le preocupó nada no ver nada frente a ella. Aquello la estaba vaciando incluso de la potencia destructora del germén maligno que la había matado en aquella hora vulgar de la mañana del dos de febrero de 1990.