El misterio de Sant Mena

3 de febrero de 1986

…y se apagaban las luces, ya. Él no tenía que abrir los ojos legañosos para saberlo. El viejo de la calavera se lo había dicho al hombre del coche, la última vez que se habían visto. Éste no nos dura ni una luna, «larvæ, larvæ, larva», y el éste ya lo sabía él quién era, pero le daba igual porque el hombre del coche le había puesto con una jiringuilla la medicina buena del sueño y ya no hacía ni frío ni miedo ni nada y, si su hermano Rafa le apagaba las luces del pasillo, él se quedaba en medio, llorando del susto, «uuu, uuu», pero le hacía mucha gracia porque su hermano Rafa le apagaba las luces en vez de hablarle con la cara clavada de clavøs por un agujerako en las piedras de la pared. Era mejor, claro, si su madre les echaba la bronca de la hostia y era mejor cuando la estufa barriguda y enfadossa quería quemar las panteritas rosas que chapoteaban en los charcos del suelo, «xop, xop, xop». Desde que todo el día era de noche, no veía bien si el suco de los bidones se ponía por las paredes como un moquillo, como pasaba antes. Él lo llamaba verdím porque sí, porque le daba la gana, ¿vale?, porque, mientras no hacía nada, se imaginaba palabras nuevas como cultivar el hámbre ó el dølor de los niños, que no le hazían tanta gracia, pero que eran de verdá, al final. Su padre se lo dizía muchas vezes: «que no te guste, no quiere dicir na». Su padre, que nunca estaba en casa, lo esperaba en la puerta del parque, con la bicicleta de ruedines en la mano, «vamos, vaaa, que no'spera tu madre'n casa, cabezón». La cena se estaba enfriando otra vez, enano. A él, «jo», no le gustaba nada la sopa cuando no estaba bien całentita en el platø y no le gustaba nada mirarse el musgo que le crecía en el hueso de la rodilla, como si fuesen unos pelillos de møhø ø algø, porque le daba como cosilla ðe pensarlo. Él, «está claro», no podía saber si esas cosas les pasaban a todos los muertos porque todavía era muy pequeño para saberlo. Si no salía de su escøndrijo, su padre le iba a calentar las orejas, chaval. Había una marea de hombres buenos rebuscando en los arbustos del parque con un palo de hierrø, «tran-tran-tran-tran» (pasaba que nadie le había encontrado nunca porque él, cuando zerraba los ojos muy fuerte, se podía hazer invißible y no lo podía ver nadie en el mundo salvo el hombre del coche que no era bien, bien un hombre ni nada, «puaaaj, ké asko de tío». Se ve que iban a necesitar a un niño por luna, chaval, y eso eran un montón de niños, no? Pobrecillos, pensaba él, cuando se les akaben las ganas de llorar y no pidan más pør sus mamás… Él, al final, ya estaba tapadito con su manta del perro que le habían dado los de arrißa, igual que cuando se metía en la camita por las noches, en su kasa, y pensaba pues bueno que si al final se quedaba dormidito pues que no pasaría nada no porque total ya se apagaban łas luces y no se podía ver nada que era un rollo oo ø o jo.

Mañana

Estaban solos en casa, los dos. Sus padres estaban en el trabajo y su hermana, en el colegio, como cada mañana. La Raquel estaba echada en el sofá, con la cara aplastada contra un cojín. El Javi O., que había venido a hablar con ella un momento, le había bajado los tejanos y las bragas y se la había metido por el culo sin preguntar, «dime que te gusta, guarra», pero la Raquel no le decía nada porque aquello le dolía un montón y, aunque no le hubiese dolido una mierda, tampoco le hubiese dicho nada porque aquello no podía gustarle a nadie, joder. Quería llorar. El Javi le había dicho (antes de tumbarla bocabajo en el sofá) que bebía mucho y que era una borracha. Le había prometido que, si estaban juntos, «todo eso s'iba'acabar pronto, tía». La Raquel, sin embargo, no lloraba porque no podía comprender porque algunos minutos duraban tanto y otros, tan poco. El Javi, por más que se esforzaba, «umpf, umpf, umpf», no llegaba a correrse nunca (como si algo en su interior le estuviese estrangulando los cojones). «Guarra… eres una puta guarra» se lo repetía cada poco, con exceso de calor, al oído, mientras empujaba la polla más adentro, «umpf, umpf, umpf». Hacía lo imposible por concentrarse en su montón de carne, en aquel culo fofo y jugoso que se estaba follando, y en la idea puerquísima de tenerla aplastada debajo, mientras se la clavaba bien por el ojete, «uuumf».

—Te gusta? Te gusta?

«Umpf, umpf, umpf», le daba igual lo que le dijeran. A él, le ponía verle el gesto del careto, con la boca muy abierta como si le faltara el aire o algo. Estaba rojísima, como no la había visto en la puta vida, joder. Hacía meses que quería follársela así (hacía meses que se pajeaba con verse en una como aquella) y, por más que le metía, «umpf, umpf, umpf», no podía correrse, «hostia puta, tío». No llegaba. Allí pasaba algo. No tiraba bien, como si la cosa no funcionara, «umpf, umpf, umpf», y el Javi, quieras que no, se estaba poniendo de muy mala leche, al final.

—Joder, qué te pasa?!

—No, nada…

—Nada, joder? T'has visto la cara?! Ni que t'estuvieran matando, cagunlaputa…

—No t'enfades, tío… es que…

—Que qué?!

—Q-Queee… C'has ido muy a saco, tío, que no… que no m'ha dao tiempo de…

—De qué, tía?

—De ponerme, tío.

—No te pone que te den por el culo?

—Pues no. Bueno, no sé. No…

—No qué, tía?

—Que no l'había hecho nunca, yo.

—Buah…

El Javi decidió que paraba allí. Le estaba dando la bajona (de golpe, como muy a saco) y le daba miedo de que, si seguía dándole duro a la chavala, se iba a poner a llorar o algo y «eso, tío, sí que no». Se quitó de encima y se quedó sentado en el sofá, bufando de mala manera. Lo mismo se estaba pasando, macho. Tenía la polla tiesa y una mala hostia de cojones, como si tuviera que partirle la cara a alguien en el pueblo y no se acordase de a quién se la tenía jurada, «joder, joder, joder».

—Lo siento, tío.

La Raquel, sin moverse del sitio, empezó a subirse la ropa poco a poco (como si no quisiera molestar a los vecinos con el ruido). El Javi soltó un «no pasa nada» convencido de que estaba en lo peor de la vida. Respiraba como si lo fuesen a prohibir. Pensaba (sin saber por qué) en el jeto ensangrentado del chalado del pueblo, «si te ve, te mata», y empezaba a oler a mierda de la buena, Javi. Tenía ganas de aplicarle los puños a algún hijo de puta. Tenía ganas de bulla. Estaba tramando salir por ahí, a liarla parda, pero ya, cuando vio que la Raquel se apartaba los pelos de la cara y se pasaba el dorso de la mano por las mejillas, como si estuviese llorando. Entonces se quedó clavado en el sitio. Vete tú a saber, tío. A lo mejor, se le había llenado la cara de babas mientras follaban…

—Estás bien? Estás llorando, tía?

—No.

—Seguro?

—Sí.

La chavala se abrochó los pantalones y se puso a su lado. El sofá no era muy grande, que digamos. Luego se quedó callada, con la mirada perdida en los muebles del salón. La tele estaba apagada y olía a mierda de la buena, sabes?

—No te pasa nada?

—Que no, tío.

—En serio?

—Que sí.

—Vale.

—Tú…

—Qué?

—Tú t'has corrido?

—Yo? Qué va…

La Raquel le miraba el rabo con cara de asquillo. Olía fatal, Javi.

—No?

—No, joder… Cómo quieres que me corra con el jeto ese que me pones?

—Perdona, tío.

—Ya'stá, joder… No pasa na, tía.

—Me sabe mal, tío.

—Ya ves…

—Quieres que t'haga una paja?

—Hostiaaa…

—Qué?

—Que m'harías un favor, tía.

—Vale.

—Buah… Ven aquí, guarrilla.

—Sí.

El Javi se la arrimó todo lo cerquita que pudo y le buscó las carnes tiernas otra vez (menos mal, tío, si se hubiese largado de allí sin echarlo todo fuera, se habría pasado un buen rato con dolor de cojones).

—Dale duro, tía. No te cortes…

—Así?

—Sí, sí.

Metió la mano por debajo de la camiseta de la chavala y le manoseó las tetorras en un plan muy guarro. La cosa empezaba a funcionar otra vez. Aunque olía un poco a mierda fresca, le podían más las ganas de correrse que otra cosa. Susurró «más rápido, tía» y le abrió la boca, para morrearse muy sucio con ella, pero la Raquel no quiso, pavo. Vete tú a saber. El Javi, la otra mano, la quiso meter por dentro del pantalón, pero estaba todo muy apretado, joder, y no pudo magrearle el culo fofo como quería.

—E-Espera…

—Qué pasa?

—S-Sácate una teta, tía… D-Déjame que…

No le dejaba hablar. La Raquel se daba más prisa con la paja, «frus-frus-frus».

—Qué, tío?

—El peeezón… Enseñámelo, tía.

La Raquel, con la mano que le quedaba libre, se levantó la camiseta hasta la barbilla y el propio Javi le bajó el sujetador a lo bruto, «oooo, oooo». La cosa iba de putísima madre, tío. Las tetas eran burrísimas y los pezones, aunque eran más bien feúchos (como si se los hubiesen estirado más rápido de la cuenta, al crecer), le valían al Javi para paja porque el Javi estaba perrísimo y le hubiese valido casi cualquier cosa, «hostia puta, tú».

—Tía…

—Qué?

—Estás buenísima, joooder…

Ya estaba. Ya venía solito. La cosa funcionaba como cuando se hacía pajotes en los lavabos del cuartelillo, pensando en follársela por el culo cuando estuvieran solos, los dos, en casa de sus padres. El Javi, en el fondo, era un sentimental y se la quería un montón, a aquella pava.

—Te lo he dicho nunca?

—El qué, tío?

—Que tienes un polvazo, joder.

Aquello escapó solo, a borbotones, y lo puso todo pringadito de semen.

Mañana (unos minutos más tarde)

A las diez menos cuarto, o así, después de fumarse el piti de después, el Javi se guardó el rabo en los pantalones y se metió en el lavabo a mear. Se miró el jeto en el espejo y se pasó una mano por la cabezota pelada. Llevaba el pelo rapado casi al cero porque sí, porque le molaba y punto. Se lavó las manos guarras de sexo y pensó en quedarse un rato con la Raquel, a charlar, pero le daba palorro ponerse a hablar con una tía después de correrse, no sé, como que ya estaba, no?

Estaba decidido. Se piraba de allí. Salió del lavabo con las manos en la chaqueta y, sin acercarse a darle un pico ni hostias, le dijo a la Raquel que tenía que irse no sé dónde y que se largaba ya y que «ya nos vemos otro día, tía».

—Vale.

La pava estaba de rodillas en el suelo, limpiando las manchas del sofá con un trapo mojado de la cocina. El Javi le miró el culo gordo (que no le cabía en los putos pantalones) y se preguntó otra vez que qué cojones le veía a aquella vaca burra, joder, que seguía con ella. No es que él pudiera follarse a una tía buena cada noche, pero, hostia puta, si la Raquel C. no se dejase como se dejaba, no la tocaría ni dios en todo el puto Sant Mena.

Pilló la puerta de la calle y bajó los escalones de tres en tres. Iba sobrado, joder. Pasaba mazo de los ascensores. Le daban un mal rollo de la hostia las cajas cerradas que penden de un cable sobre el vacío. Cruzó volando el rellano. A poco que lo pensara, la pobre chavala le daba como penilla cuando la veía de lejos, limpiando el sofá de su casa. No era mala gente, ni nada, sólo que no tenía dónde caerse muerta, tío, como tantas otras pavas que se ponían ciegas de cerveza los fines de semana y yo qué sé… Las drogas son todas una mierda, Javi. Te pierden. Te quitan el pensamiento propio y, si no vigilas, te arruinan la persona, tío.

El Javi salió a la calle con ganas de pegarle un bocado de la hostia al mundo. Ni Sant Mena, ni pollas. Lo buena que era una birrita fresca de vez en cuando y no aquella mierda de los putos porros que se metían los chavalitos del pueblo a todas horas, joder. El Javi tenía claro que eran demasiado jovencillos para controlar nada, los pobres, porque las drogas, pavo, son como un demonio muy tocho que te acaba dominando la mente. Te piensas que es sólo un cigarrito, chaval, algo que puedes desmenuzar con los dedos cuando te dé la gana, pero los dedos, al final, te lo acaban poniendo siempre en la boca porque tú no controlas una mierda, pavo.

Si le hubiesen dejado, lo hubiese dicho tal cual en los coles y en los institutos del pueblo, pero así, como muy clarito, para que lo entendieran todos, sabes? Pasaba, macho, que los profes eran todos unos carcas del copón y no había nada qué hacer con ellos, Javi. Hasta el más tonto de la clase, si aprendía de pequeñito la potencia verdadera de la droga mala, iría con ojito el día de mañana, no?

El Javi se tiraba calle abajo como si tuviera que pegarse de hostias con alguien. Llevaba un rato sin mirar a dónde iba, sólo bajando. Pegaba zancadas largas, rollo «quitaos de'nmedio, mamones, c'aquí va'l menda». Tenía decidido que las aceras eran suyas mientras las pisara él. Era como si hubiese quedado a las diez en punto en el parque de la riera para partirse la cara con otro pavo. «Buah», si pillase al tío que liaba a los chavalillos con los porros, le abría la cabeza a patadones, al cabrón. Algunos días, porque sí, se ponía las martins con puntera de acero, sabes?

Le molaban y punto. La puta chimenea de la puta fábrica abandonada de Can Baixeres, no. Daba igual. Aunque no tenía prisa, que no tenía que ir a ninguna parte, atajaría por la fábrica. Se quedó con la estampa de su tejado recortado contra la luz blanca del cielo y se metió por el callejón que la flanqueaba sin mirar a los lados. No quería pensarlo, pero empezó a acordarse de cosas (sobre todo, de aquella pava en pelotas que vio dentro, que estaba como en peligro).

El Javi se preguntaba qué habría sido de ella. Estaba buenísima, tío. Le hubiese dado por delante y por detrás y, si se enrollaba bien, hasta le habría pedido para salir, que no? Pasó junto a la ventana del delito, donde había oído, visto y hostiado a base de bien, y no se paró a preguntar qué tal, ni nada. Estaba como ansioso por pasar de largo y dejar la puta historia atrás. Joder, por no pararse, no se paró ni cuando oyó ruidos dentro, «que le den por el puto culo, pavo, yo no quiero saber nada».

Salió delante de la fábrica, donde había más luz (que no más sol), y vio la furgoneta del Carlos parada delante de la puerta de la entrada, en plan «yo aparco donde me sale de los huevos, pavo». El tipo, sin embargo, no estaba dentro del vehículo. Se había pirado y se había dejado la ventanilla de delante abierta (al menos, las llaves no estaban puestas). El Javi miró por allí cerca y no lo vio por ningún sitio.

—Qué raro, no?

La puerta doble de la fábrica abandonada de Can Baixeres estaba medio abierta, «vale, tío». El Javi no pensaba entrar, tampoco. No es que se acercara mucho, que digamos, pero se asomó desde fuera y pegó una voz dentro, «¿hola?», por si acaso había alguien por allí. Aquello sonaba huequísimo, Javi. Esperó unos segundos allí de pie y, como no se escuchaba nada (salvo aquel silencio pesado de cadenas), acercó la cabeza un poquito más a la puerta (donde la cruz satánica) y gritó: «Carlos?».

—Sí?

—Carlos?

—Sí, sí…

El tipo sonaba al fondo (en verdá, todo en el interior de aquella nave industrial sonaba al fondo de algo). El Javi no se movió del sitio nada, ni un pelo. Estaba muy lejos de meter las narices en lo que quiera que fuera aquello, pavo. Además, unos pasos grandes, que resonaban por toda una caverna de penumbra y de metales pesados, venían a su encuentro. O eso le parecía desde la calle.

—Soy yo…

—Ya voy, ya.

—Soy'l Javi.

—Qué Javi? El merluzo del O.?

—Que sí, joder.

El Carlos llegó a la entrada de la fábrica y sacó la cabeza por la puerta.

—Pero… chaval!

El pavo estaba hecho una mierda, no? El Javi vio que tenía el labio partido debajo del bigotillo (como si le hubiesen metido un puñetazo o algo) y, si no era por el pelo medio cano, tenía más cara de viejo que unos pocos meses antes. No hacía tanto que no se veían, la verdá… Desde octubre, setiembre? Seguro que la mujer lo estaba matando a disgustos (que no a polvos). Era un calzonazos, el pobre.

—Qué pasa, chispas?

—Ya ves…

Y no disimuló que llevaba un brazo recogido, como en cabestrillo.

—Tío… pero qué t'ha pasao?

—A mí?

—Quién t'ha puesto la cara asín?

—Si te lo cuento, te ríes de mí.

—Y lo del brazo?

—Que me caí, chaval.

—Contra'l puño d'alguno, no?

—Que no, que no. Que me caí por unas escaleras, en serio.

—Y te diste muy fuerte o qué?

—Ya te digo…

El Carlos, en aquel punto extraño de su existencia, decidió que mejor salía de la fábrica abandonada de Can Baixeres y que ajustaba bien la puerta por lo que pudiera pasar, «grrriec». El Javi, al verlo ponerse a su lado, se quedó con que el pavo tampoco escondía que, en la otra mano, llevaba cogida una barra de hierro bien gorda.

—Pero'stás bien, tío?

—Sí, sí. Bueno…

—Qué?

—Bueno… Ya sabrás lo que'stá pasando, no?

—Dónde, en el pueblo?

—Sí, joder.

—Bueno… Más o menos, por?

—Por…

El Carlos echó un vistazo franco al Javi. Ya no era un chiquillo, el chaval. Debía sacarle al menos un palmo de altura, joder, y daba mucha impresión verlo con la cabeza tan pelada, «pareces un preso, chaval» (pasaba un poco como con esos perros enormes que te cruzas por la calle, que te darían mazo de miedo si no los hubieses conocido desde cachorrillos).

—No te mola?

El Carlos quiso pasarle la mano por la calvorota, pero el hombro le dolía horrores y prefirió estarse quietecito, en su sitio: «Buah, no'stá del todo mal para un merluzo como tú». El Javi se rio igual, igual que cuando tenía catorce ó quince años. El cabrito de su padre, «que en paz descanse», lo puso a su cargo cuando el chavalillo dijo que aquello era una mierda y que no estudiaba más y «que pa'qué», sabes? El Carlos, como las familias se conocían del pueblo, de toda la vida, les hizo el favor de cogerlo por él, por el Javi (que no por los padres), y lo tuvo pelando cables un tiempo.

—Y qué?

Era un buen chaval, joder. Tenía un gran corazón.

—Estás en algo?

—No.

—No tienes nada?

—Qué va, tío. Si acabo de llegar, casi, casi…

—Me llamas, vale?

—Venga.

—Seguro c'apañamos algo, pa'ir tirando, no?

—Seguro, tío.

—Bueno, pues…

—Mucha faena, estos días?

—Sí.

—Pero… tú ya puedes conducir, asín?

El Carlos meneó la cabeza, como reconociendo que «no bien, bien».

—Bueno, si voy poquito a poco…

—Quieres que la lleve yo?

—Tan tirao'stás, macho?

—Ya ves, tío.

—M'acompañas, entonces?

—Fijo.

—Pero por la cara, eh?

—Que sí, tío.

—Venga, va, que no te voy a dar ni las gracias…

El Carlos apoyó un momento la barra de hierro sobre la pared de la fábrica y buscó las llaves de la furgoneta en los bolsillos del pantalón (tenía uno a cada lado, dos detrás y una mano mala). El Javi, mientras tanto, miró al Carlos y miró a la barra de hierro y volvió a mirar al Carlos como diciendo «y eso, qué?».

—Pa'matar ratas, chaval.

—Muy gordas?

—Las más gordas.

—Joder, tío…

—Un día te llevo…

—Ah, sí?

—Sí, chaval. Más pronto que tarde.

Mediodía

El Carlos tenía cero ganas de comerse el plato de sopa que le habían puesto delante, en la mesa. Entre el dolor de los palos de la tarde de ayer, la muñeca hinchada, las cosas que había hecho y las que aún tenía que hacer, no le daba para mirar lo que decían en la televisión. Hablaban algo de un colapso de camiones en la frontera y había una riada de negros enfadados por las calles. No estaba de humor para entender una mierda, pero se quedaba con su furia cargando atáudes.

Cogió la cuchara y miró el caldo frente a sus narices. Nunca le habían gustado los fideos, ni le tenía que haber dicho nada al Javi, joder. Pensaba en los ojillos de víbora del Alex T., se le envenenaba la sangre de cristales malos y el cuerpo le pedía unos puños cerrados que él no había tenido nunca. Era una cabronada, Carlos. Lo mirase por donde lo mirase, no tendría que haber metido al chaval en todo aquello. Removía la sopa y se reconcomía con la idea que le rondaba la cabeza desde que se lo había soltado, por la mañana: «vamos a por ese cabronazo, en serio». No podía dejar de verlo. Tenía asumido que lo acabaría recogiendo del suelo con una o varias puñaladas en el abdomen, «joder, pavo, esto duele mazo… cof, cof cof» (porque el Javi escupiría sangre por la boca antes de morir en sus brazos, por su culpa).

Tomó un sorbito de caldo. Estaba soso, espeso y tibio. Arrancó un pedazo de pan de la barra de cuarto que tenía justo frente al plato y miró el teléfono, en el mueble del fondo, junto a las fotos de familia. Sólo era un puto aparato de plástico duro, capaz de reproducir en el sitio voces de personas que no estaban (o que representa que estaban muy lejos). El mismo blanco de las paredes le parecía mentira. Todavía se acordaba de la mañana en que les enseñaron el pisito de las narices. El brillo era otro, joder. La propia luz del día estaba más viva que entonces, dos y treinta y cuatro minutos del lunes tres de febrero de 1986.

Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Lo que le había dolido a lo largo de toda la mañana, le seguía doliendo lo mismo a las dos y treinta y cuatro minutos del lunes tres de febrero de 1986. Todo era una farsa y siempre lo había sido, Carlos. Aunque no quisiese mirar, la pintura se estaba agrietando por los rincones y, si todos los matrimonios eran como el suyo, todo era (y había sido siempre) una puñetera mentira, un puro esfuerzo por aparentar, por no quedarse fuera, al margen de los demás. Había un montón de caras en su recuerdo que no querían seguir fingiendo. Se aparecían, sobre todo, durante el silencio aquel que se abre entre dos frases, en una conversación cualquiera, con los amigos (cuando uno se para a pensar en lo que ha dicho y no se lo acaba de creer porque sabe que todo es una puta farsa, Carlos).

Les habían dicho de siempre que debían casarse y hacer vida en pareja y toda esa mierda, pero él, con más de treinta y tres años a las espaldas, estaba decidido a quedarse fuera si hacía falta, joder. Si no había otra, el día de mañana se pudriría solo en el cuartucho de una pensión, pero, por más que lo pensaba, no había forma de soltar aquello y no sembrar las aceras de cadáveres frescos: «Tere, t'estado engañando y quiero'l divorcio». El Carlos podía tratar de maquillarlo con un «tenemos que dejarlo un tiempo» o «no'stoy bien, lo siento, y necesito salir d'aquí ya», pero, en cualquiera de los casos, después de las voces y del humo, volverían a aparecer los cadáveres en las aceras porque la Tere no era imbécil y sabría sumar sus repentinas ganas de separarse con sus muchas noches fuera.

Llevaba demasiado tiempo con cara de perro en la vida y, encima, de un día para otro, había aparecido en casa con la boca rota, el hombro jodido, la muñeca hinchada y, por lo que fuera, no le salía de los cojones explicar una mierda de lo que le estaba pasando, vale? Su mujer, después del «pero dónde t'has metido, Carlos, pero qué t'han hecho, hijo?!», le había limpiado las heridas con agua del grifo y un trapo. Luego de traerse el bote de mercromina y el algodón del cuarto de baño, volvió a insistirle:

—Quieres una aspirina?

—Sí, por favor.

La cabeza le dolía un horror, «bom-bom, bom-bom, bom-bom». El Carlos se metió una cucharada de sopa en la boca porque tenía que coger fuerzas para lo que estaba por venir «más pronto que tarde», pero el caldo le dejaba un regusto a matarratas en el paladar que le daban ganas de morirse, joder. Hacía meses que se sentaba a comer pensando que ingería más frutos de la industria que alimentos saludables. El problema no estaba en los organofosforados que limpiaban a mano, bajo el chorro del grifo, sino en la actitud de su mujer, la Tere, que tomaba cucharaditas de sopa con cara de asco desde que vivían juntos en aquel piso.

—No te gusta?

—No tengo ganas de comer.

Ni las había tenido nunca, tampoco. A lo primero de todo, el Carlos supuso que tendría que ver con el temor de algunas mujeres a engordarse antes de tiempo. Nadie ignoraba que, si se echaban a perder demasiado pronto, sus maridos se fijarían en otras mujeres, más jóvenes y bonitas, como si la pena de cenar acelga hervida todas las noches no tuviera nada que ver en el asunto. Pero la Tere, Carlos, no comía a disgusto porque tuviera miedo a que la abandonasen.

—Pues no comas, mujer.

—Ya… No sé.

—Si no tienes ganas…

—Tendré que comer algo, no?

El Carlos tenía el pensamiento inundado del suco de los bidones que había enterrado en los terrenos abandonados de Can T. a lo largo de los últimos meses, «blub, blub, blub». Estaba cansado de masticar tanta muerte. La semana pasada había tenido que cambiar toda la instalación de una vivienda vieja porque las tuberías eran todas de plomo: «Y es muy caro?». Usté verá qué hace con su vida, señora. El Carlos sentía unas ganas horribles de abrir las ventanas del piso. Si no salía corriendo por la puerta de la calle, acabaría «más pronto que tarde» encerrado en el lavabo, vomitando.

—Estás bien?

—No.

O se lo decía en aquel momento o no se lo decía nunca. La frase que le venía todo el rato a la cabeza era siempre la misma: «Tere, t'estado engañando y quiero'l divorcio», pero la enfermedad que ensuciaba las paredes y el suelo del piso le mordía los dedos de los pies y le subía por las piernas igual que una corriente de aire frío y el Carlos no era capaz de negarse que, si te pasabas el día entero con la muerte en la boca, lo normal, al final, es que llamase a la puerta de tu casa, «pom-pom-pom».

—Carlos…

—Qué?

—Tengo que decirte una cosa.

—El qué? Qué pasa?

—No pasa nada, Carlos, pero no te pongas nervioso, vale?

—Nervioso por qué? Qué pasa?

—Que m'han encontrao una cosilla en el útero, vale?

—El qué?

—Nada, un bultito.

—Como c'un bultito?

—Eso, un bultito. Poca cosa, eh?

—No me jodas, Tere. De qué cojones m'estás hablando?

—El doctor dice que puede ser un quiste, pero que no nos pongamos nerviosos antes de tiempo porque'so no ayuda, eh?

—Como que no ayuda? Qué pasa, Tere?

—Nada, ya te lo he dicho…

La Tere le cogió la mano buena y se la apretó afectuosamente.

—Cuándo te lo miran, eso?

—Me harán unas pruebas la semana que viene.

—Cuándo?

—Tengo hora el martes por la mañana.

—Y… Y si no's un quiste, qué?

—Vamos viendo, no?

—Ver el qué?

—Tranquilo, vale?

Pero el Carlos no podía estarse tranquilo porque su mujer, la Tere, podía morirse de un día para otro y él no podía parar de pensar en coger la puta puerta de la calle para largarse a vivir a otra parte, joder. El Carlos, en su pensamiento sucoso, dejaba a la Concha con los pies mojados en la soledad de su dormitorio. Si querían estar juntos, tendría que esperarle muchos meses a partir de entonces. El Carlos no podía irse en aquel momento. El Carlos no podía fallarle a su mujer, después de todo lo que habían vivido juntos. Las sombras del viejo caserón reptaban frente a sus ojos, por los rincones más apartados del comedor. El grito había muerto dentro de su pecho, ahogado.

Noche

Los tres hombres circulaban en silencio dentro de la furgoneta porque, en aquella hora rara de sus vidas, no tenían nada que decirse. El Javi le hubiese dicho al Carlos que hacía «un frío de cojones» y el Carlos, por romper el hielo, le hubiese contado al Juan que iban bien de tiempo porque el gasolinero plegaba «a eso de las doce», pero la verdá era que la noche era negra y la negrura, como una masa infecta de petróleo en el discurrir de la riera, lo acababa manchando todo. Las vocecillas de la radio apenas se entendían nada. El Javi estuvo a punto de apagarla, «clic», pero el Carlos les señaló antes con el dedo, «mirar, está allí».

—Es ése?

—Sí.

El Javi giró a su izquierda y se metió en la gasolinera, donde el gasolinero, pero, ni la visión de un vehículo pasando por la carretera, frente a sus narices, ni el ruido de las ruedas pisando la gravilla de la entrada a la estación, «crrr», despertaron a l'Anton de su pensamiento. Hacía mucho rato que no se ponía un cigarro en la boca. Trataba de comprender el modo en que una forma de oscuridad surgida del subsuelo de Sant Mena había ocupado el espacio del cielo y lo había vaciado. Porque tenía que haber una manera de trasladarse de un punto a otro y porque el cielo, sobre su cabeza, estaba vacío y, sin embargo, repleto de negrura.

—Hola? Anton?

L'Anton no había olvidado que el grueso de las sombras no contenían nada especial, salvo la ausencia de luz. Pero aquello otro de allí arriba, si estuviese al alcance de su mano, podría tocarse con la punta de los dedos igual que el limo de un pozo para escándalo de la razón de los hombres simples como él. Si bien no podía aprehenderlos, aquella masa de negrura estaba preñada de significados herméticos. Luego, demasiado tarde como para ponerse a salvo, l'Anton escuchó voces y pasos a su lado y no pudo creer que nadie más lo viera. Aquello estaba pasando sobre todos ellos, al final.

—Qué? Vosotros dos?

—Veníamos a verte.

—Sí?

—Sí. Estos son el Carlos y el Javi.

—Hola.

—Hola, qué hay?

—Hola.

—Yo soy'l Carlos.

—Sí… Encantado.

—Y yo'l Javi.

—L'Anton…

—Encantado.

—Igualmente.

No se había dado cuenta de cómo había pasado, pero había tres tipos y una furgoneta aparcada en la gasolinera de mierda en la que gastaba las horas de su vida. Joder, cada día estaba peor de la cabeza. L'Anton quiso hacer números, pensar en algo, pero, antes de que pudiera reaccionar, ni hacer nada por ellos, se había encendido un cigarrillo y estaba fumando otra vez, «fuuu».

—Y qué? Qué les trae por aquí, caballeros?

—El Juan nos ha contado que'staban buscando a los críos y eso.

—Sí.

—Y que… Bueno, que se pensaban que'l Alex T. estaba detrás de todo.

—Sí, sí. Pero el Juan, el otro día, no pudo contarnos mucho, eh?

El Juan había recibido la llamada del Carlos a eso de las tres de la tarde, poco más o menos. El tipo le había preguntado (con no poca mala folla) que si sabía algo más del Alex, que si tenía alguna idea de dónde podía estar escondido y eso, pero el Juan había tenido que responderle que «no» a todo, que era la pura verdá (un día antes, en la tarde-noche del domingo, ninguno de los dos le había dicho nada al otro de cómo habían acabado en el número dos de la calle de Castellar con un útil de hierro en la mano).

—No. Es que no sabía nada, yo.

—Ya.

—Bueno… El caso es que nos ha traído aquí.

—Sí?

—Sí.

El Juan le había hablado al Carlos que, a lo mejor, unos tíos que él conocía podían saber algo del Alex, pero que había perdido su número de teléfono porque no se había acordado de cogerlo (el número estaba en la servilleta; la servilleta, en el pantalón; el pantalón, en la lavadora). El Carlos, «perdone usté, macho», le había manchado la chaqueta y los tejanos de sangre cuando habían caminado juntos hasta la puerta que aguardaba al fondo del pasillo.

—Sí, bueno, m'acordé c'habías visto a la Loli, aquí.

—Sí. Con unos amigos.

—Con quién?

—L'Alex y la Rosa, por?

—Es que yo diría que los vi juntos en el cementerio…

—A quién, a estos tres?

—Sí, bueno…

El Carlos no podía quitarse de la cabeza la sombra de la cuarta figura.

—Qué?

—Que no los vi bien, bien, pero que'staba'l coche'n la puerta, sabes?

—El seat ritmo?

—Sí.

—Y eran tres?

—No, cuatro.

—Yo vi una tía'llí dentro…

—Qué tía?

—En la fábrica…

El Javi también había visto sus cosas en el pueblo, sabes?

—Hace mucho tiempo, vale, pero m'acuerdo c'había una tía en pelotas dentro de la fábrica, tío… y, buah, no sé… yo diría que'staba en problemas o algo.

—Cuándo?

—Hace mazo… Ni m'acuerdo.

—Pero'ste año?

—No, qué va. Eso tuvo que ser por otubre o asín.

El Juan seguía callado. La Rosa S. cabía perfectamente como «la tía en pelotas dentro de la fábrica» que hablaba el tal Javi O., pero aquel chaval le parecía un perfecto anormal y un energúmeno. El Carlos se lo había presentado al volante de su furgoneta, cuando lo pasaron a buscar unas horas más tarde, por la noche. «Es amigo y viene a ayudar». Antes, por teléfono, le había calentado la cabeza con que tenían que hacer algo, «los dos juntos». Había venido a decirle que conocía a una muchacha parecida a la Rosa, en el sentido de que había pasado por las manos del Alex T. y que lo había pasado muy mal, la pobre, y que había que «parar a ese cabrón más pronto que tarde», no?

El Juan se ponía malo cada vez que lo pensaba. Después de colgarle al Carlos, sabiendo que la tenía en casa para él solito, se le había puesto durísima otra vez y se la había querido follar pero bien, no como el otro día, pero, por más besitos que le había dado durante un cuarto de hora de reloj, la Rosa no había querido saber nada de él, así que, al final, se había puesto boca arriba, como muerta, y se había dejado hacer como si no pudiese notar nada, ya. El Juan, «oooo, oooo», tenía ganas de abrirle la cabeza a aquel cabrón con una barra de hierro, pero la puerta estaba cerrada, el mundo era tochísimo y la noche, «fría de cojones, pavo».

—Qué coño había en la capilla?

—Qué capilla?

El Carlos miró extrañado al Juan y, luego, a l'Anton.

—Nada.

—Qué capilla?

—La del castillo.

—Qué pasa, ahí?

—No, nada. C'oímos ruido dentro.

—Qué ruido?

—Algo raro, no sé. Pero entramos y no vimos nada.

—Nada?

—Sí, no sé… La capilla en sí, estaba bien, en orden.

—Y la cripta, qué?

—Qué cripta, Juan?

—La cripta estaba vacía. Quiero decir que no vimos nada, por allí. Habían tirado los despojos de los atáudes al suelo y… y la tierra'staba como revuelta, como removida, pero allí no había nadie, ni nada.

Aquello de los despojos retumbó con mucho estruendo de huesos en la cabezota pelada del Javi. Le imaginó una sala de techo bajo al asunto, y luz de velas, como en las películas de vampiros, pero, si estaba todo tirado por el suelo como decían, la cosa se ponía fea y los tipos de las estacas tenían que andarse con mucho ojo de no pisar la mano o la tibia de una momia.

—No'starían allí enterrados?

—Quién?

El Javi pensaba en los críos que andaban buscando, pero no quiso decir en voz alta que creía que los dos estaban fiambre desde un buen principio. L'Anton apuró el cigarrillo que se estaba fumando y lo tiró al suelo. No buscó más al Juan con la mirada porque el Juan lo estaba buscando a él desde que habían llegado a la gasolinera. Pensó en el Rafa un segundo, echó un vistazo al cielo (negro y vaciado) y se metió las manos en los bolsillos, por dejarse de hostias.

—Dentro del castillo, no pudimos mirar.

—Estaba cerrado?

—Sí. La puerta de la capilla estaba sólo como atrancada, pero las del castillo estaban todas cerradas por dentro, no sé cómo…

—A nosotros nos pasó igual con la puerta del pasillo, eh, Juan?

—Sí.

—Qué puerta?

—Ayer estuvimos en la casa del Alex.

—Qué casa?

—Una c'hay en el pueblo.

—Dónde?

—Ahí, en la calle Castellar.

—Pero…

—Qué?

—Cómo sabíais que'ra la suya?

—Bueno… Nos lo dijeron.

—Quién?

El Carlos miró al Juan y se lo pensó un momento antes de hablar. Por alguna extraña razón, ninguno de los dos le había dicho nada al otro de cómo habían acabado en el número dos de la calle de Castellar con un útil de hierro en la mano (después de todo, no dejaban de ser unos extraños que habían tropezado en la oscuridad de una casucha medio abandonada con la intención firme de matar a un hombre).

—Una amiga.

—Ya, pero quién?

—No es lo que te piensas, Anton…

—No?

—No.

—Y'ntonces, quién?

—La Concha.

—La Concha R., la madre de…?

—Sí.

—Y de qué la conoces, tío?

El Javi las soltaba tal como le llegaban.

—Somos amigos, merluzo.

—Y de quién es la madre esa pava?

—De una niña.

—De la hija del Alex, no?

—Qué dices, pavo?! Sí?

—Sí. Ella me contó dónde vivía el Alex.

—Y no sabe nada más?

—Eso dice, sí.

—Y tú?

L'Anton dejó las manos quietas en los bolsillos después de apuntar todas las miradas del grupito hacia el Juan. Hacía un frío de la hostia en la gasolinera (en todo el puto Sant Mena, a decir verdá) y las palabras, antes de perderse en la noche, se helaban sobre sus cabezas, un segundo nada más. El Juan bajó la mirada y buscó en el asfalto del suelo, con la punta del pie.

—No sé.

El Carlos no creía posible que el Juan pudiera callarse nada.

—Qué pasa, Juan?

—Que no m'acuerdo dónde l'oí.

—No?

—No. Lo mismo me lo dijo la Loli, sabes?

—Qué Loli, tío?

Al Javi le sonaba a una guarrilla del pueblo que le chupaba la polla a todo quisqui por la calle, pero no le sonaba para nada que pudiera tratarse de la muerta de la riera, ni creía posible que aquel tío baboso se la hubiese podido follar más de una vez con la cara de sapo que tenía, el pavo. El Carlos le dio con el codo al Javi y el Juan, como si la cosa no fuese con él, lo soltó todo junto, de golpe: «mi novia, la muerta».

—Hostia… Lo siento, tío, no lo sabía.

—Ya.

—Pues no sé lo c'haremos, entonces.

Porque, como bien decía l'Anton, si el Juan no hablaba las cosas que sabía, si no le daba la gana de colaborar con ellos, no tenían nada qué hacer porque no tenían por dónde buscarlo, al Alex. El Carlos palpó los ánimos con el morro y no quiso tensar más la cuerda, por el momento. Tenía que haber otra manera de dar con el cabrón, macho.

—Y'n la fábrica, qué?

L'Anton hizo que no con la cabeza. El Carlos, sin embargo, insistió.

—He'stado'sta mañana y he visto la trampa del suelo…

—Ya, ya.

—Se puede bajar. La barra que l'han puesto es más bien para…

—Pa'qué, tío?

—Pa'que no abran desde dentro, no?

—Sí.

—Sí?

—Habéis bajado, vosotros?

—Sí.

—Y qué había?

—Eso, pavo…

—Algo así como un altar, de cemento.

—En serio?

—Sí.

—Buah…

—Pero no fuimos más allá.

—Y eso?

—Había un… un-n túnel, digamos, pero el Carles dijo que era demasiado peligroso seguir y que, si tirábamos pa'lante, así, sin más, podíamos acabar mal porque podían haber gases tóxicos, más abajo.

—Ah, sí?

—Sí. Se ve que no's tan raro, eso.

—Ya.

—Que l'ha leído, vamos. Que no se huelen ni nada, pero que te pueden matar.

—Ya.

—Menuda movida, pavo.

—Sí.

—Y c'hacemos, ahora?

El Javi tenía clarísimo que había que hacer algo, «pero ya». El Juan, sin embargo, sentía en el fondo del pecho (como un dolor sordo, como un principio de asfixia) que tenía que encerrarse en casa detrás de todas las cerraduras y cerrojos que hubiera en el mundo. Las chaladuras de la Loli, a la negra luz de los hechos, parecían menos improbables que antes, Juan, «que lo llamamos puerta, tío, pero que, vamos, eso'staba ahí mucho antes que nosotros, sabes?». Joder, a poco que lo pensara, lo fácil era cargarle el muerto a la pulsión violenta de un único tío, el supercabronazo del Alex, porque, muerto el perro, muerta la rabia, no?

—Y si no's sólo él, qué?

—Ya. Yo vi a cuatro, al menos…

—El Carles sostiene que, quizá, puedan ser más.

—Pero, pavos, por algo tendremos de'mpezar, no?

—Sí, sí.

—Pues qué?