El misterio de Sant Mena

3 de agosto de 1990

La Laia buscaba aire fresco en la ventana de su habitación. Estaba desesperada. No podía más con aquella sensación chunga de que algo se acababa para siempre. Era asquerosa. La tenía pegada a la piel y no dejaba de metérsele por las narices, al respirar. El verano tocaba a su fin y la Eli estaba tan triste, la pobre, que, si se miraban a la cara, les entraban ganas de llorar a las dos. Por nada, eh? Es verdá que aún les quedaban varias semanas de vacaciones, pero las tardes de piscinita, bikini y tonteo se habían terminado de un día para otro. El mes de agosto se había plantado en Sant Mena cargado de nubarrones negros que daban muy, pero que muy mal rollo, tía.

—Es que's peor así, no?

Quería decir que prefería el diluvio universal con unos truenos de la hostia a seguir esperando para nada. No soportaba la calma tensa que había antes de algo malo, vale? El tormentón que estaba a punto de caer sobre los tejados del pueblo parecía dispuesto a derrumbarlo todo a su paso y la Laia era de la opinión que, si tenía que pasar lo que fuera, que pasase ya, no?

—Pa'qué'sperarse, eh?

—No sé.

La Eli estaba hecha polvo, la pobrecilla. El puto Dani le había soltado que no la quería y que no la había querido nunca. No «de verdá». No como ella se merecía. La Laia, aquella noticia, se la había encontrado de golpe, después de incordiarla un poquito con el tema. Hacía días que no la veía bien y, al final, la propia Eli se lo había acabado confesando:

—Es él que no quiere.

Se refería a besarse, a enrollarse, a follar… y la Laia, joder, tía, ya se pudo imaginar todo lo demás. Habían miraditas que lo decían todo. La Laia las tenía vistas de la piscinita, de los ratos en el césped. El tipo, en el fondo, era bastante estúpido. O bobo. Se ve que sólo se cogían de la manita «a veces». Se ve que el chaval no pensaba aprovecharse de ella porque la Eli era alguien «muy, muy especial, que no se merecía todo aquello». Se ve que lo sentía mazo, que le gustaba en serio, pero que no quería hacerle daño. Porque se ve que, si daban «el paso», se iban a hacer daño los dos, al final.

—Pero…

La Eli no pudo continuar y la Laia tuvo que tragarse la rabia, un «imbécil» que le subía de dentro (cargado de bilis y de babas) y aquello otro tan sentido de «los tíos son unos cabrones» porque la verdá era que no venía bien bien al caso. El Dani se había pasado, y mucho, pero en el otro sentido. L'Albert sí. Aquel tío sí que se había portado como un auténtico cabrón al final de todo, poco antes de que cortaran, y el Xavi L., aquel veranito del noventa, había empezado a salir con una pava más mayor que ella porque seguro que se dejaba hacer de todo en el coche, la muy guarra.

—Es una tía que se llama Alba.

—A lo mejor se quieren, no?

—Lo dudo, tía.

—Por?

—Porque yo sé lo que quieren algunos tíos.

—El Dani, no.

—El Dani es tonto, tía.

—Va, no digas eso…

—Es la verdá.

La Laia cogió aire, pero el aire de Sant Mena estaba cargado de inquietud y de mala hostia. La grisura del día la ponía malísima. Las nubes de tormenta se extendían hasta el final, hasta las montañas, pero la Laia lo oía venir de más lejos, de las profundidades de la tierra. Iba en el viento que no corría. Era un rumor de truenos que ponía fin a los días, como si los días se pudiesen recoger y guardar todos en un cajón, sabes que te digo? La pobre Concha les había insinuado cosas terribles que habían pasado en su pueblo y que no les podía contar «por vuestro bien», pero las dos tenían que hacer el esfuerzo y creerla cuando les pedía «por favor» que olvidasen el asunto y que no volviesen «nunca más» por la librería del viejo Menna.

—No's un buena persona, vale?

—Vale.

Pero la Laia, pasados los días, la había visto entrando allí otras veces, con su hija de la mano, y no entendía nada, al final. El mundo se estaba como acabando de repente, «brooom, brooom, brooom», y la Concha seguía metiendo a su niñita en la cueva del brujo malo como si nada. Los hechos (todos los hechos) estaban a punto de precipitarse. Para mal. Si no era por culpa del tufo a muerte que subía de las alcantarillas, de aquel río de sangre de matadero que arrastraba el dolor y los gritos de las bestias sacrificadas en cadena, la Laia no comprendía una mierda de lo que le estaba pasando por dentro.

—No t'enfades, porfi.

—No, si no m'enfado, tía boba.

—Él no tiene la culpa, no?

—Perdona?

—Que no tiene la culpa, si no me quiere.

—Flipo. O sea…

—Qué?

—Que'se tío s'ha portao com'un mierda, joder.

—Laia…

—Qué?

—Que no te pongas así, va.

—Vale. Que sí. Que no digo nada yo.

—Pero no ves que…

—Que qué?

—Pues que tenía c'hacerlo, él.

—Pero… a ti, te parece que'sas son maneras, tía?

—No lo sé. Yo no sé cómo s'hace eso. Tú sí?

—Así no, joder. Mira…

Pero la verdá era que no había mucho que ver, joder. No desde hacía un rato, al menos. Porque la Laia había visto lo que iba a acabar pasando al final de aquella historia y no estaba bien, vale? Pero que nada bien, tía. Buscaba no sé qué en los nubarrones del cielo por no mirarla a la cara directamente. El puto Dani llevaba razón cuando decía que ella no se merecía aquello. Aún así, tenía que seguir hablando lo que fuera:

—Si el tío quiere romper, porque no te quiere o por lo que sea, pues que rompa y punto, no? No? Digo yo, no? No hace falta que… Joder, n'hace falta que coja y te suelte toda'sa mierda que t'acaba soltando porque sí, porque vale, o que t'haga daño porque sí, no te parece?

—No sé, Laia. A mí, me parece c'ha sido honesto conmigo.

—Yo no diría tanto, tía.

—Por qué?

—Por nada.

—No sé, tía. A veces me da la impresión que tienes una idea un poco… Bueno, como un poco retorcida de las cosas… del mundo, no?

—Tú crees, tía?

—Sí. No sé. No son todos malos, eh? Hay gente que's buena, tía.

—Sí. Poca.

—Qué cabezona te me pones, tía!

—Verdá?

—Sí, joder.

—Cambiamos de tema o qué?

—Vale.

—Vale, venga. Di algo.

—Yo?

—Sí, tú.

—Por qué yo?

—Porque t'ha tocao.

—Vale, va. El Dani…

—Otra vez, tía?

—No, no. Te lo juro que's otra cosa…

—Vale, sí.

—No te l'ha contao, a ti?

—El qué?

—Lo de su vecino.

—No.

—Que l'han encontrao muerto?

—No.

—Pues se ve que se lo'ncontraron muerto, el otro día, y que llevaba así mucho tiempo. Como varias semanas, tía.

—Estaría fatal entonces, no?

—Sí, se ve que sí. L'han sabido por eso, tía.

—Por la peste?

—Sí, se ve que sí.

—Vivía solo?

—Sí, se ve que sí, que su mujer l'había abandonao hacía tiempo y que vivía solo, el pobrecillo.

—Qué chungo, eh?

—Es muy triste todo, verdá?

—Sí. Que no s'acuerden de ti ni cuando t'has muerto.

—Eso no debería pasar más, tía. No'stá bien.

—Pues en mi piso s'ha muerto una señora hace pocos días, tía.

—En serio?

—Sí. Bueno… una mujer. Quiero decir que no era tan vieja, al final.

—No la conocías?

—De verla, sólo.

—Y le pasaba igual?

—No lo sé. Mis padres no me l'han querido decir.

—Es que's muy triste que nadie se tenga que morir solo, no?

—Sí. Supongo que sí.

Los tambores machacones de la cancioncilla que sonaba de fondo (en el radiocasete de la Laia) no siguieron adelante porque tuvieran necesidad de hablar por ellas. Había por encima del punteo triste de la guitarra un lamento aún más triste, «I can never say no, I can never say no to anyone but you», que las dejó sin palabras por un rato.

—T'acompaño a casa, tía. No quiero que te vayas sola.

—Si todavía's de día, tía. No pasa nada, eh?

—Ya. Pero's que te quiero acompañar, va.

—Vale, vale. Que te quieres ir ya, tía?

—Sí. M'agobio mucho aquí. Vámonos, va.

—Vale. Pero quién t'acompañará luego a ti?

Los tambores machacones de la cancioncilla volvieron a quedarse solos en la habitación, entre las dos. La melodía del bajo se fue desvaneciendo lentamente en la penumbra del día, aquella grisura que no podía llamarse claridad bajo ningún concepto razonable, ni de bien, y la voz de aquella criatura desolada siguió lamentándose sin remedio aun después del final de la canción, igual que el eco dentro de una casa abandonada:

I will never be clean again

I will never be clean again

I will never be clean again

I will never be clean again