El misterio de Sant Mena

31 de enero de 1986

…otra vez, con la voz arrugada de papelotes. Si miraba para arriba, le parecía como si fuera un túnel, con la luz blanca (que no era blanca) al final de todo. Él se estaba abajo, oyéndolo hablar todo el tiempo:

—Chaval, chaval…

—Qué?

—Chaval…

—No.

—Tú, chaval…

—Que no quiero.

—Tienes de decírmelo, enano.

—No. Déjame'n paz, que tengo mucho sueño.

—No te oigo, chaval. Si no abres los ojos, no se oye la voz ni nada.

—Jo, que-me-de-jes-tran-qui-lo-ya!

—Dímelo si te acuerdas.

—Pues claro.

—Te lo sabes o no?

—Pues claro. Qué te piensas, tú?

—Y qué le dijo el viejo, eh?

—Yo no sé quién es ése que dices, pesadillo.

Él se sabía lo que le había dicho el hombre con la cara de calavera al hombre del coche porque lo habían repetido muchas veces, al final. Porque era siempre lo mismo, al final. Porque el hombre con la cara de calavera, al final, tenía que explicarle siempre al hombre del coche que el gusano tendría necesidad de sangre… siete ó tres lunas, al menos.

—Siete lunas, chaval?

—Ó tres, que no t'enteras.

Pero el hombre del coche, como lo veía retorcerse por la tierra todo el rato y le daba como penilla (así, gordo, blanco y ciego, «crum-crum, crum-crum, crum-crum»), quería cortarle más a él en los brazos con el cuchillo porque le daba mucho igual si él se ponía a llorar o no, «uuu, uuu».

—No.

—Y qué le dijo el viejo, chaval?

—No sé.

—Qué decía?

—Que no quiero.

—El qué?

Que tenían que… Cómo lo decía? El hombre con la cara de calavera le había dicho al hombre del coche que sería necesario mutivar su hambre, chaval.

—Y qué's eso?

—No lo sé.

—Eso no's nada, chaval.

—Que sí.

—Que no, te digo.

A lo mejor, no era del todo el mutivar. A lo mejor, al final, le había dicho otra cosa y, como no lo entendía, no se acordaba muy bien de lo que decían los hombres malos. Él tenía sobre todo frío en la frente, en las manos y en los dedillos de los pies. Tenía sueño. Quería dormir y ponerse otra vez en la cocina de su casa, a rascarse las pupas con leche calentita de su madre, pero su madre no venía. Parecía que se había ido por el pasillo, «tran-tran-tran-tran», y aún no había podido volver, «hijo, mío».

—Chaval…

—Qué?

—No te duermas.

—Que sí.

—Chaval, chaval…

—No.

—No tienes buen color.

—Y tú la putacabra…

Las gotas de sangre en la tierra revuelta de las tumbas eran como semillas que caían del techo, «plop, plop, plop». Eran igual que las gotas de la lluvia, al final, «plop, plop», pero un «plop» subterráneo, de debajo del suelo, «plop». El hombre con la cara de calavera le había dicho «cultivar» al hombre del coche, chaval, «que no te enteras de nada», pero el bichejo asqueroso de los huesos con tuercas debajo de la piel, a veces, se quedaba sin grasilla en los tornillos y no podía pronunciar bien las palabrotas porque le chirriaban un montón los dientes, «ñiiic-ñiiic-ñiiic» (que era cuando se le quedaban trabaduchos entre sí). Él tenía que taparse los oídos y ponerse a temblar debajo de las mantas si oía el motor de una variolo fuera de la casucha fea porque, a lo mejor, no era su hermano el que se asomaba al agujero al final de todo y, si era de noche o no, a él, le daba muchísimo igual, chaval, que pareces muerto…